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martes, julio 03, 2007

Opinión - Manuel Garcia Urrutia

A un año del 2 de julio

Jornada Jalisco

Se cumplió ayer un año de las elecciones que dieron por resultado que el Partido Acción Nacional (PAN) repitiera en la Presidencia de la República con su entonces candidato, Felipe Calderón. Para recordar esta fecha, el también ex candidato por parte de la coalición Por el Bien de Todos, Primero los Pobres, conformada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), del Trabajo (PT) y Convergencia (PC), Andrés Manuel López Obrador (AMLO), volvió a convocar a una gran movilización en el Zócalo de la ciudad de México y ha habido, además, diversas expresiones de rechazo al desenlace de esos comicios en diferentes partes del país. El PAN, asimismo, ha querido conmemorar la fecha, para no quedarse atrás en términos mediáticos y de la lucha por la percepción social de la realidad, y realizó un acto formal con un discurso legitimador de su “triunfo”.

Para unos, los que conformaron la coalición Por el Bien de Todos, se trató de un proceso electoral descaradamente fraudulento. Para otros, los ganadores, simplemente significó el resultado de una contienda democrática que los llevó al poder ratificando la voluntad popular de mantenerlos en la Presidencia. Lo cierto es que para una gran mayoría, si bien no hubo un fraude de Estado en julio de 2006, como lo hubo en 1988, sí existe el sentimiento social creciente de que las elecciones del año pasado se dieron en condiciones de iniquidad, de una impune campaña negativa orquestada desde la Presidencia de la República y alentada por grupos económicos y políticos muy poderosos, de manera destacada cobijada por los dueños de los más importantes medios de comunicación, así como acompañada de operativos de compra y coacción del voto en varias partes del país, principalmente donde la izquierda partidaria no tuvo capacidad para cuidar debidamente las casillas. la Ley Televisa, aprobada de manera atropellada en plenas campañas –después evidenciada en su ilegalidad y alevosía por la Suprema Corte de Justicia de la Nación–, fue uno de los pagos que se hizo a esos aliados importantes en esa estrategia vergonzante.

Al respecto, López Obrador afirmó, en su discurso en el Zócalo, que el fraude se constata en “los propios documentos oficiales y, por si fuera poco, los principales responsables del fraude han confesado con cinismo su fechoría. Ahí está ese traidor a la democracia, Vicente Fox, que se queja de que no pudo destituirme con el desafuero, pero que creyó desquitarse el 2 de julio; o Manuel Espino, presidente del PAN, que sostuvo que una semana antes del día de la jornada electoral llegaron a un acuerdo con ocho gobernadores del PRI para que les ayudaran a inclinar la balanza en favor del candidato de la derecha. A esto habría que agregar el descaro de la cacica sindical Elba Esther Gordillo y de muchos otros miembros de la mafia política, también integrada por banqueros, representantes empresariales y periodistas deshonestos. Todos ellos se han ufanado del fraude que cometieron con tal de evitar el cambio verdadero en el país…Hemos resistido y creceremos. En contraste, nuestros adversarios no podrían sostenerse sin los medios de comunicación”.

Es por eso que la llamada de atención más preocupante del balance que se haga de los comicios presidenciales de 2006 es, sin duda, desde una posición comprometida con un auténtico sistema democrático, la determinación de una plutocracia para evitar que alguien considerado, desde su punto de vista, como “peligroso” pueda llegar, por vías electorales, al máximo cargo de una nación, utilizando, para ello, todos los recursos legales e ilegales a su alcance sin sanción.

Este hecho tiene que ver, además, con una lucha ideológica y cultural, que están perdiendo los sectores progresistas –socialistas, liberales, humanistas, auténticos– frente a la imposición de principios y valores conservadores y neoliberales, apoyados por el papel que juegan hoy los medios de comunicación, proclives a esas ideas, ante la sociedad, ya que más que informarle, desvían la atención de los problemas torales, los matizan de acuerdo con sus intereses y la saturan de datos banales; o sea, la desinforman. Existen excepciones –opciones informativas alternativas a las dominantes–, pero son acosadas y asfixiadas para eliminarlas, boicoteando su acceso a publicidad, por ejemplo, como lo acaba de denunciar José Gutiérrez Vivó al anunciar el cierre de su programa radiofónico Monitor.

Es inquietante, porque nadie vota para que esos llamados “poderes fácticos” puedan representarnos, hablar en nuestro nombre, erigirse en nuestra voz y, peor, dirigir nuestras vidas. Si algo está claro, es que son fuerzas que se mueven soterradamente y son profundamente antidemocráticos porque su concepto de democracia incluye sólo a los sectores “bien”, lo que consideran como “políticamente correcto”, a la “oposición leal” y la crítica “light”. Lo demás no existe o existe como algo marginal, como “lo malo”, lo subversivo y desadaptado; lo que hay que exterminar. Usted puede hablar con un prócer representante de esta visión de la realidad sobre lo ocurrido en la elección del año pasado y esbozar, condescendientemente, un leve asentimiento que dé un poquito de razón a los seguidores de López Obrador sobre la torpe intromisión de Fox en el proceso o la desconfianza que generó el IFE con su actuación tendenciosa, y entonces le recetará, de entrada, tres improperios; le dirá que López Obrador es un loco, que los que votaron por él están arrepentidos y terminará etiquetándolo como uno de los desquiciados que lo siguen. Para ellos todo estuvo y todo está bien; sólo la hacen de “tos” los perredistas, porque son “contreras” por naturaleza. Son “hijos de las tinieblas”, condenaría. No hay razones, sólo calificativos.

Por eso el proyecto que se quiere construir para “la transformación del país”, como dice AMLO, no puede hacerse sólo desde el discurso de la denuncia y la construcción voluntarista de organización, como si fuera un club sin fines claros.

Desde la izquierda partidaria ha faltado una autocrítica que también dé cuenta de los errores cometidos en la estrategia seguida a lo largo del proceso electoral con el fin de cerrar el círculo de un episodio del que todos, los actores políticos y la sociedad, tenemos que aprender, si realmente queremos consolidar un verdadero sistema democrático, incluso que vaya más allá de lo electoral. En el nuevo libro de López Obrador existen testimonios interesantes que enriquecen el análisis de lo que pasó y fortalecen la justificación de la resistencia, pero no hay una revisión interna que permita caminar hacia adelante entendiendo la nueva etapa.

A pesar de todo, a López Obrador hay que reconocerle que la indignación y la protesta popular se canalizó por vías pacificas, muchas veces cuestionadas, pero que no generaron violencia y hay que reconocerle que está apostando a la construcción de un movimiento social, desde abajo, que permita fortalecer la presencia de una opción política que nutra y aire a la izquierda electorera.

Sin embargo, falta construir un discurso que no sólo se oponga al gobierno formal sino que permita conocer a dónde se quiere llegar y que se propone empezando hoy, por ejemplo, con la alternativa en materia fiscal, que es lo que ahora tendrán que enfrentar los senadores, diputados y gobiernos perredistas y no pueden quedarse en una simple negativa sin costo político, sin perder presencia e influencia política. Se esperaba que del discurso de AMLO emanaran las líneas para la propuesta fiscal de la oposición –o si se quiere, de su “gobierno legítimo”–, empero, sólo salió un no que no convence ni a sus correligionarios.

López Obrador pidió a los senadores y diputados perredistas “que por ningún motivo aprueben la llamada reforma fiscal. Cero, cero negociación con quienes sostienen una política contraria al pueblo y entregan la soberanía nacional al extranjero… no podemos secundar, no podemos ser una izquierda legitimadora”.

Esa posición, de entrada, genera conflictos y resistencia entre quienes tienen que aprobar dicha reforma y, de alguna forma, a quienes beneficia, en parte, porque recibirán más recursos. Ya hay voces dentro del propio PRD, sobre todo gobernadores, que se oponen a seguir “la línea” y, más bien, se disponen a realizar un planteamiento alterno a la propuesta gubernamental. A simple vista, un punto a favor de la iniciativa del Ejecutivo es que permitirá allegarle más recursos a los estados y eso hará mella a una posición del todo o nada.

Asimismo, es ya positivo que no se insista en el Impuesto al Valor Agregado (IVA) en alimentos y medicinas y sí, en cambio, más gravamen al consumo de tabaco y bebidas, más concretamente a las alcohólicas –habría que saber qué hacer con los refrescos, que son hoy una parte importante de la dieta de muchos mexicanos pobres-. Es cierto que la propuesta oficial está pensada, básicamente, para recabar más, ampliar la base fiscal y evitar evasiones controlando, vía bancos, los flujos de efectivo –cosa que habría que conocer mejor en sus implicaciones para los pequeños y medianos empresarios-, pero carece, de estímulos a la inversión productiva y de gravámenes a las diferentes formas de especulación financiera, que es uno de los principales defectos de las políticas neoliberales –no tocan al capital bursátil ni a las grandes utilidades que se obtienen en paraísos fiscales y violentando disposiciones laborales y ecológicas, que no sólo depredan recursos sino que vuelven a los empleos precarios y a los salarios más indignos–. Una propuesta integral y progresista debiera incluir la autonomía de Pemex con el fin de permitirle su modernización por la vía de la descarga impositiva y enfocarse, en cambio, en los más que tienen para que paguen más, acabando con el mito de que desestimula la llegada de capitales y premiando a quienes generen empleo, paguen mejor, no contaminen y estimulen la investigación científica, en especial en actividades estratégicas, como la tecnología de punta, la industria y el campo.

Cierto, no se trata de legitimar políticas contrarias al interés popular, pero tampoco de ser como la derecha a la que se critica: intolerantes y excluyentes. Una izquierda moderna debate, propone y ve para adelante; resiste y se moviliza sí, pero forjando su proyecto, sus iniciativas, en la confrontación de ideas y propuestas. Eso es lo que falta.

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