Iglesia católica, Iglesia política
Jornada Jalisco
El problema no es de creencias religiosas; en México existe la libertad de culto desde mediados del siglo antepasado. El problema no es que nuestros gobernantes aprovechen su tiempo libre en estudiar lo que consideren más apropiado para alimentar su intelecto. El problema es el maridaje entre la jerarquía católica de México y la ultraderecha-yunquista que gobierna este país. El problema es que la Iglesia católica a lo largo de la historia nacional ha demostrado con amplitud que es una Iglesia política que busca recuperar los privilegios que acaparó durante la época novohispana y gran parte del siglo XIX, hasta que se enfrentó y fue derrotada por los liberales encabezados por Benito Juárez, que establecieron con claridad y firmeza el carácter laico del Estado mexicano y por consecuencia la separación Estado-iglesias.
Son muchas las muestras de apoyo brindadas por la Iglesia católica a los grupos más conservadores y retardatarios de nuestra historia. Fue la Iglesia política la que apoyó a Iturbide y a Maximiliano en sus aventuras “imperiales”. Fue la Iglesia política la que se opuso a la divulgación de las ideas de la Ilustración en México. Fue la Iglesia política la que se coludió con los personajes necesarios de la clase política y económica nacional para enfrentar al gobierno republicano de Benito Juárez. Fue la Iglesia política la que se opuso a la reforma educativa del gobierno de Lázaro Cárdenas. Fue la Iglesia política la que presionó con todo su poder hasta conseguir el reconocimiento oficial del Estado mexicano. Fue la Iglesia política la que apoyó abiertamente la imposición de Felipe Calderón en la silla presidencial y aceptó en todo momento la satanización de la izquierda mexicana. Es la Iglesia política la que “sugiere” “adecuar” y “reglamentar” las manifestaciones de descontento social que se suceden en la ciudad de México.
Por lo anterior, estamos ciertos del peso político que tiene la Iglesia católica en la historia de México. La Iglesia no está conforme con el control y manipulación que ejerce sobre la conciencia de millones de personas en nuestra sociedad; por el contrario, continúa presionando para obtener mayor poder político y así influir en el diseño y puesta en marcha de las políticas públicas, que claramente establece la Constitución mexicana, como acciones exclusivas del Estado y el gobierno civil.
La Iglesia influye para que el Estado establezca como eje rector de su trabajo los conceptos ideológicos que rigen a la institución eclesiástica. Lo hace en la educación, presionando para que se transforme la esencia del artículo tercero de la Constitución, y la educación pública deje de ser laica. No obstante que en la educación privada son miles las escuelas que ofrecen dentro de sus planes de estudio formación religiosa. Se inmiscuye en políticas de salud, atacando las campañas que fomentan el uso del condón, la planificación familiar y la atención a las personas infectadas con el VIH/Sida; pero también descalifica leyes como la de Sociedades de Convivencia en el Distrito Federal y la despenalización del aborto hasta la semana 12, en la misma capital del país. Insiste en que se modifique el artículo 130 constitucional, que establece la obligatoriedad de todas las iglesias, asociaciones y grupos religiosos, para que estén registrados ante la ley, y limita la participación de sacerdotes o ministros de culto en asuntos políticos, así como la prohibición para ocupar puestos de elección popular.
Pero hay más. Cotidianamente se sube a la arena política en apoyo a la derecha-yunquista que cada día le abre mayores espacios políticos. Lo vimos esta misma semana, cuando la Arquidiócesis de México llamó al jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard Casaubon, a corregir su actitud de “empecinamiento en no reconocer la legitimidad” presidencial de Felipe Calderón, “exponiendo con ello a la capital del país y a todos sus ciudadanos a una situación de irregularidad en relación con el resto de la nación y a un entorpecimiento en su desarrollo”. Agregó la jerarquía eclesiástica que “el indudable talento” del mandatario local “debe ser acompañado de una mayor prudencia y apertura, dejando de lado la visión parcial y excluyente de un partido político. Es gobernante y servidor público para todos, y no sólo de quienes sostienen ideas y opiniones afines. Mientras que el Presidente de la República ofrece constantemente espacios de encuentro y colaboración, el jefe de Gobierno se cierra sin razones objetivas al diálogo constructivo y positivo”, remató la Arquidiócesis de México (La Jornada, 23 de julio de 2007).
Otra joya de la corona son las “clases de Biblia” que ofrecen sacerdotes de la Universidad del Valle de Atemajac (Univa) en Casa Jalisco a funcionarios de primer nivel del gobierno del estado.
Por otro lado, de las narcolimosnas y los curas pederastas la Iglesia y el gobierno guardan un gran silencio similar a la hipocresía. No confundamos. El Estado Mexicano es un Estado laico y como tal se debe conducir. Los gobernantes tienen todo el derecho de practicar la religión que más les convenga; pero, asimismo, los mexicanos debemos exigir que nuestros funcionarios no quebranten la ligera frontera que existe entre lo público y lo privado, con el débil argumento de que “la religión es un asunto personal”. Y sí que lo es, en tanto la religiosidad no implique la intromisión de la jerarquía católica o de cualquier otra iglesia en asuntos del Estado. Si nosotros como sociedad guardamos silencio ante esta situación, nuestro silencio será similar a la estupidez.
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