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jueves, julio 26, 2007

William Burroughs : Yonqui rock`s Grandpa made in usa.

1.-
El ciudadano de la noche roja.

Poquísimas personalidades fuera de la esfera musical ejercieron tanta influencia sobre el rock como el novelista William Burroughs. Un outsider provocador y controvertido, que vivió el R&R Way of Life años antes de que siquiera se inventara esa música, y que existió en los bordes de la sociedad en una niebla de drogas, armas y violencia, permaneciendo como el santo patrono de la vanguardia hasta el día de su muerte. Su obra combina la fuerza visionaria con la sátira libertaria; en lo formal, se caracteriza por el uso de técnicas innovadoras como el montaje, el collage, la escritura automática y el libre fluir de la conciencia. Y además, esta especie de profeta bíblico en ácido tuvo el mérito de ser muy bien leído por gente como Bob Dylan, John Lennon, Frank Zappa, Lou Reed, Tom Waits, William Gibson, Bruce Sterling, Joaquín Sabina o el Indio Solari.


William Burroughs - Thanksgiving Prayer.
"QUE SE OIGAN EN TODAS PARTES MIS ÚLTIMAS PALABRAS. QUE SE OIGAN EN TODOS LOS MUNDOS MIS ÚLTIMAS PALABRAS. OIGAN TODOS USTEDES, SINDICATOS Y GOBIERNOS DE LA TIERRA. Y USTEDES AUTORIDADES QUE APAÑAN NEGOCIADOS INMUNDOS CONCERTADOS VAYA UNO A SABER EN QUÉ LETRINAS PARA APODERARSE DE LO QUE NO ES DE USTEDES. PARA VENDER EL SUELO BAJO LOS PIES DE LOS QUE NO NACERÁN - (...) ¿TIEMPO PARA QUÉ? ¿PARA MÁS MENTIRAS? ¿PREMATURO? ¿PREMATURO PARA QUÉ? DIGO A TODOS QUE ESTAS PALABRAS NO SON PREMATURAS. ESTAS PALABRAS PUEDEN SER DEMASIADO TARDÍAS. FALTAN MINUTOS. MINUTOS PARA EL OBJETIVO ENEMIGO – (...) MENTIROSOS COBARDES COLABORACIONISTAS TRAIDORES. MENTIROSOS QUE QUIEREN MÁS TIEMPO PARA MÁS MENTIRAS. (...) PARA ESO HAN VENDIDO USTEDES A SUS HIJOS. HAN VENDIDO EL SUELO BAJO LOS PIES DE LOS QUE NUNCA NACERÁN. (...) REÚNAN EL ESTADO DE LAS NOTICIAS - INVESTIGUEN DESDE EL ESTADO HASTA EL AUTOR - ¿QUIÉN MONOPOLIZÓ TIME LIFE Y FORTUNE? ¿QUIÉN LES QUITÓ LO QUE ES DE USTEDES? ¿LO DEVOLVERÁN TODO AHORA? ¿ALGUNA VEZ HAN DADO ALGO A CAMBIO DE NADA? ¿ALGUNA VEZ HAN DADO ALGO MÁS DE LO QUE TENÍAN PARA DAR? ¿ACASO NO HAN VUELTO A APODERARSE DE LO QUE HABÍAN DADO CADA VEZ QUE HA SIDO POSIBLE Y SIEMPRE LO HA SIDO? (...)" (Expreso Nova, 1964)

2.-
Yonqui.

"Mi primera experiencia con droga fue durante la guerra, en 1944 o 1945. Había conocido a un hombre llamado Norton que por entonces trabajaba en unos astilleros. Norton, cuyo verdadero nombre era Morelli o algo así, había sido expulsado del Ejército antes del comienzo de la guerra por falsificar cheques, y fue clasificado 4-F debido a su mal carácter. Se parecía a George Raft, aunque era más alto. Norton estaba intentando mejorar su inglés y adquirir unos modales afables, educados. Sin embargo, en él la afabilidad no resultaba natural. En calma, su expresión era hosca y sombría, y se daba uno cuenta de que siempre tenía ese aspecto sórdido en cuanto le dabas la espalda. Norton era un ladrón empedernido, y no se sentía bien si no robaba algo todos los días en los astilleros donde trabajaba. Alguna herramienta, unas latas de conservas, un par de overoles de mecánico, cualquier cosa. Un día me llamó y me dijo que había robado una metralleta Thompson. ¿Sabía de alguien que quisiera comprarla? Yo le dije: —Es posible. Tráela.
La escasez de viviendas estaba en pleno apogeo. Yo pagaba quince dólares a la semana por un asqueroso apartamento que daba a la escalera y jamás veía la luz del sol. El empapelado estaba desgarrado porque el radiador dejaba salir el agua cuando había agua que pudiera salir de él. Tenía las ventanas forradas con papel de periódico para protegerme del frío. Todo estaba lleno de cucarachas y ocasionalmente mataba alguna chinche. Estaba sentado junto al radiador, un tanto mojado por el vapor, cuando oí llamar a Norton. Abrí la puerta y allí estaba en el oscuro vestíbulo con un enorme paquete envuelto en papel de estraza bajo el brazo. Sonrió y dijo:
—Hola.
Yo dije:
—Entra, Norton, y quítate el abrigo.
Desenvolvió la metralleta y nos acercamos a ella y apretó el gatillo. Dije que encontraría alguien que la comprara. Norton dijo:
—Mira, aquí tengo otra cosa que me he pulido. Se trataba de una caja amarilla con cinco ampollas de medio grano de tartrato de morfina.
-Esto es sólo una muestra -dijo señalando la morfina-. Tengo otras quince cajas en casa y puedo conseguir muchas más si te deshaces de éstas.
-Veré lo que puedo hacer -le dije.
En aquella época yo nunca había tomado drogas y tampoco se me había ocurrido probarlas. Empecé a buscar alguien que quisiera comprar las dos cosas y fue entonces cuando entré en contacto con Roy y Herman. Yo conocía a un joven maleante de la zona norte de Nueva York que trabajaba de cocinero en Jarrow, «para disimular», como él decía. Le llamé y le dije que tenía algo que colocar y nos citamos en el bar Angle de la Octava Avenida, cerca de la calle 42. Este bar era el lugar de reunión de los maleantes de la calle 42, un grupo de fanfarrones y criminales en potencia. Siempre estaban buscando alguien que les invitara una copa, alguien que planeara un asunto y les dijera exactamente lo que tenían que hacer. Como nadie que planeara algo serio se arriesgaba a contar con tipos tan evidentemente ineptos, cenizos y fracasados como ellos, los miserables seguían buscando, fabricando mentiras disparatadas sobre golpes fabulosos y trabajando ocasionalmente de lavaplatos, camareros, pinches, ligando de vez en cuando a un borracho o a un marica tímido; buscando, siempre buscando quién les propusiera un buen asunto, alguien que les dijera: -Te he estado buscando. Eres la persona que necesito para este asunto.
Jack -a través del cual conocí a Roy y Hermán- no era una de estas ovejas perdidas en busca de un pastor con sortija de diamantes y pistola en la sobaquera y voz firme y segura que sugiere contactos, sobornos, planes que hacen que cualquier atraco suene a cosa fácil y de éxito seguro. No, a Jack le iban bien las cosas de vez en cuando y se le podía ver con ropa nueva y hasta con coches nuevos. También era un mentiroso impenitente que parecía mentir más para sí mismo que para cualquier auditorio visible. Tenía buen aspecto, rostro saludable de campesino, aunque había algo extrañamente enfermizo en él. Era un tipo que sufría súbitas fluctuaciones de peso, como un diabético o un enfermo del hígado. Estos cambios de peso solían ir acompañados de incontrolables arrebatos de inquietud que le hacían desaparecer durante unos cuantos días. Era algo realmente misterioso. Unas veces se le podía ver con aspecto de niño sano. Una semana o así después podía volverse delgado, macilento y envejecido, y era preciso mirarle atentamente un par de veces antes de reconocerle. Su cara estaba recorrida por un sufrimiento en el que sus ojos no participaban. Eran sólo sus células las que sufrían. Él mismo -el ego consciente reflejado en la mirada tranquila y alerta de sus ojos de maleante- no tenía nada que ver con ese sufrimiento de su otro yo, un sufrimiento del sistema nervioso, de mera carne y vísceras y células.

Se deslizó en el diván en que yo estaba y pidió un whisky. Se lo bebió de golpe, dejó el vaso y me miró con la cabeza ligeramente inclinada a un lado y dijo:
-¿Qué es lo que tienes?
-Una metralleta Thompson y unos treinta y cinco granos de morfina.
-La morfina puedo colocarla inmediatamente, pero la metralleta quizá me lleve algún tiempo.
Entraron dos policías de paisano, y se apoyaron en la barra hablando con el barman. Jack hizo un gesto cor la cabeza en su dirección.
-La pasma. Vamos a dar un paseo-dijo.
Le seguí fuera del bar. Se deslizó a través de la puerta con disimulo.
-Voy a llevarte a ver a alguien que querrá la morfina -dijo-. Debes olvidar su dirección.
Bajamos al andén inferior del metro. La voz de Jack, dirigiéndose a su invisible auditorio, seguía y seguía. Tenía la habilidad de lanzar su voz directamente a la conciencia del otro. Ningún ruido exterior la apagaba.
-...sólo tienen que darme un treinta y ocho. Con acariciar el percutor basta. Soy capaz de tumbar a cualquiera a doscientos metros. Da igual lo que pienses. Mi hermano tiene dos ametralladoras del calibre 30 escondidas en Iowa... -iba diciendo.
Salimos del metro y empezamos a caminar por aceras cubiertas de nieve.
-...el tío me debía dinero desde hacía tiempo. Sabía que lo tenía pero que no quería pagarme, así que le esperé a la salida del trabajo. Yo sólo tenía un puñado de monedas. Nadie puede acusarte de nada por llevar dinero de curso legal. Me dijo que estaba sin blanca. Le rompí la mandíbula y le quité el dinero que me debía. Dos de sus amigos estaban delante, pero se mantuvieron aparte. Les había amenazado con una navaja... -continuaba en su interminable perorata.
Subíamos las escaleras de una casa. Los escalones eran de metal negro muy gastado. Nos paramos ante una pequeña puerta metálica, y Jack golpeó la puerta de un modo especial, inclinando la cabeza hacia el suelo como un ladrón de cajas fuertes. La puerta fue abierta por un marica de media edad, alto, blando, con tatuajes en los brazos e incluso en las manos.
-Este es Joey -dijo Jack.
Y Joey dijo:
-Hola.
Jack se sacó del bolsillo un billete de cinco dólares y se lo dio a Joey.
-Tráenos un litro de Schenley, ¿quieres, Joey?
Joey se puso un abrigo y salió. En muchos apartamentos la puerta da directamente a la cocina. Eso pasaba en este apartamento y por tanto estábamos en la cocina. Cuando Joey salió vi que había otro hombre allí que me estaba mirando. Ondas de hostilidad y desconfianza salían de sus grandes ojos castaños como una especie de emisión televisada. El efecto casi era como un impacto físico. El hombre era bajo y muy delgado; su cuello se perdía entre el jersey. Su tez iba del marrón al amarillo, y se había aplicado maquillaje en un vano intento de disimular una erupción de la piel. La boca se le estiraba por los lados con una mueca de aburrimiento petulante.
-¿Quién es ése? -dijo.
Su nombre, como supe más tarde, era Herman.
-Es amigo mío. Tiene algo de morfina y quiere deshacerse de ella.
Hermán encogió y estiró los brazos y dijo:
-Me parece que no tengo muchas ganas de molestarme.
-Bien -dijo Jack-, se la venderemos a otro. Vamos, Bill.
Nos fuimos a la habitación delantera. Había una radio pequeña, un Buda de porcelana con una vela encendida delante, algunos otros trastos. Un hombre estaba tumbado en una cama. Cuando entramos en la habitación se sentó y dijo hola y sonrió de modo agradable, mostrando unos dientes amarillos. Su voz era del sur, con un ligero acento del este de Texas. Jack dijo:
-Roy, éste es un amigo mío. Tiene algo de morfina y quiere venderla.
El hombre se sentó más derecho y bajó las piernas de la cama. Su mandíbula pendía sin fuerza, dando a la cara una expresión vacía. La piel de la cara era blanda y oscura. Los pómulos eran altos y parecía un oriental. Las orejas formaban ángulo con un cráneo asimétrico. Los ojos eran castaños y tenían un brillo especial, como si hubiera un punto de luz tras ellos. La luz de la habitación centelleaba sobre los puntos de luz de sus ojos como un ópalo.
-¿Cuánta tienes? -me preguntó.
-Setenta y cinco ampollas de medio grano.
-El precio corriente es dos dólares el grano -dijo-, pero las ampollas valen un poco menos. La gente quiere tabletas. Las ampollas tienen mucha agua y hay que abrirlas y calentar el líquido.
Se calló y la cara se le puso blanca.
-Puedo pagarte a uno cincuenta el grano -dijo finalmente.
-Supongo que estará bien -dije.
Me preguntó cómo podíamos estar en contacto y le di mi número de teléfono. Joey volvió con el whisky y todos bebimos. Herman señaló con la cabeza hacia la cocina y dijo a Jack:
-¿Puedo hablar contigo un momento?
Les oí discutir sobre algo. Después Jack volvió y Herman siguió en la cocina. Todos bebimos unos tragos y Jack empezó a contarnos una historia.
-...mi socio limpiaba el cuarto. El tipo estaba dormido y yo le vigilaba pegado a él con un trozo de cañería de baño. La cañería tenía un grifo al final. De pronto, el tío se despierta y salta de la cama y echa a correr. Le di un gran golpe con el grifo y el tipo siguió corriendo hasta la otra habitación, arrojando sangre por la cabeza a tres metros de distancia con cada latido del corazón -en este punto Jack hizo un movimiento de bombeo con la mano, señalando la fuerza y la dirección de la sange-, se le veían los sesos y la sangre que le caía de ellos.
Jack se echó a reír de modo incontrolable.
- Mi chica estaba esperándome en el coche. Me llamaba, ¡ ja, ja, ja!, me llamaba, ¡ja, ja, ja!, "asesino a sangre fría".
Se rió hasta que la cara se le puso morada.
Unas noches después de mi entrevista con Roy y Herman, utilicé una de las ampollas, lo que constituyó mi primera experiencia con drogas. Las ampollas que yo tenía eran de un tipo especial: parecían un tubo de pasta de dientes con una aguja al final. Pinchando con un alfiler a través de la aguja se abría el conducto y la ampolla quedaba lista para pinchar. La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después se extiende una gran relajación que despega los músculos de los huesos y parece que uno flota sin límites, como si estuviera tendido sobre agua salada caliente. Cuando esta relajación se extendió por mis tejidos, experimenté un fuerte sentimiento de miedo. Tenía la sensación de que una imagen horrible estaba allí, más allá de mi campo de visión, moviéndose en cuanto volvía la cabeza de modo que nunca podía verla. Sentí náuseas; me tumbé y cerré los ojos. Pasaron una serie de imágenes, como si estuviera viendo una película: un enorme bar con luces de neón que se hacía más y más grande hasta que calles y tráfico quedaron incluidos en él; una camarera traía una calavera en una bandeja; estrellas en el cielo claro. El impacto físico del miedo a la muerte; el corte de la respiración; la detención de la sangre... Me adormilé y desperté con un principio de miedo. A la mañana siguiente vomité y me sentí mal hasta el mediodía. Roy me llamó aquella noche.
-Con respecto a lo que estuvimos hablando la otra noche -me dijo-, puedo darte cuatro dólares por caja y llevarme cinco cajas ahora mismo. ¿Estás ocupado? Me acercaré hasta tu casa. Llegaremos a un acuerdo, ya verás.
Pocos minutos después llamaba a la puerta. Llevaba una chaqueta a cuadros y una camisa color café. Miró a su alrededor y dijo:
-Si no te molesta, me pondré una.
Abrí la caja. Cogió una ampolla y se la inyectó en la pierna. Se bajó los pantalones y sacó veinte dólares del bolsillo. Puse cinco cajas sobre la mesa de la cocina.
-Creo que sacaré las ampollas de las cajas -dijo-. Ocupan demasiado.
Se metió las ampollas en los bolsillos de la chaqueta. Luego dijo:
-No creo que se rompan. Oye, te volveré a llamar mañana o algo así, cuando haya colocado éstas y tenga dinero para más.
Se puso el sombrero y dijo:
-Hasta la vista.
Al día siguiente volvió. Se pinchó otra ampolla y sacó veinte dólares. Le di diez cajas y me quedé con dos.
-Estas son para mí -le dije.
Me miró sorprendido:
-¿También tú te picas?
-De vez en cuando.
-Es mal asunto -dijo moviendo la cabeza-. Es lo peor que puede sucederle a un hombre. Todos creemos al principio que podremos controlarlo. Luego ya dejamos de querer controlarlo -sonrió-. Te compraré todo lo que consigas a este precio.
Al día siguiente volvió. Preguntó si no había cambiado de idea y quería venderle las dos cajas. Le dije que no. Me compró dos ampollas a dólar cada una, y se las pinchó. Luego se marchó diciéndome que estaría de viaje un par de meses."

3.-
Una cabaña de dos ambientes en Lawrence, Kansas.
“La gracia me llegó en forma de gato”, anotó William Burroughs en sus diarios finales; especialmente en forma de Riski, su gato preferido. El ídolo de los beatniks quería bastante menos a los seres humanos que a los gatos, pensaba que el amor “es mayormente un fraude, una mescolanza de sexo y sentimentalismo que ha sido sistemáticamente vulgarizada y degradada por el virus del poder”. Estos diarios no son el canto del cisne de un gran heterodoxo: más bien dan testimonio de las imposiciones de la vejez, como “Qué es el mundo”, el poema que Beckett escribiera un año antes de morir. El título de los diarios, publicados en el 2000, es sin duda adecuado: “Last words”. Hace además referencia a la fascinación del autor de "El almuerzo desnudo" por el delirio terminal del gangster Dutch Schultz –rigurosamente transcripto por un taquígrafo de la policía– que lo llevó a crear un guión cinematográfico sobre el tema. Felinos aparte, en estas páginas abundan otras entidades no humanas, demonios, extraterrestres que él no ve y espíritus de diversa especie que sí ve.
“Una vez pregunté en un sueño a un espíritu maligno italiano ‘¿quién eres?’ Y él se reía y se reía, y siguió riéndose en una laguna oscura de mármol contra un decorado italiano y era deliciosamente maligno”, apunta quien escribiera el libro Yonqui, ese cuasi tratado sobre la drogadicción. Burroughs había regresado a la ingesta de drogas a los 63 de edad, luego de 18 años de abstinencia. James Grauerhotlz, editor y prologuista de los diarios, describe la vida cotidiana de Burroughs entonces y hasta su muerte en 1997. Habitaba una cabaña de dos ambientes en Lawrence, Kansas, con rosales en el porche y una etiqueta en la puerta que informaba de la presencia de gatos en el interior que debían ser salvados en caso de emergencia. Comenzaba la mañana con una inyección de metadona y un desayuno suculento. Después de mediodía practicaba tiro al blanco con pistola y cuchillo. El tiempo de los tragos llegaba a las 15.30 en punto y solía trabajar en sus diarios hasta la cena con amigos. Se acostaba a las 9 de la noche, no sin antes hacer una ronda alrededor de la cabaña pistola al cinto.

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