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sábado, julio 28, 2007

El cetro y el pincel

Ilán Semo

El cetro y el pincel

Lo que asombra en el reconocimiento del establishment político actual a la obra y la memoria de Frida Kahlo no son las proporciones -una megaexposición en Bellas Artes, inaugurada por el jefe del Poder Ejecutivo, horas y horas de programas y discusiones televisadas, el replay meticuloso de cada una de las versiones cinematográficas de su vida, su imagen como habitante de la ciudad, una cruzada periodística que la resemantiza a ocho columnas-. Finalmente, Frida, que ya es un icono multiversal del siglo XX, produce el efecto de un rey o una reina Midas: todo lo que toca, resplandece. En rigor, impresiona que los más recientes promotores de la fridomanía en México (léase: el gobierno que la festeja) provengan de una franja política y moral de la vida pública que no sólo ha visto con recelo las razones que propician la emergencia de ese símbolo (ahora inescrutable), sino que -hasta donde la memoria nos asiste- las han impugnado (y hasta abominado) con toda franqueza. Y si la celebración oficial es meritoria -y, valga el pleonasmo, se celebra-, como meritorio puede ser cualquier intento de resarcir en el orden público el pluralismo (frecuentemente invisible), que es inherente a toda condición cultural, la pregunta se vuelve funcional: ¿cómo explicar la adhesión súbita de una administración panista a un arquetipo femenino que, para decirlo sin ambages, (le) ha sido tan elusiva? O en palabras más llanas: ¿qué hace el PAN vindicando a Frida Kahlo? Porque si alguien representa la antítesis, digamos, anticipada de aquello que la mentalidad conservadora espera -no sólo en los años 40 y 50, sino hoy, a principios del siglo XXI- de lo que significa ser mujer, ser ciudadana y ser una artista, es probablemente Frida Kahlo.

Hay tres maneras, por lo menos, en las que Frida expresa y construye arquetipos de lo femenino (en un despliegue que resulta todo menos "feminista") que erosionan gradual pero consistentemente esa imagen de la mujer, cuyos orígenes se remontan a la condición victoriana, y que sobrevive sin fatigarse en la primera mitad el siglo XX.

Los oficios de la vocación. Ser mujer en la década de los 30 implica esencialmente oficiar y vindicar los atributos del cerco de la domesticidad (madre, esposa, heterosexual, "transmisora de valores", etcétera). Frida, a la que esta "tarea" le resulta prácticamente inalcanzable, se mueve en la tensión que expresa quien ha vuelto la mirada hacia otra tentación: la obra artística como el leitmotiv de una vida. Una obra dedicada a recorrer el subsuelo de lo inefable en esta tensión.

La condición de ciudadanía. En un México que no sólo niega el voto a la mujer, sino que descarta y desprecia la posibilidad misma de que se convierta en una agente de lo público, la pintora convoca, milita, propone, protesta, se manifiesta, en fin, deviene más que una voz una imagen que se hace visible no sólo porque refuta los andamiajes de una cultura del recato, sino porque refuta la condición de esa veda ciudadana que pende sobre los estereotipos femeninos.

El señuelo erótico. La sexualidad de Frida desborda el sistema de referencias que predomina en el imaginario nacional y revolucionario de las décadas de los 30 y los 40, donde ha vuelto al puritanismo como retórica y como instrumento de normalización. En esa mirada ya codificada se establece un correlato relativamente definido entre la legitimidad femenina y el principio de placer. Aunque en la práctica suceden "muchas cosas", en el orden de las representaciones sexualidad y placer se van separando en un abismo que parece infranqueable. Frida inventa una manera explosiva de evadirlo.

El encanto que puede ejercer esta auténtica labor de deconstrucción de la condición victoriana, incluso de la posvictoriana, sobre la mentalidad conservadora, sería un misterio si Frida no hubiese emergido, a través de ella, como una "celebridad". Dice Gombrich que "no hay poder que resista la tentación de la legitimidad que disponen los consensos del arte". Tal vez sea cierto. O tal vez la explicación sea más sencilla, y en una época en que se cierran las puertas a la izquierda política, se abren las ventanas al pluralismo cultural. Una operación, por cierto, que distinguió al Estado cultural mexicano del siglo XX, y que hablaría de cambios sensibles (y encomiables) frente a esa visión del poder que lo circunscribe a una isla de autolegidos. Se podría también partir de la vieja y casi fantástica máxima romántica, divulgada por Schelling, que sostenía que el poder cede finalmente frente al arte, así sea la más iconoclasta de las artes, que por su carácter contingente, no tiene otro remedio más que asirse a lo que perdura. Pero esta sería una explicación onírica.

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