‘Impunilandia’
El Universal
Nuestro país nunca ha vivido en un genuino estado de derecho aunque haya existido el derecho del Estado. El aparato jurídico fue edificado, desde la Colonia, para legitimar los actos de autoridad y establecer un orden segmentado entre los componentes de la sociedad. A pesar de que, como decía Torres Bodet, muchas de nuestras leyes han sido escritas con sangre libertaria, la pirámide del poder ha impedido que sirvan a la defensa de los ciudadanos.
Nuestros regímenes políticos han dispuesto de un variado instrumental jurídico para el ejercicio de la autoridad y lo han modificado a su guisa para incrementarlo. Ello ha facilita-do que, desde sus orígenes patrimonialistas, el poder público se haya asentado en una corrupción tolerada y regulada desde la cúspide, como reparto de botín, premio a los servicios o arma de disuasión.
Los monarcas españoles controlaban el desempeño de sus virreyes a través de visitadores, oidores y juicios de residencia, y éstos a su vez mantenían las riendas del poder premiando, castigando y consintiendo a discreción. La legalidad era sólo la forma ripiosa que encubría todo género de licencias, desde el soborno hasta la venta de los puestos y de los actos de autoridad.
De manera semejante procedieron los endebles gobiernos republicanos —sólo así se entiende la prédica moral de Juárez—, tanto como la administración porfiriana, los caudillos revolucionarios y los gobernantes institucionales.
La corrupción nos ha acompañado a través del tiempo hasta volverse signo ontológico de nuestra organización política. Otra forma de conocer nuestro pasado sería escudriñar las formas en que ésta se ha manifestado y la incansable imaginación con que se ha multiplicado.
La crisis económica y el arribo de los neoliberales al poder representaron un salto cualitativo en la ilegalidad sistémica. La fuga de capitales —“ya nos saquearon, no nos volverán a saquear”— y luego el uso de información privilegiada en materia financiera, cambiaria y bursátil; las privatizaciones arbitrarias, las desregulaciones selectivas, la asociación de los gobernantes con el narcotráfico y los descarados conflictos de interés. Fobaproa es la inmensa cereza sobre un pastel de abusos y porquerías.
Carlos Salinas fue el Copérnico de la corrupción. Nos colocó en otro horizonte: el de la sumisión del Estado a los poderes fácticos y transnacionales. En el trasfondo de esta metamorfosis está el fraude electoral de 1988. La cínica violación del sufragio público, la ausencia de legitimidad del gobierno y la búsqueda de asideros externos para el ejercicio de la autoridad.
En la transición democrática estaba la clave de la salud pública. Hacia allá se dirigió la lucha de la sociedad y el sacrificio de los militantes. Por ello es de lesa patria la traición de Fox. La impunidad de que goza tras sus incontables fechorías y de haber contrariado la soberanía popular erosiona los fundamentos de la República.
Es alto el costo de un gobierno ilegítimo, que no tiene siquiera la voluntad de enmendar y que intenta obstruir la salida institucional de una genuina reforma del Estado. Calderón es la réplica de Salinas, más el añadido de la complicidad indisoluble con el gobierno anterior, del cual es en rigor su prolongación delictiva.
La tragicomedia escenificada por las aventuras de Zhenli Ye Gon es muestra palmaria de la conurbación entre las brutales ilegalidades cometidas por Fox durante el proceso electoral y el ejercicio espurio del Poder Ejecutivo. Para preservar la continuidad institucional del país sería indispensable restaurar la legalidad, cortando de tajo la colusión entre los delitos y los del presente.
El personaje —a quien llamaremos El Chale conforme a la definición del diccionario, a efecto de no suscitar antiguas xenofobias— está envuelto en hechos y ha formulado declaraciones que involucran responsabilidades en el más alto nivel del gobierno. Delitos ordenados o consentidos por el presidente anterior, así como aprovechados y encubiertos por el actual. Una investigación a fondo se vuelve indispensable.
He pedido la formación de una fiscalía especial para Fox. La cuantía y entidad de sus agravios la ameritan. Pero qué hacer con quien habita Los Pinos. La Constitución señala, en su artículo 108 relativo al juicio político, que “el Presidente de la República, durante el tiempo de su encargo, sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común”. ¿No podrían acaso configurarse esas faltas?
Dice también, en el artículo 109, “cualquier ciudadano, bajo su más estricta responsabilidad, y mediante la presentación de elementos de prueba, podrá formular denuncia”. ¿No hay de sobra probanzas sobre la defraudación electoral? ¿No podría crecer una enorme Fuenteovejuna que rescatara la dignidad ciudadana?
El desenlace del Watergate con la suspensión del mandato de Nixon en Estados Unidos y el final de los escándalos de Collor de Melo en Brasil fueron sin duda saludables para sus respectivos pueblos. En México es imprescindible una ruptura radical con el pasado. Impunilandia no puede continuar, porque no prevalecería la nación.
bitarep@gmail.com
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