A un año del 2 de julio
Jornada Jalisco
Se cumplió ayer un año de las elecciones que dieron por resultado que el Partido Acción Nacional (PAN) repitiera en la Presidencia de la República con su entonces candidato, Felipe Calderón. Para recordar esta fecha, el también ex candidato por parte de la coalición Por el Bien de Todos, Primero los Pobres, conformada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), del Trabajo (PT) y Convergencia (PC), Andrés Manuel López Obrador (AMLO), volvió a convocar a una gran movilización en el Zócalo de la ciudad de México y ha habido, además, diversas expresiones de rechazo al desenlace de esos comicios en diferentes partes del país. El PAN, asimismo, ha querido conmemorar la fecha, para no quedarse atrás en términos mediáticos y de la lucha por la percepción social de la realidad, y realizó un acto formal con un discurso legitimador de su “triunfo”.
Para unos, los que conformaron la coalición Por el Bien de Todos, se trató de un proceso electoral descaradamente fraudulento. Para otros, los ganadores, simplemente significó el resultado de una contienda democrática que los llevó al poder ratificando la voluntad popular de mantenerlos en la Presidencia. Lo cierto es que para una gran mayoría, si bien no hubo un fraude de Estado en julio de 2006, como lo hubo en 1988, sí existe el sentimiento social creciente de que las elecciones del año pasado se dieron en condiciones de iniquidad, de una impune campaña negativa orquestada desde la Presidencia de la República y alentada por grupos económicos y políticos muy poderosos, de manera destacada cobijada por los dueños de los más importantes medios de comunicación, así como acompañada de operativos de compra y coacción del voto en varias partes del país, principalmente donde la izquierda partidaria no tuvo capacidad para cuidar debidamente las casillas. la Ley Televisa, aprobada de manera atropellada en plenas campañas –después evidenciada en su ilegalidad y alevosía por la Suprema Corte de Justicia de la Nación–, fue uno de los pagos que se hizo a esos aliados importantes en esa estrategia vergonzante.
Al respecto, López Obrador afirmó, en su discurso en el Zócalo, que el fraude se constata en “los propios documentos oficiales y, por si fuera poco, los principales responsables del fraude han confesado con cinismo su fechoría. Ahí está ese traidor a la democracia, Vicente Fox, que se queja de que no pudo destituirme con el desafuero, pero que creyó desquitarse el 2 de julio; o Manuel Espino, presidente del PAN, que sostuvo que una semana antes del día de la jornada electoral llegaron a un acuerdo con ocho gobernadores del PRI para que les ayudaran a inclinar la balanza en favor del candidato de la derecha. A esto habría que agregar el descaro de la cacica sindical Elba Esther Gordillo y de muchos otros miembros de la mafia política, también integrada por banqueros, representantes empresariales y periodistas deshonestos. Todos ellos se han ufanado del fraude que cometieron con tal de evitar el cambio verdadero en el país…Hemos resistido y creceremos. En contraste, nuestros adversarios no podrían sostenerse sin los medios de comunicación”.
Es por eso que la llamada de atención más preocupante del balance que se haga de los comicios presidenciales de 2006 es, sin duda, desde una posición comprometida con un auténtico sistema democrático, la determinación de una plutocracia para evitar que alguien considerado, desde su punto de vista, como “peligroso” pueda llegar, por vías electorales, al máximo cargo de una nación, utilizando, para ello, todos los recursos legales e ilegales a su alcance sin sanción.
Este hecho tiene que ver, además, con una lucha ideológica y cultural, que están perdiendo los sectores progresistas –socialistas, liberales, humanistas, auténticos– frente a la imposición de principios y valores conservadores y neoliberales, apoyados por el papel que juegan hoy los medios de comunicación, proclives a esas ideas, ante la sociedad, ya que más que informarle, desvían la atención de los problemas torales, los matizan de acuerdo con sus intereses y la saturan de datos banales; o sea, la desinforman. Existen excepciones –opciones informativas alternativas a las dominantes–, pero son acosadas y asfixiadas para eliminarlas, boicoteando su acceso a publicidad, por ejemplo, como lo acaba de denunciar José Gutiérrez Vivó al anunciar el cierre de su programa radiofónico Monitor.
Es inquietante, porque nadie vota para que esos llamados “poderes fácticos” puedan representarnos, hablar en nuestro nombre, erigirse en nuestra voz y, peor, dirigir nuestras vidas. Si algo está claro, es que son fuerzas que se mueven soterradamente y son profundamente antidemocráticos porque su concepto de democracia incluye sólo a los sectores “bien”, lo que consideran como “políticamente correcto”, a la “oposición leal” y la crítica “light”. Lo demás no existe o existe como algo marginal, como “lo malo”, lo subversivo y desadaptado; lo que hay que exterminar. Usted puede hablar con un prócer representante de esta visión de la realidad sobre lo ocurrido en la elección del año pasado y esbozar, condescendientemente, un leve asentimiento que dé un poquito de razón a los seguidores de López Obrador sobre la torpe intromisión de Fox en el proceso o la desconfianza que generó el IFE con su actuación tendenciosa, y entonces le recetará, de entrada, tres improperios; le dirá que López Obrador es un loco, que los que votaron por él están arrepentidos y terminará etiquetándolo como uno de los desquiciados que lo siguen. Para ellos todo estuvo y todo está bien; sólo la hacen de “tos” los perredistas, porque son “contreras” por naturaleza. Son “hijos de las tinieblas”, condenaría. No hay razones, sólo calificativos.
Por eso el proyecto que se quiere construir para “la transformación del país”, como dice AMLO, no puede hacerse sólo desde el discurso de la denuncia y la construcción voluntarista de organización, como si fuera un club sin fines claros.
Desde la izquierda partidaria ha faltado una autocrítica que también dé cuenta de los errores cometidos en la estrategia seguida a lo largo del proceso electoral con el fin de cerrar el círculo de un episodio del que todos, los actores políticos y la sociedad, tenemos que aprender, si realmente queremos consolidar un verdadero sistema democrático, incluso que vaya más allá de lo electoral. En el nuevo libro de López Obrador existen testimonios interesantes que enriquecen el análisis de lo que pasó y fortalecen la justificación de la resistencia, pero no hay una revisión interna que permita caminar hacia adelante entendiendo la nueva etapa.
A pesar de todo, a López Obrador hay que reconocerle que la indignación y la protesta popular se canalizó por vías pacificas, muchas veces cuestionadas, pero que no generaron violencia y hay que reconocerle que está apostando a la construcción de un movimiento social, desde abajo, que permita fortalecer la presencia de una opción política que nutra y aire a la izquierda electorera.
Sin embargo, falta construir un discurso que no sólo se oponga al gobierno formal sino que permita conocer a dónde se quiere llegar y que se propone empezando hoy, por ejemplo, con la alternativa en materia fiscal, que es lo que ahora tendrán que enfrentar los senadores, diputados y gobiernos perredistas y no pueden quedarse en una simple negativa sin costo político, sin perder presencia e influencia política. Se esperaba que del discurso de AMLO emanaran las líneas para la propuesta fiscal de la oposición –o si se quiere, de su “gobierno legítimo”–, empero, sólo salió un no que no convence ni a sus correligionarios.
López Obrador pidió a los senadores y diputados perredistas “que por ningún motivo aprueben la llamada reforma fiscal. Cero, cero negociación con quienes sostienen una política contraria al pueblo y entregan la soberanía nacional al extranjero… no podemos secundar, no podemos ser una izquierda legitimadora”.
Esa posición, de entrada, genera conflictos y resistencia entre quienes tienen que aprobar dicha reforma y, de alguna forma, a quienes beneficia, en parte, porque recibirán más recursos. Ya hay voces dentro del propio PRD, sobre todo gobernadores, que se oponen a seguir “la línea” y, más bien, se disponen a realizar un planteamiento alterno a la propuesta gubernamental. A simple vista, un punto a favor de la iniciativa del Ejecutivo es que permitirá allegarle más recursos a los estados y eso hará mella a una posición del todo o nada.
Asimismo, es ya positivo que no se insista en el Impuesto al Valor Agregado (IVA) en alimentos y medicinas y sí, en cambio, más gravamen al consumo de tabaco y bebidas, más concretamente a las alcohólicas –habría que saber qué hacer con los refrescos, que son hoy una parte importante de la dieta de muchos mexicanos pobres-. Es cierto que la propuesta oficial está pensada, básicamente, para recabar más, ampliar la base fiscal y evitar evasiones controlando, vía bancos, los flujos de efectivo –cosa que habría que conocer mejor en sus implicaciones para los pequeños y medianos empresarios-, pero carece, de estímulos a la inversión productiva y de gravámenes a las diferentes formas de especulación financiera, que es uno de los principales defectos de las políticas neoliberales –no tocan al capital bursátil ni a las grandes utilidades que se obtienen en paraísos fiscales y violentando disposiciones laborales y ecológicas, que no sólo depredan recursos sino que vuelven a los empleos precarios y a los salarios más indignos–. Una propuesta integral y progresista debiera incluir la autonomía de Pemex con el fin de permitirle su modernización por la vía de la descarga impositiva y enfocarse, en cambio, en los más que tienen para que paguen más, acabando con el mito de que desestimula la llegada de capitales y premiando a quienes generen empleo, paguen mejor, no contaminen y estimulen la investigación científica, en especial en actividades estratégicas, como la tecnología de punta, la industria y el campo.
Cierto, no se trata de legitimar políticas contrarias al interés popular, pero tampoco de ser como la derecha a la que se critica: intolerantes y excluyentes. Una izquierda moderna debate, propone y ve para adelante; resiste y se moviliza sí, pero forjando su proyecto, sus iniciativas, en la confrontación de ideas y propuestas. Eso es lo que falta.
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martes, julio 03, 2007
martes, junio 12, 2007
Opinión - Manuel Garcia Urrutia
Ley Televisa, la desvergüenza del Ejecutivo y Legislativo
La Jornada Jalisco
La travesía de la llamada ley Televisa hasta su desenlace en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) es realmente un recuento de vergüenzas y subordinaciones al poder real de los oligopolios que controlan los medios de comunicación y, finalmente, de la pequeña luz que hace que no se termine de perder toda la fe en las instituciones, explicando, en parte, por qué este país no se ha caído aún en pedazos –aunque poco le hace falta.
Hace más de un año, en diciembre de 2005, cuando de manera sorprendente apareció una iniciativa de ley sobre medios diferente a la que existía “congelada” en el Senado –presentada desde 2002–, la Cámara de Diputados aprobaba por unanimidad y al vapor leyes federales de Radio y Televisión y Telecomunicaciones. Lo grave fue la opacidad y la rapidez inusitada con que esa ley se cabildeó, así como la falta de consulta y análisis de su contenido. Para la historia negra de la izquierda partidaria quedarán las penosas disculpas de Pablo Gómez, coordinador de la fracción de diputados del Partido de la Revolución Democrática (PRD), que reconoció que jamás leyó la ley y aun así votó, junto con su bancada, a favor de ella, aceptando de manera implícita que la negociación se dio por fuera de los espacios institucionales.
Eran tiempos electorales y nadie quería confrontar los intereses de Televisa y Televisión Azteca –en aquel entonces, se decía tras bambalinas que los tres principales candidatos a la Presidencia también fueron comparsas y habían dado su anuencia a los cambios legales que se proponían, a fin de evitar desavenencias con los poderosos dueños de los medios de comunicación, dominantes en el espectro nacional–. Vicente Fox y su gobierno, asimismo, empujaron con todo esa contrarreforma y cuando llegó a la Cámara Alta quisieron volver a aplicar la táctica del fast track, pero principalmente tres senadores se opusieron y desenmascararon la maniobra y pretensiones que estaban atrás de esa aparente ley “modernizadora” y, como todas las que hoy promueve y defiende el gobierno como “estructurales”, (disque) promotora de inversiones, empleos y progreso.
Gracias a Javier Corral, del Partido Acción Nacional (PAN); a Manuel Bartlett y Dulce María Sauri, del Revolucionario Institucional (PRI), que fueron quienes denunciaron la trampa y quienes tuvieron (y tienen) que soportar la andanada de ataques de los principales “líderes de opinión”, de los sicarios de los dueños de los medios, fue que la sociedad pudo darse cuenta, a medias, de lo que se estaba fraguando: una ley a modo para asegurar sus concesiones y su poder. El pasado de esos personajes políticos salió a relucir, en especial el de los priístas que no podían presentar cartas credenciales de demócratas aunque en esta lucha tuvieran la razón de su parte. Ellos vivieron en carne propia la traición y los ataques de sus compañeros de bancada y el apoyo tardío y precario de un sector de senadores del PRD. Triste, muy triste papel el de un Poder de Estado que se dejó avasallar por intereses económicos poderosos y, como en los peores tiempos del priísmo más servil, se dejó llevar por la consigna, los argumentos viles y prepotentes para así hacer valer la mayoría mecánica, la “democracia” pueril –sin transparencia y sin capacidad de análisis–. No obstante, esos senadores fueron capaces de liderar y reunir las firmas necesarias entre sus colegas para promover el juicio de inconstitucionalidad de la ley Televisa ante la SCJN. Pequeño acto de dignidad parlamentaria.
El otro poder, el Ejecutivo, estuvo seis años coqueteando y haciéndoles favores a los dueños de los medios, a los otrora “soldados del PRI” –hoy, en los tiempos modernos, tal parece que el gobierno panista prefirió ser su subordinado–, así que no cayó de sorpresa su conducta –habría que recordar que Fox, desde el inicio de su sexenio, fue generoso con ellos en materia de concesiones y de exenciones fiscales–. Desde esa lógica, era imposible que fuera el propio Ejecutivo, mediante la Procuraduría General de la República (PGR), como abogado de la nación, que pudiera promover algún juicio contra la ilegalidad de la ley aprobada, en marzo de 2006, por el Senado, a pesar de las flagrantes violaciones constitucionales. El Ejecutivo era un aliado incondicional, un cómplice, de Televisa y TV Azteca.
Ahora con Felipe Calderón, se ha deslizado, después del fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que el Presidente de la República habría dado su anuencia a la sentencia de los magistrados, lo que insinuaría una peligrosa dependencia del único Poder (el Judicial) que, en este caso, ha rescatado la credibilidad en las instituciones del Estado y, peor, indicaría que el Ejecutivo cabildeó con del duopolio televisivo y que buscaría la manera de resarcir la ilegalidad con que se aprobó la llamada ley Televisa. Preocupa que si no hay actores sociales y políticos independientes, si no hay transparencia, el pueblo se queda en estado de indefensión ante leyes injustas y contrarias a la Carta Magna y autoridades que pueden actuar a su arbitrio.
El año pasado escribía que la ley aprobada por el Poder Legislativo era diferente a la iniciativa presentada por el senador chihuahuense Javier Corral (en 2002), que fue consensuada y enriquecida, mediante reuniones, con diversas iniciativas ciudadanas en las que participaron especialistas, redes de medios públicos, estaciones comunitarias, universidades, pequeños y medianos propietarios, pero que fue vetada por el duopolio televisivo y la Cámara de Industriales de la Radio y la Televisión.
Entre las críticas que hacía el año pasado a la ley Televisa, era que se privilegiaba la concentración de las concesiones en favor de las grandes empresas televisivas; se fijaban reglas para que discrecionalmente los actuales propietarios extendieran sus servicios a otras áreas de la comunicación; se hacían distinciones entre las normas aplicables a los actuales propietarios de medios y las concesiones futuras que se sujetarían a subastas al mejor postor; se otorgarían facilidades a los grupos televisivos que no gozarían otros sectores de la comunicación, particularmente el radiofónico para su modernización (digitalización) y se omitían criterios de pluralidad, fundamentales en este tipo de concesiones; el Estado renunciaba a beneficios de carácter económico en las concesiones y omitía la posibilidad de hacer crecer y mejorar la red pública existente que cubre una función social destacada con muy pocos recursos; se desplazaba a las radios comunitarias condenándolas, en los hechos, a su extinción al olvidar su regulación plena y su fomento; era nula la presencia ciudadana y de sectores populares en el acceso a medios comunitarios, pero también en la vigilancia del desempeño responsable de los medios de comunicación –garantizando siempre la libre expresión–; la Comisión de Telecomunicaciones se volvía, en su integración y en sus funciones, en un títere del Ejecutivo y de los dueños de las telecomunicaciones y, finalmente, que no se procuraban reglas especiales que debían regir para sectores de la población que no tienen capacidad económica para competir (y defenderse) de los grandes grupos económicos.
Cabe citar y recordar lo anterior porque en cada uno de esos puntos la SCJN hizo apuntes para resarcir la ilegalidad de las regulaciones aprobadas con total falta de responsabilidad por el Legislativo.
Santiago Creel, uno de los protagonistas desde el gobierno de la contrarreforma, ha aceptado que hubo presiones generadas por la coyuntura política para pasarla como se aprobó. Independientemente de que otros representantes populares, que danzan de un cargo a otro por la vía plurinominal –porque serían incapaces de ganar un elección–, lo desmientan sin ninguna calidad moral para hacerlo, como Emilio Gamboa o Héctor Larios, lo cierto es que el desaseo quedó al descubierto y la fragilidad de nuestra democracia en evidencia, a pesar de contar hoy con Congresos divididos.
No basta, por eso, reconocer la pluralidad si no se cambian las prácticas y formas viciadas de hacer política, que antes veíamos como mal de un solo partido pero que hoy permean en toda la clase política. La ética y la razón son parte de cambios culturales que la modernidad, representada por la democracia liberal, le debe a la sociedad mexicana y, siendo honestos, creo que pasará tiempo para que a nuestros gobernantes les caiga el veinte o se los recuerde la beligerancia social que muestra hastío frente a la hipocresía de nuestro marco jurídico –que no se diseña de manera transparente ni se aplica de manera justa y pareja–. Luego nos quejamos de que no se respeta el estado de derecho; ahí está la Ley del ISSSTE como otro ejemplo de prepotencia legislativa. Pero síganle haciendo leyes así.
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martes, mayo 22, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
Yucatán, claroscuros de nuestra democracia
Jornada Jalisco
La elección en el estado de Yucatán es la primera que se realiza siendo Presidente de la República Felipe Calderón. La trayectoria del candidato panista, Xavier Antonio Abreu Sierra, lo hace cercano a la figura del gobernador del estado, Patricio Patrón Laviada, y del propio Calderón –de hecho, su carrera política se inició, en 1981, apoyando a Carlos Castillo Peraza cuando jugó para gobernador de su estado, y recordemos también que él fue gurú del ahora Ejecutivo federal.
Xavier Abreu, antes de ser candidato a gobernador, era el secretario de Desarrollo Social del estado, con Patrón Laviada. De hecho, su selección como candidato provocó un rompimiento con la militante emblemática del Partido Acción Nacional (PAN), Ana Rosa Payán Cervera –relacionada con El Yunque, organización de ultraderecha a la que se vincula a Manuel Espino, actual dirigente del partido–, que tuvo que jugar en esta elección, una vez que el Partido de la Revolución Democrática (PRD) reculó, como candidata de la coalición Todos Somos Yucatán, formada por el Partido del Trabajo y Convergencia.
El resultado de la elección va en sentido inverso a como dicen las encuestas que va la popularidad del Presidente. La lectura que se hace es que representa un revés para los calderonistas, dentro del PAN, frente a los yunquistas, y de su partido –y lo que representa como opción de gobierno– frente a la oposición política nacional, en particular ante la recuperación del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en la era de Beatriz Paredes. Los analistas dicen que en Yucatán no le funcionó al PAN la estrategia de la propaganda negativa por tratarse, su rival, de una mujer joven pero reconocida por su trayectoria, se trata de Ivonne Aracelly Ortega Pacheco –sobrina de un dinosaurio mayor del priísmo local y nacional, Víctor Cervera Pacheco–, que fue presidenta municipal de Dzemul, diputada local y federal y, recientemente, senadora. A los yucatecos les pareció de mal gusto los ataques panistas a su persona y el apoyo descarado del gobierno estatal en favor del candidato oficial.
Tal parece que el PRI recupera la gubernatura –al cierre del Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP), con 80% de las casillas computadas, lleva siete puntos de ventaja–, gana 10 de las 15 diputaciones de mayoría relativa en juego y casi 50 municipios –Mérida, la capital, sigue en manos del PAN– de 106 en disputa. Una recuperación contundente del PRI después de su estrepitoso fracaso en la elección federal del año pasado. Tanto Ana Rosa Payán como el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el cómico Héctor Leobardo Cholo Herrera Alvarez, en una elección polarizada, jugaron un papel tan marginal que apenas les permitirá mantener su registro –está claro que al PRD le falta mayor presencia y compromiso en muchas partes del país, si quiere convertirse en una opción seria y verdadera de izquierda, en vez de andar recogiendo desechos políticos de cualquier ideología, tal y como lo hacen otros partidos parásitos para mantenerse en el presupuesto, hacen eso o se alían en coaliciones.
La elección tiene varias lecciones. La primera es que se trataba de instrumentar una nueva ley electoral y proyectar una imagen imparcial y autónoma del organismo responsable de organizar los comicios, el Instituto de Procedimientos Electorales y Participación Ciudadana de Yucatán (Ipepac), en un contexto político complicado donde se camina, al igual que otros estados, a la concurrencia electoral con los procesos federales –el gobierno entrante va a durar cinco años y tres los diputados locales y las alcaldías; luego, ambos, sólo dos años a fin de empatar los comicios locales con los federales en 2012.
A fin de cuentas, la integración del Consejo General afectó las posibilidades de combinar experiencia con la renovación de tal manera que se facilitara la instrumentación de la nueva ley y se ganara la confianza ciudadana, sobre todo después del desprestigio del Instituto Federal Electoral (IFE) que ha contaminado –como antes lo hizo para bien– la credibilidad de los órganos electorales. El Ipepac terminará su tarea con grandes cuestionamientos sobre su desempeño –la lentitud del PREP y que no se haya terminado en su totalidad también ha influido en esa valoración; habrá que ver qué pasa en las sesiones de cómputo.
Al instituto sólo lo salva la gran participación ciudadana en las urnas, del 70%, que ya es característica relevante y común en el estado y un ejemplo nacional. Hubo en la jornada electoral, en varios municipios, actos violentos que lamentar –pedradas y algunos disparos–, protagonizados entre panistas y priístas, tal es el caso de Izamal, Valladolid, Chamkom, Ticul y Progreso. En muchos lugares el día de las votaciones es de fiesta y la gente se ubica cerca de las casillas y no se va hasta que los responsables de las mesas directivas pegan las cartulinas con los resultados.
La segunda tiene que ver con la calidad de nuestra democracia donde los partidos están encontrando maneras de darle vuelta y no respetar las disposiciones legales que ellos mismos acuerdan, a través de sus representantes en el Congreso, a fin de sacar ventajas indebidas en los procesos. En Yucatán fueron comunes las acusaciones sobre el sentido difamatorio de las campañas, el uso de recursos públicos, la intromisión de los “llamados poderes fácticos” –de manera destacada de empresarios– y la compra y coacción del voto como parte de la estrategia de los principales partidos –con la consecuente falta de acción oportuna de la autoridad electoral–. La calidad de nuestra democracia todavía deja mucho que desear y es gracias a la cultura política que antes veíamos como defecto en un solo partido, pero que hoy vemos permea a todos nuestros gobernantes sin importar su signo.
La tercera se relaciona con una práctica que no es ilegal en todos lados –sólo en la federal y en algunas legislaciones locales se le considera un delito–, pero que ya es recurrente en todas las elecciones del país: el acarreo, con almuerzo incluido. Es difícil saber y probar si el acarreo implica la compra y la coacción del voto, pero lo que sí es cierto es que todos los partidos lo practican en mayor o menor medida dependiendo de la entidad de que se trate y su estructura partidaria. Por ello habría que pensar, más que en sancionarlo, en regularlo, y pensar que si algún partido se “acomide” a llevar a votar a personas que viven lejos de donde se ubican las casillas no lo hagan condicionando el sentido del voto y respeten la voluntad –y la “libertad”– de los ciudadanos. Por lo general se trata de hombres y mujeres que ya han comprometido su voto –habría que ver en qué condiciones– en favor de un determinado candidato. Ya no se trata de los famosos “carruseles” o “ratones locos”, pero sí de una forma de garantizar que vayan a votar “electores cautivos” en vez de que se queden en casa. Las “mareas rojas” del PRI o “la ola azul” del PAN son denominaciones de tales operativos.
Lo que habría que erradicar, con mayor vigilancia ciudadana y de las autoridades, es el uso de observadores electorales en la función de promotores del voto como parte de la llamada “operación tamal”, es decir, de esa práctica de no depositar la boleta para llevarla a un lugar donde se marca y se le entrega a otro elector para que la deposite o para vigilar –incluso con copia del listado nominal que sólo debieran tener los representantes de partido y el presidente en la casilla– a quienes son ciudadanos “afines” –los que prometieron votar por el candidato– y acuden a hacerlo, y pasan lista de presentes, a fin de “pagarles” el favor posteriormente. La única manera de combatir esas prácticas, además de la vigilancia ciudadana –hoy pervertida en la figura del observador electoral– es acabando con la pobreza y fomentando la educación cívica –tan menospreciada por los diputados, porque no la entienden, sobre todo de aquellos que creen que los organismos electorales sólo deberían funcionar cuando hay comicios.
La cuarta: en Yucatán fue la primera vez en el país que se presentan candidaturas independientes; de cuatro inscritas, una ganó la presidencia municipal de Yobaín. Ello demuestra no sólo que son una alternativa viable frente al alejamiento de los partidos de la sociedad –y de su pluralidad– sino que son posibles de regular y ser más representativos y económicos que mantener partidos parásitos y agrupaciones políticas de dirigentes vivales.
Quinta y última. Lo más destacado de la jornada, sin duda, el reconocimiento inmediato de la derrota del candidato panista y de los otros adversarios; otra evidencia más de la madurez y el talante democrático de los yucatecos, como gota de agua en un desierto, que nos dejan como muestra para los comicios de este año –que, por cierto, no pintan tersos.
Jornada Jalisco
La elección en el estado de Yucatán es la primera que se realiza siendo Presidente de la República Felipe Calderón. La trayectoria del candidato panista, Xavier Antonio Abreu Sierra, lo hace cercano a la figura del gobernador del estado, Patricio Patrón Laviada, y del propio Calderón –de hecho, su carrera política se inició, en 1981, apoyando a Carlos Castillo Peraza cuando jugó para gobernador de su estado, y recordemos también que él fue gurú del ahora Ejecutivo federal.
Xavier Abreu, antes de ser candidato a gobernador, era el secretario de Desarrollo Social del estado, con Patrón Laviada. De hecho, su selección como candidato provocó un rompimiento con la militante emblemática del Partido Acción Nacional (PAN), Ana Rosa Payán Cervera –relacionada con El Yunque, organización de ultraderecha a la que se vincula a Manuel Espino, actual dirigente del partido–, que tuvo que jugar en esta elección, una vez que el Partido de la Revolución Democrática (PRD) reculó, como candidata de la coalición Todos Somos Yucatán, formada por el Partido del Trabajo y Convergencia.
El resultado de la elección va en sentido inverso a como dicen las encuestas que va la popularidad del Presidente. La lectura que se hace es que representa un revés para los calderonistas, dentro del PAN, frente a los yunquistas, y de su partido –y lo que representa como opción de gobierno– frente a la oposición política nacional, en particular ante la recuperación del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en la era de Beatriz Paredes. Los analistas dicen que en Yucatán no le funcionó al PAN la estrategia de la propaganda negativa por tratarse, su rival, de una mujer joven pero reconocida por su trayectoria, se trata de Ivonne Aracelly Ortega Pacheco –sobrina de un dinosaurio mayor del priísmo local y nacional, Víctor Cervera Pacheco–, que fue presidenta municipal de Dzemul, diputada local y federal y, recientemente, senadora. A los yucatecos les pareció de mal gusto los ataques panistas a su persona y el apoyo descarado del gobierno estatal en favor del candidato oficial.
Tal parece que el PRI recupera la gubernatura –al cierre del Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP), con 80% de las casillas computadas, lleva siete puntos de ventaja–, gana 10 de las 15 diputaciones de mayoría relativa en juego y casi 50 municipios –Mérida, la capital, sigue en manos del PAN– de 106 en disputa. Una recuperación contundente del PRI después de su estrepitoso fracaso en la elección federal del año pasado. Tanto Ana Rosa Payán como el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el cómico Héctor Leobardo Cholo Herrera Alvarez, en una elección polarizada, jugaron un papel tan marginal que apenas les permitirá mantener su registro –está claro que al PRD le falta mayor presencia y compromiso en muchas partes del país, si quiere convertirse en una opción seria y verdadera de izquierda, en vez de andar recogiendo desechos políticos de cualquier ideología, tal y como lo hacen otros partidos parásitos para mantenerse en el presupuesto, hacen eso o se alían en coaliciones.
La elección tiene varias lecciones. La primera es que se trataba de instrumentar una nueva ley electoral y proyectar una imagen imparcial y autónoma del organismo responsable de organizar los comicios, el Instituto de Procedimientos Electorales y Participación Ciudadana de Yucatán (Ipepac), en un contexto político complicado donde se camina, al igual que otros estados, a la concurrencia electoral con los procesos federales –el gobierno entrante va a durar cinco años y tres los diputados locales y las alcaldías; luego, ambos, sólo dos años a fin de empatar los comicios locales con los federales en 2012.
A fin de cuentas, la integración del Consejo General afectó las posibilidades de combinar experiencia con la renovación de tal manera que se facilitara la instrumentación de la nueva ley y se ganara la confianza ciudadana, sobre todo después del desprestigio del Instituto Federal Electoral (IFE) que ha contaminado –como antes lo hizo para bien– la credibilidad de los órganos electorales. El Ipepac terminará su tarea con grandes cuestionamientos sobre su desempeño –la lentitud del PREP y que no se haya terminado en su totalidad también ha influido en esa valoración; habrá que ver qué pasa en las sesiones de cómputo.
Al instituto sólo lo salva la gran participación ciudadana en las urnas, del 70%, que ya es característica relevante y común en el estado y un ejemplo nacional. Hubo en la jornada electoral, en varios municipios, actos violentos que lamentar –pedradas y algunos disparos–, protagonizados entre panistas y priístas, tal es el caso de Izamal, Valladolid, Chamkom, Ticul y Progreso. En muchos lugares el día de las votaciones es de fiesta y la gente se ubica cerca de las casillas y no se va hasta que los responsables de las mesas directivas pegan las cartulinas con los resultados.
La segunda tiene que ver con la calidad de nuestra democracia donde los partidos están encontrando maneras de darle vuelta y no respetar las disposiciones legales que ellos mismos acuerdan, a través de sus representantes en el Congreso, a fin de sacar ventajas indebidas en los procesos. En Yucatán fueron comunes las acusaciones sobre el sentido difamatorio de las campañas, el uso de recursos públicos, la intromisión de los “llamados poderes fácticos” –de manera destacada de empresarios– y la compra y coacción del voto como parte de la estrategia de los principales partidos –con la consecuente falta de acción oportuna de la autoridad electoral–. La calidad de nuestra democracia todavía deja mucho que desear y es gracias a la cultura política que antes veíamos como defecto en un solo partido, pero que hoy vemos permea a todos nuestros gobernantes sin importar su signo.
La tercera se relaciona con una práctica que no es ilegal en todos lados –sólo en la federal y en algunas legislaciones locales se le considera un delito–, pero que ya es recurrente en todas las elecciones del país: el acarreo, con almuerzo incluido. Es difícil saber y probar si el acarreo implica la compra y la coacción del voto, pero lo que sí es cierto es que todos los partidos lo practican en mayor o menor medida dependiendo de la entidad de que se trate y su estructura partidaria. Por ello habría que pensar, más que en sancionarlo, en regularlo, y pensar que si algún partido se “acomide” a llevar a votar a personas que viven lejos de donde se ubican las casillas no lo hagan condicionando el sentido del voto y respeten la voluntad –y la “libertad”– de los ciudadanos. Por lo general se trata de hombres y mujeres que ya han comprometido su voto –habría que ver en qué condiciones– en favor de un determinado candidato. Ya no se trata de los famosos “carruseles” o “ratones locos”, pero sí de una forma de garantizar que vayan a votar “electores cautivos” en vez de que se queden en casa. Las “mareas rojas” del PRI o “la ola azul” del PAN son denominaciones de tales operativos.
Lo que habría que erradicar, con mayor vigilancia ciudadana y de las autoridades, es el uso de observadores electorales en la función de promotores del voto como parte de la llamada “operación tamal”, es decir, de esa práctica de no depositar la boleta para llevarla a un lugar donde se marca y se le entrega a otro elector para que la deposite o para vigilar –incluso con copia del listado nominal que sólo debieran tener los representantes de partido y el presidente en la casilla– a quienes son ciudadanos “afines” –los que prometieron votar por el candidato– y acuden a hacerlo, y pasan lista de presentes, a fin de “pagarles” el favor posteriormente. La única manera de combatir esas prácticas, además de la vigilancia ciudadana –hoy pervertida en la figura del observador electoral– es acabando con la pobreza y fomentando la educación cívica –tan menospreciada por los diputados, porque no la entienden, sobre todo de aquellos que creen que los organismos electorales sólo deberían funcionar cuando hay comicios.
La cuarta: en Yucatán fue la primera vez en el país que se presentan candidaturas independientes; de cuatro inscritas, una ganó la presidencia municipal de Yobaín. Ello demuestra no sólo que son una alternativa viable frente al alejamiento de los partidos de la sociedad –y de su pluralidad– sino que son posibles de regular y ser más representativos y económicos que mantener partidos parásitos y agrupaciones políticas de dirigentes vivales.
Quinta y última. Lo más destacado de la jornada, sin duda, el reconocimiento inmediato de la derrota del candidato panista y de los otros adversarios; otra evidencia más de la madurez y el talante democrático de los yucatecos, como gota de agua en un desierto, que nos dejan como muestra para los comicios de este año –que, por cierto, no pintan tersos.
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martes, mayo 08, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
Cruzada intolerante
El cristianismo es una gran multinacional con diferentes niveles de concientización.
Leonardo Boff
Realmente sorprende y preocupa lo que muchos políticos de derecha creen que es un Estado laico y lo que algunos ministros de culto, en especial de la jerarquía católica, entienden por no entrometerse en los asuntos políticos. La marcha “Actívate por la vida”, con la participación de funcionarios del gobierno -¡en domingo!-, y las declaraciones alocadas del cardenal Sandoval Iñiguez debieran provocar guasas y buen humor, salvo por el encono que alientan y la intolerancia que destilan.
En una sociedad moderna, plural, donde se expresan y conviven diversas formas de ver la realidad, solamente un Estado laico, sin influencia de ninguna Iglesia o religión, puede garantizar valores, prácticas y derechos democráticos. Donde sectores conservadores predominan y la Iglesia “cogobierna” -llámese islámica, budista, judía, protestante, cristiana o católica-, las conductas excluyentes, fanáticas y represivas afloran. Secularizar el Estado es un requisito fundamental para el respeto de las diferencias y la construcción de consensos a fin de alcanzar leyes que dan identidad, cohesión y normen la vida de los pueblos; es elemental para lograr su legitimación.
Si la derecha, porque gobierna, cree que puede imponer como decisión política y de manera totalitaria, sus creencias y formas de ver la vida a los demás, a lo único que estará abonando es al desgarramiento social y al linchamiento contra todos los que no piensen como ellos. Está alentando la violencia y la división.
Lo laico no se contrapone a lo religioso ni a la espiritualidad expresada en ninguna religión (o filosofía religiosa) sino a las ideas teocráticas de la política -al gobierno en nombre de Dios- y al autoritarismo de los dogmas que se intentan imponer como verdades universales a todos. Lo secular implica separar la religión del Estado –es más que ser “neutral”- a fin de que los ministros religiosos, cualquiera que sea su rango, no puedan ser parte del poder político ni tengan influencia en la generación y aplicación de las leyes. La laicidad es propia de la soberanía popular en un régimen democrático. Por ello, no admite ni justifica la imposición de las creencias aunque la mayoría de un pueblo las profese, aparentemente o no, porque éstas caen en el ámbito de lo privado y no de lo público.
Esto no impide la manifestación social de las ideas ni de las posiciones, pero sí exige el recato y el comportamiento responsable de las autoridades gubernamentales ante esas expresiones públicas, aún compartiéndolas –son los responsables de hacer, aprobar y aplicar las leyes velando por el bien común- y que el clero respete la ley, sin simulaciones. Las religiones deben someterse a normas generales que se apliquen a todas por igual y eso no sucede en nuestro régimen político –hay privilegios excesivos a la jerarquía católica por su relación con quienes gobiernan-; está claro a quién reconocen, nuestros funcionarios, como parte de los poderes fácticos, de los poderes reales.
Siendo Felipe Calderón candidato a la Presidencia de la República, en una reunión con la comunidad judía en junio del año pasado, se comprometió a que durante su gobierno no se iba a confundir religión y política. “No debe trasladarse el credo propio a la actividad del servicio público, tiene que distinguirse”, dijo. Se ve que a los funcionarios de Jalisco ese compromiso les pasó de noche o no lo entienden.
¿Por qué debe ser así, como dice Calderón?, leía un artículo, en Internet, que citaba a Mario Vargas Llosa, escritor peruano nacionalizado español, en El Lenguaje de la Pasión, con una razón poderosa: "ninguna Iglesia es democrática. Todas ellas postulan una verdad, que tiene la abrumadora coartada de la trascendencia y el padrinazgo abracadabrante de un ser divino, contra los que se estrellan y pulverizan todos los argumentos de la razón, y se negarían a sí mismas –se suicidarían- si fueran tolerantes y retráctiles y estuvieran dispuestas a aceptar los principios elementales de la vida democrática como son el pluralismo, el relativismo, la coexistencia de verdades contradictorias, las constantes concesiones recíprocas para la formación de consensos sociales. ¿Cómo sobreviviría el catolicismo si se pusiera al voto de los fieles, digamos, el dogma de la Inmaculada Concepción?". Es importante, pues, darse cuenta de que las religiones, en general, y el catolicismo en particular, históricamente, se han dejado manipular en función de las pretensiones de los poderosos, que nada tienen que ver con los intereses de Dios y del pueblo.
Esos ciudadanos “libres” que se expresaron el domingo deben respetar también la libertad de quienes no piensan como ellos –aun siendo católicos-, en especial los que son funcionarios; ellos no pueden declarar que “en Jalisco hay una abrumadora mayoría consciente de la importancia de entender y promover la vida” y, por ello, lo que es bueno para Jalisco, es bueno para México, dado que es “un estado comprometido con la vida, con la familia, con los valores de la persona humana y aquí hay un empate entre la sociedad y su gobierno, hay una visión compartida” (Guzmán Pérez-Peláez, dixit); pensando así el DF, no es parte de México. Y otro funcionario más, Gutiérrez Carranza, mostrando su idea de la función pública, dijo que si el aborto se autorizaba en Jalisco él renunciaba; con ese tamaño de intolerancia debería exigírsele desde ahora. Surrealismo puro de nuestra democracia.
Pero si esto inquieta, asusta más la cruzada de odio emprendida por el arzobispo de Guadalajara que, además de ver un “complot” del imperialismo para que no nazcan más niños en países tercermundistas y reiterar su desprecio a los homosexuales, dijo que los perredistas son más que un peligro, son “hijos de las tinieblas” a los que hay que combatir: “las guerras duran dos, tres, cuatro, cinco o 10 años… está en entredicho el destino de la patria y nuestra salvación”. Remató, por las dudas, con el dogma: “siempre se ha dicho y siempre se va a decir que un católico de convicción no puede votar por el partido o los partidos que apoyen el aborto o las uniones de homosexuales (sociedades de convivencia) porque atentan contra la ley de Dios (sic) y la vida humana”. Soy católico y aunque me excomulgue en automático, no pecaré de omisión: me da pena ajena ese cardenal y su cruzada intransigente. Apueste a que las bravatas de Sandoval no serán sancionadas por la autoridad correspondiente, en base a la ley, y va a ganar.
El cristianismo es una gran multinacional con diferentes niveles de concientización.
Leonardo Boff
Realmente sorprende y preocupa lo que muchos políticos de derecha creen que es un Estado laico y lo que algunos ministros de culto, en especial de la jerarquía católica, entienden por no entrometerse en los asuntos políticos. La marcha “Actívate por la vida”, con la participación de funcionarios del gobierno -¡en domingo!-, y las declaraciones alocadas del cardenal Sandoval Iñiguez debieran provocar guasas y buen humor, salvo por el encono que alientan y la intolerancia que destilan.
En una sociedad moderna, plural, donde se expresan y conviven diversas formas de ver la realidad, solamente un Estado laico, sin influencia de ninguna Iglesia o religión, puede garantizar valores, prácticas y derechos democráticos. Donde sectores conservadores predominan y la Iglesia “cogobierna” -llámese islámica, budista, judía, protestante, cristiana o católica-, las conductas excluyentes, fanáticas y represivas afloran. Secularizar el Estado es un requisito fundamental para el respeto de las diferencias y la construcción de consensos a fin de alcanzar leyes que dan identidad, cohesión y normen la vida de los pueblos; es elemental para lograr su legitimación.
Si la derecha, porque gobierna, cree que puede imponer como decisión política y de manera totalitaria, sus creencias y formas de ver la vida a los demás, a lo único que estará abonando es al desgarramiento social y al linchamiento contra todos los que no piensen como ellos. Está alentando la violencia y la división.
Lo laico no se contrapone a lo religioso ni a la espiritualidad expresada en ninguna religión (o filosofía religiosa) sino a las ideas teocráticas de la política -al gobierno en nombre de Dios- y al autoritarismo de los dogmas que se intentan imponer como verdades universales a todos. Lo secular implica separar la religión del Estado –es más que ser “neutral”- a fin de que los ministros religiosos, cualquiera que sea su rango, no puedan ser parte del poder político ni tengan influencia en la generación y aplicación de las leyes. La laicidad es propia de la soberanía popular en un régimen democrático. Por ello, no admite ni justifica la imposición de las creencias aunque la mayoría de un pueblo las profese, aparentemente o no, porque éstas caen en el ámbito de lo privado y no de lo público.
Esto no impide la manifestación social de las ideas ni de las posiciones, pero sí exige el recato y el comportamiento responsable de las autoridades gubernamentales ante esas expresiones públicas, aún compartiéndolas –son los responsables de hacer, aprobar y aplicar las leyes velando por el bien común- y que el clero respete la ley, sin simulaciones. Las religiones deben someterse a normas generales que se apliquen a todas por igual y eso no sucede en nuestro régimen político –hay privilegios excesivos a la jerarquía católica por su relación con quienes gobiernan-; está claro a quién reconocen, nuestros funcionarios, como parte de los poderes fácticos, de los poderes reales.
Siendo Felipe Calderón candidato a la Presidencia de la República, en una reunión con la comunidad judía en junio del año pasado, se comprometió a que durante su gobierno no se iba a confundir religión y política. “No debe trasladarse el credo propio a la actividad del servicio público, tiene que distinguirse”, dijo. Se ve que a los funcionarios de Jalisco ese compromiso les pasó de noche o no lo entienden.
¿Por qué debe ser así, como dice Calderón?, leía un artículo, en Internet, que citaba a Mario Vargas Llosa, escritor peruano nacionalizado español, en El Lenguaje de la Pasión, con una razón poderosa: "ninguna Iglesia es democrática. Todas ellas postulan una verdad, que tiene la abrumadora coartada de la trascendencia y el padrinazgo abracadabrante de un ser divino, contra los que se estrellan y pulverizan todos los argumentos de la razón, y se negarían a sí mismas –se suicidarían- si fueran tolerantes y retráctiles y estuvieran dispuestas a aceptar los principios elementales de la vida democrática como son el pluralismo, el relativismo, la coexistencia de verdades contradictorias, las constantes concesiones recíprocas para la formación de consensos sociales. ¿Cómo sobreviviría el catolicismo si se pusiera al voto de los fieles, digamos, el dogma de la Inmaculada Concepción?". Es importante, pues, darse cuenta de que las religiones, en general, y el catolicismo en particular, históricamente, se han dejado manipular en función de las pretensiones de los poderosos, que nada tienen que ver con los intereses de Dios y del pueblo.
Esos ciudadanos “libres” que se expresaron el domingo deben respetar también la libertad de quienes no piensan como ellos –aun siendo católicos-, en especial los que son funcionarios; ellos no pueden declarar que “en Jalisco hay una abrumadora mayoría consciente de la importancia de entender y promover la vida” y, por ello, lo que es bueno para Jalisco, es bueno para México, dado que es “un estado comprometido con la vida, con la familia, con los valores de la persona humana y aquí hay un empate entre la sociedad y su gobierno, hay una visión compartida” (Guzmán Pérez-Peláez, dixit); pensando así el DF, no es parte de México. Y otro funcionario más, Gutiérrez Carranza, mostrando su idea de la función pública, dijo que si el aborto se autorizaba en Jalisco él renunciaba; con ese tamaño de intolerancia debería exigírsele desde ahora. Surrealismo puro de nuestra democracia.
Pero si esto inquieta, asusta más la cruzada de odio emprendida por el arzobispo de Guadalajara que, además de ver un “complot” del imperialismo para que no nazcan más niños en países tercermundistas y reiterar su desprecio a los homosexuales, dijo que los perredistas son más que un peligro, son “hijos de las tinieblas” a los que hay que combatir: “las guerras duran dos, tres, cuatro, cinco o 10 años… está en entredicho el destino de la patria y nuestra salvación”. Remató, por las dudas, con el dogma: “siempre se ha dicho y siempre se va a decir que un católico de convicción no puede votar por el partido o los partidos que apoyen el aborto o las uniones de homosexuales (sociedades de convivencia) porque atentan contra la ley de Dios (sic) y la vida humana”. Soy católico y aunque me excomulgue en automático, no pecaré de omisión: me da pena ajena ese cardenal y su cruzada intransigente. Apueste a que las bravatas de Sandoval no serán sancionadas por la autoridad correspondiente, en base a la ley, y va a ganar.
martes, abril 17, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
Ser de izquierda
Jornada Jalisco
"Grande eres, Señor… y quiere alabarte un hombre, parte insignificante de tu creación, y un hombre que por doquier lleva consigo su mortalidad, que por doquier lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios”
San Agustín
Ser de izquierda no lo aprendí de Karl Marx, ni siquiera de un militante revolucionario consecuente como el Ché Guevara. Fue de personajes más cercanos a mi vida y a formación religiosa –católica, por cierto–, empezando por Jesucristo, pasando por mi padre –con el que tuve enormes diferencias–, un buen amigo “jornalero” y mi compañera –que antes era maoísta y hoy es budista–, hasta llegar a varios maestros y amigos jesuitas. Con ellos realmente me formé. ¿Qué hay más socialista y positivo que “amarse los unos a los otros”?
Así que no me viene el saco de aquellos que definen a las personas de izquierda como “vengativas, intolerantes e incapaces” (Semanario, número 532, órgano informativo de la Arquidiócesis de Guadalajara). Mi educación socialista ha sido basada en el pensamiento progresista, en la compasión, en la solidaridad, en la humildad, en el respeto y el amor por los demás, el compromiso con una vida digna, en la lucha por la libertad y contra la injusticia, así como por un planeta donde quepamos y lo cuidemos todos. De las personas que han impactado mi vida algo les he aprendido: su congruencia entre lo que predican y lo que hacen. Ellos no pasaron ni pasan la mayoría de su tiempo codeándose y tratando de vivir como los ricos; no quieren ser ni quedar bien con ellos; tratan a todos los seres humanos por igual, pero saben quiénes son los que más necesitan de su apostolado. Empero, conozco prelados que se la pasan con políticos y con gente adinerada como si así satisficiera su complejo de haber nacido en una cuna humilde, o se la viven, como diputados, en campaña para conseguir recursos –así se justifican– que acrecienten sus bienes personales y, de paso, las obras materiales que proyectan a nombre de su Iglesia –o sea, de la estructura, no de su grey. Ellos ya se olvidaron del pueblo; sólo lo citan y lo recitan como buenos políticos que son.
Hace un buen tiempo que me preguntaba qué es ser de izquierda en estos tiempos y ciertamente pasa por aceptar la pluralidad social y porque ya no puede esperarse la dictadura del proletariado, pero tampoco puede desecharse la protesta ante la injusticia y ver, en momentos, a la religión como “el opio del pueblo”, más cuando algunos se escudan en un disfraz para usarlo con tanta impunidad e inconsecuencia; cuando se utiliza para justificar y acallar atropellos, injusticias y desigualdad, violaciones a derechos humanos –especialmente de niños– y se justifican muertes para salvar a la “cultura occidental”, pero eso sí, se defiende la vida –en abstracto y “desde la concepción”(¿?)– con tal fervor digno del renacimiento de las Cruzadas y la Santa Inquisición.
Está claro, está la derecha política en el poder y, cada vez, más se engalla –a la imagen del Partido Popular de España, pero ni siquiera con el mismo simulador talante democrático– apoyándose en un discurso sobre valores éticos y morales, que le recetan a la opinión pública –envestido de sotana y buenos funcionarios cristianos que no resisten una prueba de honestidad y congruencia–, y en el clero más conservador a fin de ganar una legitimidad de la que carece su proyecto para las mayorías pobres de este país. Por eso esa Iglesia –la estructura– no tiene para los marginados más que la resignación y el temor de Dios. Es a ella, a esa Iglesia, a la que no le conviene el debate sobre el aborto, la eutanasia y las sociedades de convivencia; es ella la que no tiene propuestas viables y que como avestruz, mete la cabeza en la tierra y niega esa realidad, esa problemática social que involucra a muchas personas y que requieren de leyes y políticas públicas; impedirlo por razones de fe y de una sola razón que quiere imponerse, eso sí es inmoral.
La democracia es una invención griega, muy antigua, reeditada por los liberales, por ello tampoco es del agrado de los conservadores proclives al dogma y al poder, sin embargo, es el sistema más acabado inventado por el ser humano para dar cabida a las ideas y al debate equitativo de las mismas. No es un asunto, por tanto, de mercadotecnia, de allegarse a los funcionarios del gobierno o los dueños de los medios para que lancen campañas contra los “peligros” de que prosperen las iniciativas de los “herejes”; se trata de oír diagnósticos, razones y propuestas realistas para el corto y largo plazo, no de amenazar con excomuniones.
En los países donde las causales del aborto se han ampliado –no es que se “permita”, que se despenalice todo, como lo dice el “clero tolerante” y sus corifeos– lo único que ha ocurrido es que, como diría una simpatizante de Provida, se mejore la “calidad del bisturí”. Sí, todas las mujeres tienen derecho a que pueda atenderlas un especialista en las mejores condiciones de higiene para garantizar su vida –por muy pecadora que sea– cuando tengan que tomar una dolorosa y difícil decisión: todas y no sólo las que tienen dinero.
Las sociedades de convivencia intentan resolver otra problemática social que no es, por cierto, el clero católico el mejor exponente para oponerse; si me apuran, muchos sacerdotes podrían sacar ventajas de su regulación. El asunto que es que esas formas de relación entre personas del mismo sexo existen y no sólo es un asunto de falta de formación cristiana y educación, un pecado o una perversión; ni siquiera son el mejor símbolo de nuestra decadencia y perdición como civilización. Hay muestras peores y la Iglesia –la estructura– ha callado cuando no ha sido cómplice de muchas de ellas. Hace mucho que dejó de estar cerca de las causas que depredan el ambiente, que alimentan la violencia y acaban con miles de vidas inocentes, que generan hambre, pobreza, exclusión y desigualdad. Esa Iglesia tiene a los consorcios televisivos de su lado, por eso no necesita hacer manifestaciones, pero cuando se decide, sale a las marchas con los suyos.
Para esa Iglesia –los dueños de la estructura– parte del nuevo corporativismo de derecha, la izquierda se “olvidó ser propositiva y apuestan al conflicto” y sus valores son “el escándalo, la protesta, la riña, la agresividad, las marchas y las manifestaciones… son seres de constante gesto de amargura y ceño fruncido que, en verdad, no saben sonreír”. Son tan claros en su descripción que, como en un espejo, se describen así mismo. ¿Hace cuánto que el cardenal no sonríe de verdad y se roza con el pueblo?, ¿hace cuanto que no critica el mal gobierno ni a los sacerdotes pederastas y a quienes los encubren? Ni siquiera se trata de optar por los pobres sino de algo más simple que hemos criticado, también, a los partidos políticos: de estar y acercarse a la gente. ¿Ya lo olvidó o no quiere que lo tachen de izquierdista?
Jornada Jalisco
"Grande eres, Señor… y quiere alabarte un hombre, parte insignificante de tu creación, y un hombre que por doquier lleva consigo su mortalidad, que por doquier lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios”
San Agustín
Ser de izquierda no lo aprendí de Karl Marx, ni siquiera de un militante revolucionario consecuente como el Ché Guevara. Fue de personajes más cercanos a mi vida y a formación religiosa –católica, por cierto–, empezando por Jesucristo, pasando por mi padre –con el que tuve enormes diferencias–, un buen amigo “jornalero” y mi compañera –que antes era maoísta y hoy es budista–, hasta llegar a varios maestros y amigos jesuitas. Con ellos realmente me formé. ¿Qué hay más socialista y positivo que “amarse los unos a los otros”?
Así que no me viene el saco de aquellos que definen a las personas de izquierda como “vengativas, intolerantes e incapaces” (Semanario, número 532, órgano informativo de la Arquidiócesis de Guadalajara). Mi educación socialista ha sido basada en el pensamiento progresista, en la compasión, en la solidaridad, en la humildad, en el respeto y el amor por los demás, el compromiso con una vida digna, en la lucha por la libertad y contra la injusticia, así como por un planeta donde quepamos y lo cuidemos todos. De las personas que han impactado mi vida algo les he aprendido: su congruencia entre lo que predican y lo que hacen. Ellos no pasaron ni pasan la mayoría de su tiempo codeándose y tratando de vivir como los ricos; no quieren ser ni quedar bien con ellos; tratan a todos los seres humanos por igual, pero saben quiénes son los que más necesitan de su apostolado. Empero, conozco prelados que se la pasan con políticos y con gente adinerada como si así satisficiera su complejo de haber nacido en una cuna humilde, o se la viven, como diputados, en campaña para conseguir recursos –así se justifican– que acrecienten sus bienes personales y, de paso, las obras materiales que proyectan a nombre de su Iglesia –o sea, de la estructura, no de su grey. Ellos ya se olvidaron del pueblo; sólo lo citan y lo recitan como buenos políticos que son.
Hace un buen tiempo que me preguntaba qué es ser de izquierda en estos tiempos y ciertamente pasa por aceptar la pluralidad social y porque ya no puede esperarse la dictadura del proletariado, pero tampoco puede desecharse la protesta ante la injusticia y ver, en momentos, a la religión como “el opio del pueblo”, más cuando algunos se escudan en un disfraz para usarlo con tanta impunidad e inconsecuencia; cuando se utiliza para justificar y acallar atropellos, injusticias y desigualdad, violaciones a derechos humanos –especialmente de niños– y se justifican muertes para salvar a la “cultura occidental”, pero eso sí, se defiende la vida –en abstracto y “desde la concepción”(¿?)– con tal fervor digno del renacimiento de las Cruzadas y la Santa Inquisición.
Está claro, está la derecha política en el poder y, cada vez, más se engalla –a la imagen del Partido Popular de España, pero ni siquiera con el mismo simulador talante democrático– apoyándose en un discurso sobre valores éticos y morales, que le recetan a la opinión pública –envestido de sotana y buenos funcionarios cristianos que no resisten una prueba de honestidad y congruencia–, y en el clero más conservador a fin de ganar una legitimidad de la que carece su proyecto para las mayorías pobres de este país. Por eso esa Iglesia –la estructura– no tiene para los marginados más que la resignación y el temor de Dios. Es a ella, a esa Iglesia, a la que no le conviene el debate sobre el aborto, la eutanasia y las sociedades de convivencia; es ella la que no tiene propuestas viables y que como avestruz, mete la cabeza en la tierra y niega esa realidad, esa problemática social que involucra a muchas personas y que requieren de leyes y políticas públicas; impedirlo por razones de fe y de una sola razón que quiere imponerse, eso sí es inmoral.
La democracia es una invención griega, muy antigua, reeditada por los liberales, por ello tampoco es del agrado de los conservadores proclives al dogma y al poder, sin embargo, es el sistema más acabado inventado por el ser humano para dar cabida a las ideas y al debate equitativo de las mismas. No es un asunto, por tanto, de mercadotecnia, de allegarse a los funcionarios del gobierno o los dueños de los medios para que lancen campañas contra los “peligros” de que prosperen las iniciativas de los “herejes”; se trata de oír diagnósticos, razones y propuestas realistas para el corto y largo plazo, no de amenazar con excomuniones.
En los países donde las causales del aborto se han ampliado –no es que se “permita”, que se despenalice todo, como lo dice el “clero tolerante” y sus corifeos– lo único que ha ocurrido es que, como diría una simpatizante de Provida, se mejore la “calidad del bisturí”. Sí, todas las mujeres tienen derecho a que pueda atenderlas un especialista en las mejores condiciones de higiene para garantizar su vida –por muy pecadora que sea– cuando tengan que tomar una dolorosa y difícil decisión: todas y no sólo las que tienen dinero.
Las sociedades de convivencia intentan resolver otra problemática social que no es, por cierto, el clero católico el mejor exponente para oponerse; si me apuran, muchos sacerdotes podrían sacar ventajas de su regulación. El asunto que es que esas formas de relación entre personas del mismo sexo existen y no sólo es un asunto de falta de formación cristiana y educación, un pecado o una perversión; ni siquiera son el mejor símbolo de nuestra decadencia y perdición como civilización. Hay muestras peores y la Iglesia –la estructura– ha callado cuando no ha sido cómplice de muchas de ellas. Hace mucho que dejó de estar cerca de las causas que depredan el ambiente, que alimentan la violencia y acaban con miles de vidas inocentes, que generan hambre, pobreza, exclusión y desigualdad. Esa Iglesia tiene a los consorcios televisivos de su lado, por eso no necesita hacer manifestaciones, pero cuando se decide, sale a las marchas con los suyos.
Para esa Iglesia –los dueños de la estructura– parte del nuevo corporativismo de derecha, la izquierda se “olvidó ser propositiva y apuestan al conflicto” y sus valores son “el escándalo, la protesta, la riña, la agresividad, las marchas y las manifestaciones… son seres de constante gesto de amargura y ceño fruncido que, en verdad, no saben sonreír”. Son tan claros en su descripción que, como en un espejo, se describen así mismo. ¿Hace cuánto que el cardenal no sonríe de verdad y se roza con el pueblo?, ¿hace cuanto que no critica el mal gobierno ni a los sacerdotes pederastas y a quienes los encubren? Ni siquiera se trata de optar por los pobres sino de algo más simple que hemos criticado, también, a los partidos políticos: de estar y acercarse a la gente. ¿Ya lo olvidó o no quiere que lo tachen de izquierdista?
miércoles, abril 11, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
El Plan Puebla-Panamá, otro engendro neoliberal
Jornada Jalisco
El día de ayer y hoy, 9 y 10 de abril, se celebra en Campeche la Cumbre México, Colombia y Centroamérica a fin de relanzar el llamado Plan Puebla-Panamá. Se supone que el propósito oficial de la reunión es revisar y depurar los mecanismos establecidos para su operación aunque en realidad se trata de complementar sus intenciones integracionistas en la lógica de la estrategia de seguridad –en materia de terrorismo, narcotráfico y migración controlada– definida por el gobierno de Estados Unidos, que aunque no esté presente, oficialmente, su sombra gravitará en sus conclusiones.
En el año 2000, poco antes de tomar posesión, en gira por Centroamérica Vicente Fox propuso la creación de un plan de integración regional que incluyera a los nueve estados sureños del país y las siete naciones que conforman el área centroamericana. El target eran casi 70 millones de “habitantes que integran Mesoamérica –30 del sur-sureste de México y 40 de Centroamérica– y los 46 que conforman Colombia, que constituyen un vínculo común en historia, cultura, tradiciones y valores, que habitan un mismo espacio geográfico y poseen aspiraciones e intereses comunes”, buscando elevarles la “calidad de vida”.
Ya en 2001, Fox, como uno de los grandes ejes de su gobierno y en el ánimo de congraciarse con su amigo George W. Bush, presentó las grandes líneas estratégicas del plan que tendían a favorecer acuerdos regionales, principalmente en una zona pobre y conflictiva, en dirección a la concreción, para mediados de la década, del Acuerdo de Libre Comercio para América (ALCA), además financiado con recursos y dineros públicos de la región –o de inversión extranjera–. O sea, un verdadero negocio para Estados Unidos porque así se evitaba desplegar esfuerzos de solidaridad similares a los que, por ejemplo, los países desarrollados de Europa tuvieron que realizar para impulsar el desarrollo en naciones pobres a fin de homologar las condiciones de vida regional como requisito para avanzar en la integración de su comunidad.
Entre las buenas intenciones del Plan Puebla-Panamá se plantearon, derivado de un diagnóstico de la zona, ocho objetivos básicos: “desarrollo humano y social; participación de la sociedad civil; cambio estructural en la dinámica económica; aprovechamiento de vocaciones y ventajas comparativas de la región; manejo sustentable de los recursos naturales; concertación de planes y estrategias conjuntas con Centroamérica; modernización y fortalecimiento de las instituciones en la región”.
Todavía, como complemento, en una declaración conjunta, derivada de una cumbre realizada en San Salvador (junio de 2001), los jefes de Gobierno se comprometieron a impulsar un paquete de ocho “Iniciativas Mesoamericanas”: desarrollo sustentable, desarrollo humano, prevención y mitigación de desastres, promoción del turismo, facilitación del intercambio comercial, integración vial, interconexión energética e integración de los servicios de telecomunicaciones. Obviamente el petróleo lo ponía México y la red de comunicación lo capitalizaba Telmex y los dos monopolios televisivos mexicanos (Televisa y TV Azteca).
Lo que, en síntesis, quería decir: libre comercio, generación de infraestructura para facilitarlo, privatizaciones, participación del capital trasnacional –eso significa “participación ciudadana”–, aliento a la maquila como alternativa “de modernización industrial”, despojo de tierras comunales, afectación del medio ambiente y entrega del campo y recursos estratégicos a particulares para ganar en inversiones que aprovecharan las “ventajas comparativas” regionales. Esos son los ejes estratégicos que en el marco de la globalización neoliberal han acentuado la desigualdad y generado más pobreza; sin embargo, en el discurso oficial se presentan como la fórmula para abatir esos flagelos –la desigualdad y la pobreza–, provocar crecimiento económico y competitividad, así como consolidar los régimenes democráticos.
Afortunadamente las intenciones del plan no caminaron en el sentido planeado no sólo por los “mecanismos” complicados y burocráticos creados para hacerlo operar –que se supone, el ajustarlos, será el motivo de la reunión– sino, al menos, por tres factores más: la falta de convencimiento de algunos mandatarios, el 11 de septiembre de 2011, que cambió prioridades en el continente y, principalmente, la falta de presupuesto –los países como México y Colombia tendrían que suplir el papel de Estados Unidos en el desarrollo regional por ser las economías más fuertes–, más un fenómeno del que se habla mucho, pero no se le atiende con el sentido y la importancia que tiene y que, además, no se ha detenido: la migración, hoy vista como un peligro a la seguridad nacional de nuestro vecino del norte.
Una de sus primeras iniciativas fue el corredor transístmico Oaxaca-Veracruz que fue una verdadera muestra de sus intenciones: la entrega al capital trasnacional de la región, desastre ecológico y cero participación social en su planeación y ejecución. Obviamente esa iniciativa provocó diversas protestas sociales y rechazo generalizado, principalmente de comunidades y pueblos indígenas involucrados. Hoy, el Plan Puebla-Panamá es otro frente de batalla de los llamados altermundistas o globalifóbicos.
Ahora, quierase que no, la agenda de la seguridad –la que le interesa al gobierno de W. Bush– dominará el ánimo de la cumbre. La migración vista a la luz de la seguridad más que del bienestar –hay que controlarla desde los países de origen; por ello, se hablará de empleos a manera de promesa–, pero también, a cambio de espejitos –de promesas de inversión–, las naciones centroamericanas deberán coadyuvar con México para regular el flujo migratorio –aquí, en su paso por nuestro país es donde los migrantes centroamericanos viven uno de sus peores calvarios, para usar términos a tono con la época– y, adicionalmente, deberán de colaborar con México y Colombia para combatir el “terrorismo” –que consigan armas y apoyos– y la red del narcotráfico que hoy azota las calles de nuestras ciudades por el “dominio” del mercado. El Plan Puebla-Panamá se pondrá, de esta manera, al día, es decir, sólo se actualizará con más de lo mismo.
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martes, abril 03, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
El aborto como asunto de derechos, de salud pública y ético

Jornada Jalisco
El aborto es un tema que recurrentemente regresa al debate nacional, ahora es provocado por la iniciativa que se discute en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal que amplía las causas para despenalizarlo. Su análisis ha permeado ya diversos sectores sociales y las posiciones se polarizan. Cada parte involucrada en esta problemática deja ver –y enfatiza–, de manera legítima, aquellas cuestiones que fundamentan su posición a favor o en contra de la medida.
Es lógico que las instituciones religiosas, los partidos políticos y diversos sectores sociales, académicos y científicos expresen y fundamenten su punto de vista. Es natural que la polémica también sea tamizada por los valores culturales de una sociedad, pero es el gobierno –quienes nos gobiernan–, en una democracia, quien debe ser sensible, registrar y calibrar, de manera integral y ponderada, los términos de la controversia. Un gobierno aunque emane de un partido debe “gobernar” para toda la sociedad, más allá de ideologías, convicciones personales y valoraciones éticas –que son subjetivas– de los funcionarios públicos. Hay derechos de mayorías y derechos de minorías en un régimen que se jacta de democrático y aunque, en ocasiones, una ley, un decreto, un programa, una política pública, no sean del mayor agrado de quien gobierna, si es necesario, tendría que respetarse y aplicarse. En un sistema democrático no hay temas tabú, menos los hay si obedecen a necesidades sociales y a problemas que, como autoridad, hay que enfrentar.
Por eso, parece y se percibe autoritario cualquier comentario de un gobernante que cierre el paso a las posibilidades de generar una discusión sobre el aborto simplemente porque no va de acuerdo con su manera de pensar o sus creencias religiosas. Nadie está en contra de que pueda, como parte, del debate, expresar su opinión –eso sí, de manera igual, equitativa, de que quien piense diferente–; es cierto las convicciones no son para guardarse en un closet, aun en el ejercicio de la función pública, pero tampoco son para aplastar o anular a quien no piensa como uno o, peor, a quien se opone a ese pensamiento y es capaz de expresarlo.
Triste, más triste, cuando en una sociedad plural y compleja aquellas corrientes de pensamiento social y político que se dicen progresistas renuncian al debate y, esas sí, se meten en un closet porque les da pena –o se justifican diciendo que no “hay condiciones”– defender su programa histórico, su proyecto de sociedad. Hace mucho, y más en Jalisco, que la izquierda política dejó de serlo; hoy sólo es un espacio y un mecanismo marginal para llegar a ejercer puestos de representación popular –claro, por la vía plurinominal–, públicos o académicos, pero nada más. La izquierda partidaria se conformó, con ser comparsa del poder y nadar de muertito; ya olvidó el movimiento y las causas sociales –en Jalisco no pugna por organizar y gestionar las demandas populares, ni busca el poder real, sólo lucha por ser parte del presupuesto–. Se ha escolarizado, intelectualizado y su mundo anda coquetendo con las altas esferas del poder haciéndole las tareas que no le vienen bien, como la promoción de la cultura; es más cómodo y permite rozarse con un mundo de izquierda fascinante y light.
Quizá está bien para el grupo dominante, pero está claro que no le va a entrar, donde tiene cierta presencia, al tema del debate sobre el aborto ni de las sociedades de convivencia. Ya dijeron, “en Jalisco no hay condiciones” y no porque haya ganado las elecciones el PAN sino porque han renunciado a su compromiso histórico; quizá es lo que piensan que es una izquierda moderna.
Sin embargo, esa izquierda seguirá rezagada, perdida en su rumbo, y el debate ahí está –impulsada por la dinámica social y otros correligionarios a los que ahora, que son diputados o funcionarios, niegan y les dan la espalda- y la realidad ahí está: muchas –o pocas, como se quiera ver– mujeres serán perseguidas como delincuentes y tendrán problemas para cuidar su salud cuando tengan necesidad de practicarse un aborto. Eso no les preocupa, pero sí molestar al obispo o confrontarse con los poderes fácticos porque les pueden afectar apoyos y reductos en los que se han cobijado.
Decía Mitterand –que creó en su gestión un Ministerio de Derechos de la Mujer–, cuando en Francia se discutía con pasión el tema sobre la despenalización del aborto, que una cosa eran sus convicciones personales en materia religiosa –se asumía como católico– y otra era su responsabilidad como gobernante de una nación.
Decidir sobre la vida y la muerte son siempre temas polémicos pero es deber del Estado generar las condiciones democráticas para que la reflexión se dé. El aborto es un asunto íntimamente ligado a un asunto propio de la condición de la mujer –ningún varón aborta– y como tal debiera ser su voz elevada a un derecho que le permita recapacitar, libremente, sobre la problemática integral que le atañe. De ahí debieran derivarse las políticas públicas que apuntalen su protagonismo en la sociedad actual.
Recuerdo una alumna que me confesaba, con aflicción, que acaba de embarazarse de una persona casada y que quería abortar, –por diversas razones– y me pedía ayuda. Ella sola, que era católica, analizaba que si abortaba iba a vivir con ello en su conciencia toda la vida y yo le hacía ver que teniendo un hijo también iba a vivir con “eso” toda la vida, que era su decisión. Decidí canalizarla con otra persona experta, pero lo cierto es que ella decidió abortar y como era de una familia acomodada pudo hacerlo en Estados Unidos, sin problemas más allá de su conflicto ético. Hoy es una profesionista exitosa y no sé qué pase por su mente.
Otro ejemplo que ha hecho que me forje una opinión al respecto tiene que ver con un vecino muy amable –siempre nos saludabamos y nos encargabamos las casas cuando había que hacer un viaje– que no sabía a que me dedicaba ni yo su profesión. Un día vi que una ambulancia llegaba a su casa y recogía a una jovencita que había muerto desangrada; él practicaba abortos clandestinos y tuvo que huir. Me quedó claro que más allá de cifras y de problemas personales no era justo que alguien que tenía dinero pudiera resolver su “problema” yendo a otro país y otra mujer que a lo mejor no tenía recursos para irse a otro país tuviera que abortar en una casa clandestina sin el personal y las condiciones adecuadas para preservar su salud.
Hay información que se contradice –obviamente matizada por discursos religiosos– sobre la presencia de la “vida humana” en el seno de la madre, pero la mayoría de los expertos tienden a dar un tiempo para su gestación. Esa es otra discusión que la tendrán que dar expertos científicos y no fanáticos religiosos que quieren imponernos su fe. Sin embargo, entiendo que el aborto es un asunto que, más allá de cifras y de las implicaciones éticas y religiosas que cada ser humano, en lo individual –aunque suene redundante: lo ético atañe a cada persona–, debe resolver. Sin embargo es, para un Estado laico, como el mexicano, un asunto de salud pública. Las contradicciones entre la ética y la moral se resuelven, en sociedades democráticas, con ordenamientos jurídicos.
Para ninguna mujer debe ser fácil decidir, por diversas causas, abortar; es, seguramente, un acto traumático y dramático, pero es un derecho de la mujer que debe reflexionarse de manera responsable. Sin embargo, no me queda duda que ninguna mujer, pobre o rica, debe ser atendida en condiciones adecuadas de higiene y dignidad cuando tenga necesidad y decida abortar.

Todas las mujeres, de cualquier nivel socioeconómico, tienen el mismo derecho a ser atendidas en condiciones adecuadas de dignidad e higiene, cuando tengan necesidad y decidan abortar Foto: ARCHIVO
Jornada Jalisco
El aborto es un tema que recurrentemente regresa al debate nacional, ahora es provocado por la iniciativa que se discute en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal que amplía las causas para despenalizarlo. Su análisis ha permeado ya diversos sectores sociales y las posiciones se polarizan. Cada parte involucrada en esta problemática deja ver –y enfatiza–, de manera legítima, aquellas cuestiones que fundamentan su posición a favor o en contra de la medida.
Es lógico que las instituciones religiosas, los partidos políticos y diversos sectores sociales, académicos y científicos expresen y fundamenten su punto de vista. Es natural que la polémica también sea tamizada por los valores culturales de una sociedad, pero es el gobierno –quienes nos gobiernan–, en una democracia, quien debe ser sensible, registrar y calibrar, de manera integral y ponderada, los términos de la controversia. Un gobierno aunque emane de un partido debe “gobernar” para toda la sociedad, más allá de ideologías, convicciones personales y valoraciones éticas –que son subjetivas– de los funcionarios públicos. Hay derechos de mayorías y derechos de minorías en un régimen que se jacta de democrático y aunque, en ocasiones, una ley, un decreto, un programa, una política pública, no sean del mayor agrado de quien gobierna, si es necesario, tendría que respetarse y aplicarse. En un sistema democrático no hay temas tabú, menos los hay si obedecen a necesidades sociales y a problemas que, como autoridad, hay que enfrentar.
Por eso, parece y se percibe autoritario cualquier comentario de un gobernante que cierre el paso a las posibilidades de generar una discusión sobre el aborto simplemente porque no va de acuerdo con su manera de pensar o sus creencias religiosas. Nadie está en contra de que pueda, como parte, del debate, expresar su opinión –eso sí, de manera igual, equitativa, de que quien piense diferente–; es cierto las convicciones no son para guardarse en un closet, aun en el ejercicio de la función pública, pero tampoco son para aplastar o anular a quien no piensa como uno o, peor, a quien se opone a ese pensamiento y es capaz de expresarlo.
Triste, más triste, cuando en una sociedad plural y compleja aquellas corrientes de pensamiento social y político que se dicen progresistas renuncian al debate y, esas sí, se meten en un closet porque les da pena –o se justifican diciendo que no “hay condiciones”– defender su programa histórico, su proyecto de sociedad. Hace mucho, y más en Jalisco, que la izquierda política dejó de serlo; hoy sólo es un espacio y un mecanismo marginal para llegar a ejercer puestos de representación popular –claro, por la vía plurinominal–, públicos o académicos, pero nada más. La izquierda partidaria se conformó, con ser comparsa del poder y nadar de muertito; ya olvidó el movimiento y las causas sociales –en Jalisco no pugna por organizar y gestionar las demandas populares, ni busca el poder real, sólo lucha por ser parte del presupuesto–. Se ha escolarizado, intelectualizado y su mundo anda coquetendo con las altas esferas del poder haciéndole las tareas que no le vienen bien, como la promoción de la cultura; es más cómodo y permite rozarse con un mundo de izquierda fascinante y light.
Quizá está bien para el grupo dominante, pero está claro que no le va a entrar, donde tiene cierta presencia, al tema del debate sobre el aborto ni de las sociedades de convivencia. Ya dijeron, “en Jalisco no hay condiciones” y no porque haya ganado las elecciones el PAN sino porque han renunciado a su compromiso histórico; quizá es lo que piensan que es una izquierda moderna.
Sin embargo, esa izquierda seguirá rezagada, perdida en su rumbo, y el debate ahí está –impulsada por la dinámica social y otros correligionarios a los que ahora, que son diputados o funcionarios, niegan y les dan la espalda- y la realidad ahí está: muchas –o pocas, como se quiera ver– mujeres serán perseguidas como delincuentes y tendrán problemas para cuidar su salud cuando tengan necesidad de practicarse un aborto. Eso no les preocupa, pero sí molestar al obispo o confrontarse con los poderes fácticos porque les pueden afectar apoyos y reductos en los que se han cobijado.
Decía Mitterand –que creó en su gestión un Ministerio de Derechos de la Mujer–, cuando en Francia se discutía con pasión el tema sobre la despenalización del aborto, que una cosa eran sus convicciones personales en materia religiosa –se asumía como católico– y otra era su responsabilidad como gobernante de una nación.
Decidir sobre la vida y la muerte son siempre temas polémicos pero es deber del Estado generar las condiciones democráticas para que la reflexión se dé. El aborto es un asunto íntimamente ligado a un asunto propio de la condición de la mujer –ningún varón aborta– y como tal debiera ser su voz elevada a un derecho que le permita recapacitar, libremente, sobre la problemática integral que le atañe. De ahí debieran derivarse las políticas públicas que apuntalen su protagonismo en la sociedad actual.
Recuerdo una alumna que me confesaba, con aflicción, que acaba de embarazarse de una persona casada y que quería abortar, –por diversas razones– y me pedía ayuda. Ella sola, que era católica, analizaba que si abortaba iba a vivir con ello en su conciencia toda la vida y yo le hacía ver que teniendo un hijo también iba a vivir con “eso” toda la vida, que era su decisión. Decidí canalizarla con otra persona experta, pero lo cierto es que ella decidió abortar y como era de una familia acomodada pudo hacerlo en Estados Unidos, sin problemas más allá de su conflicto ético. Hoy es una profesionista exitosa y no sé qué pase por su mente.
Otro ejemplo que ha hecho que me forje una opinión al respecto tiene que ver con un vecino muy amable –siempre nos saludabamos y nos encargabamos las casas cuando había que hacer un viaje– que no sabía a que me dedicaba ni yo su profesión. Un día vi que una ambulancia llegaba a su casa y recogía a una jovencita que había muerto desangrada; él practicaba abortos clandestinos y tuvo que huir. Me quedó claro que más allá de cifras y de problemas personales no era justo que alguien que tenía dinero pudiera resolver su “problema” yendo a otro país y otra mujer que a lo mejor no tenía recursos para irse a otro país tuviera que abortar en una casa clandestina sin el personal y las condiciones adecuadas para preservar su salud.
Hay información que se contradice –obviamente matizada por discursos religiosos– sobre la presencia de la “vida humana” en el seno de la madre, pero la mayoría de los expertos tienden a dar un tiempo para su gestación. Esa es otra discusión que la tendrán que dar expertos científicos y no fanáticos religiosos que quieren imponernos su fe. Sin embargo, entiendo que el aborto es un asunto que, más allá de cifras y de las implicaciones éticas y religiosas que cada ser humano, en lo individual –aunque suene redundante: lo ético atañe a cada persona–, debe resolver. Sin embargo es, para un Estado laico, como el mexicano, un asunto de salud pública. Las contradicciones entre la ética y la moral se resuelven, en sociedades democráticas, con ordenamientos jurídicos.
Para ninguna mujer debe ser fácil decidir, por diversas causas, abortar; es, seguramente, un acto traumático y dramático, pero es un derecho de la mujer que debe reflexionarse de manera responsable. Sin embargo, no me queda duda que ninguna mujer, pobre o rica, debe ser atendida en condiciones adecuadas de higiene y dignidad cuando tenga necesidad y decida abortar.
martes, marzo 27, 2007
Opinión - Manuel García Urrutia
Costa Gavras
A Juan Manuel, por su cumpleaños y ser una de las tres maravillas de mi vida.
Jornada Jalisco

Hay personas, relaciones, acontecimientos y experiencias que marcan la forma y el sentido de ver la vida. Es cierto que el ser humano es, en buena medida, su circunstancia. Entre los muchos hechos, obras y personajes que, de alguna manera, han influido en mi compromiso social –y quizá en mi generación– están, sin duda, películas que tuvieron la cualidad de mostrar injusticias provocadas por intereses y vocaciones autoritarias y represoras, por ideologías dominantes y globalizantes que se van imponiendo a los pueblos y la lucha que provocan para resistir, para desenmascarar –para generar conciencia– y llevar adelante ideas libertarias frente a la opresión, la sumisión y la desigualdad.
Uno de esos personajes es, sin duda, el director griego –forjado en el cine francés– Constantin Costa Gavras (1933), ahora presente en el 22 Festival Internacional de Cine, en Guadalajara.
Ayer (26-03-2007) que leía una espléndida crónica de Arturo Cruz Bárcenas, en el suplemento Días de Cine, de La Jornada Jalisco, sobre la presentación del libro De héroes y traidores-El cine de Costa-Gavras –de Esteve Riambau (Barcelona, 1955)– recordaba la razón, la causas de ello; él decía: “se habla mucho de política de películas políticas, así se ve mi cine, pero yo no lo veo así. Pienso que todas las películas son políticas, que la política no es la pertenencia a un partido o a la votación; la política es un comportamiento de cada uno de nosotros en la vida cotidiana. Para mí eso es la política; es mucho más que las elecciones”.
Un amigo, Tomás Mojarro, me decía que el arte –una poesía, un libro, una película, una pintura, una escultura, una danza, una artesanía– desmerecía, perdía valor, cuando se politizaba; que la obra debería apreciarse por su estética, sin prejuicios sobre el autor y su contenido. Cuando lo platicamos dudé y me resistí a pensarlo y verlo así, pero durante mucho tiempo lo acepté. Sin embargo, debo confesar que en el fondo de mi corazón ahora valoro más cuando sé que atrás de la obra y su autor hay conciencia social; no puedo evitarlo. Así me pasa con Costa Gavras: veo arte, creatividad, pero también veo el compromiso de vida, la percepción de la autenticidad, y eso lo hace doblemente enriquecedor. Además, realmente es todo un reto convertir la lucha, la gesta y su denuncia, de asuntos complejos a testimonios de la vida cotidiana, a cosas que dan explicación, sentido y causa a la dinámica social, a la acción colectiva.
Así fue mi encuentro con Costa Gavras. La primera experiencia, fue Z, una película basada en hechos reales –pero novelados por Vassilis Vasslikos– que trata de la conspiración desde el poder para desaparecer a un dirigente político popular e incomodo para el régimen cuando participaba en una demostración contra las armas nucleares, tratándolo de hacer aparecer como accidente. El acontecimiento generó un caos y llevó a la justificación de un golpe de Estado en Grecia.
La manera de presentar la historia y cómo se mueven, desde la oscuridad, los mandos policiacos –al servicio de intereses poderosos–, para ir desarrollando su plan es muy ilustrativo de la forma en que operan gobiernos autoritarios –maquillados de democráticos– en cualquier parte del mundo. Obviamente fue una película que tuvo muchos problemas para ser exhibida en varios países.
Después vi Estado de sitio, que iba a ser filmado en México, pero terminó por hacerse en el Chile de Salvador Allende y que trataba de un secuestro-crimen, de un agregado diplomático, un cónsul y un personaje siniestro –agente de la CIA y “asesor” para torturas del gobierno militar–, en Uruguay, por parte de un grupo rebelde tupamaro. El hecho justifica la represión, persecución, endurecimiento y el control autoritario del país. Desde esa época, los años setenta, se libraba ya la lucha ideológica de querer presentar batallas sociales y políticas reivindicadoras de la autonomía popular, por la justicia social o por un sistema democrático, como “terroristas”. Ahora, a la luz de los últimos acontecimientos en España, en Colombia, o lugares más lejanos como Irak, Palestina, Afganistán, nadie duda en llamar “terroristas” a los que luchan por querer sacar de sus tierras a los invasores o por reivindicar aspiraciones de justicia e independencia. Esta posición conservadora sobre lo que se denomina “terrorismo” se ha venido imponiendo, después del 11 de septiembre de 2001, sobre todo lo que llega a desafiar o resistirse a su hegemonía.
Luego vi La Confesión donde critica los sistemas totalitarios, de izquierda y derecha –aunque de manera más precisa aludía a la experiencia del socialismo estaliniano–. En Desaparecido narra la historia de un periodista estadunidense secuestrado durante el régimen de Augusto Pinochet, en Chile, evidenciando la hipocresía del gobierno garante de la democracia y la libertad global con su apoyo a la dictadura, aun a costa de coartar y reprimir libertades y derechos humanos.
Una experiencia más cercana –por mi formación cristiana– y reciente, tuvo que ver con Amén, que alude al silencio cómplice de la Iglesia Católica ante las atrocidades cometidas por Hitler en aras de contener al comunismo ruso, que fue parte del ejército aliado en la Segunda Guerra Mundial. La película ha sido cuestionada por la forma en que se trata la imagen del Papa Pío XII como un líder, religioso y moral, pasivo frente al genocidio contra el pueblo judío.
Amén está basada en la obra de teatro titulada El vicario (Rolf Hochhuth, 1960) y aunque cuestionada por historiadores y contradicha por algunos hechos –el Congreso Mundial Judío reconoció, al tiempo, el apoyo del Papa para salvar las vidas de un número importante de su pueblo durante la guerra–, alentó las insinuaciones de relaciones poco claras y convenencieras entre Pío XII y el nazismo.
El argumento cuenta la historia del químico Kurtz Gerstein, oficial alemán del servicio secreto, encargado de fabricar el gas Ziklon B utilizado en los campos de concentración donde se ubicaban y desaparecían a los judíos. En un principio Kurtz pensaba que dicho gas se utilizaba para desinfectar el agua que toman los soldados en sus barracas, hasta que un día presencia el uso que realmente se le daba. Horrorizado y animado por su honda conciencia cristiana comunica su descubrimiento a sus más íntimos amigos, integrantes éstos de la comunidad religiosa a la que pertenecía. Cuando fracasa en su intento de que los dirigentes religiosos denuncien públicamente la situación, lo intenta con la Iglesia Católica a través del padre Fontana, un joven sacerdote diplomático de la nunciatura de Berlín, pero sólo recibirá negativas, cuando no burlas, del nuncio apostólico, del Secretario de Estado Vaticano, y del propio Pío XII; tampoco sus conversaciones con miembros de las cancillerías aliadas, principalmente de Estados Unidos, dan ningún resultado.
Más allá de las precisiones históricas o de la crítica aguda a la institución eclesiástica, la cinta combina la existencia de un personaje real, el alemán, creyente y cristiano, creador del gas letal que sirvió para el exterminio de millones de judíos, pero que intentó denunciar la masacre y otro ficticio, encarnado por un sacerdote jesuita donde Costa Gavras, trata de simbolizar lo que significa el verdadero compromiso cristiano –el “amar al prójimo como a uno mismo”–, o sea, la denuncia frente a la injusticia, el ponerse del lado de los débiles ante la opresión y luchar por el respeto a la dignidad y la vida humana. El amor tiene muchas formas de manifestarse, pero sin duda, la más sublime es cuando es capaz de sacrificarse por lo que se cree, por las convicciones, y la solidaridad por el otro; cuando es capaz de darse sin más. Amén arremete contra las instituciones eclesiásticas, pero defiende a los hombres y mujeres que luchan –con ética y movidos por su fe– por lo que creen, por sus objetivos. De alguna forma, Costa Gavras toma posición, al criticar la conducta de la jerarquía católica en la época del nazismo, por un cristianismo activo, por un compromiso de vida que sirva para dignificar el presente y no sólo, como algunos piensan, la otra vida, en el cielo.
En suma, Costa Gavras (74 años) es un cineasta que ha realizado varias películas memorables con un claro compromiso político y que han ganado diversos premios en el mundo, tanto por su calidad como por la profundidad y complejidad con que aborda los temas a los que él recurre. Si hoy lo recordamos con aprecio y admiración no sólo es por su presencia en Guadalajara sino como un pequeño tributo a los que fuimos influenciados por su visión y compromiso frente a la realidad. Sirva para que mi hijo también busque sus propias referencias y conozca las que nos marcaron.
A Juan Manuel, por su cumpleaños y ser una de las tres maravillas de mi vida.
Jornada Jalisco

El director griego, forjado en el cine francés, Constantin Costa Gavras, presente en el 22 Festival Internacional de Guadalajara
Hay personas, relaciones, acontecimientos y experiencias que marcan la forma y el sentido de ver la vida. Es cierto que el ser humano es, en buena medida, su circunstancia. Entre los muchos hechos, obras y personajes que, de alguna manera, han influido en mi compromiso social –y quizá en mi generación– están, sin duda, películas que tuvieron la cualidad de mostrar injusticias provocadas por intereses y vocaciones autoritarias y represoras, por ideologías dominantes y globalizantes que se van imponiendo a los pueblos y la lucha que provocan para resistir, para desenmascarar –para generar conciencia– y llevar adelante ideas libertarias frente a la opresión, la sumisión y la desigualdad.
Uno de esos personajes es, sin duda, el director griego –forjado en el cine francés– Constantin Costa Gavras (1933), ahora presente en el 22 Festival Internacional de Cine, en Guadalajara.
Ayer (26-03-2007) que leía una espléndida crónica de Arturo Cruz Bárcenas, en el suplemento Días de Cine, de La Jornada Jalisco, sobre la presentación del libro De héroes y traidores-El cine de Costa-Gavras –de Esteve Riambau (Barcelona, 1955)– recordaba la razón, la causas de ello; él decía: “se habla mucho de política de películas políticas, así se ve mi cine, pero yo no lo veo así. Pienso que todas las películas son políticas, que la política no es la pertenencia a un partido o a la votación; la política es un comportamiento de cada uno de nosotros en la vida cotidiana. Para mí eso es la política; es mucho más que las elecciones”.
Un amigo, Tomás Mojarro, me decía que el arte –una poesía, un libro, una película, una pintura, una escultura, una danza, una artesanía– desmerecía, perdía valor, cuando se politizaba; que la obra debería apreciarse por su estética, sin prejuicios sobre el autor y su contenido. Cuando lo platicamos dudé y me resistí a pensarlo y verlo así, pero durante mucho tiempo lo acepté. Sin embargo, debo confesar que en el fondo de mi corazón ahora valoro más cuando sé que atrás de la obra y su autor hay conciencia social; no puedo evitarlo. Así me pasa con Costa Gavras: veo arte, creatividad, pero también veo el compromiso de vida, la percepción de la autenticidad, y eso lo hace doblemente enriquecedor. Además, realmente es todo un reto convertir la lucha, la gesta y su denuncia, de asuntos complejos a testimonios de la vida cotidiana, a cosas que dan explicación, sentido y causa a la dinámica social, a la acción colectiva.
Así fue mi encuentro con Costa Gavras. La primera experiencia, fue Z, una película basada en hechos reales –pero novelados por Vassilis Vasslikos– que trata de la conspiración desde el poder para desaparecer a un dirigente político popular e incomodo para el régimen cuando participaba en una demostración contra las armas nucleares, tratándolo de hacer aparecer como accidente. El acontecimiento generó un caos y llevó a la justificación de un golpe de Estado en Grecia.
La manera de presentar la historia y cómo se mueven, desde la oscuridad, los mandos policiacos –al servicio de intereses poderosos–, para ir desarrollando su plan es muy ilustrativo de la forma en que operan gobiernos autoritarios –maquillados de democráticos– en cualquier parte del mundo. Obviamente fue una película que tuvo muchos problemas para ser exhibida en varios países.
Después vi Estado de sitio, que iba a ser filmado en México, pero terminó por hacerse en el Chile de Salvador Allende y que trataba de un secuestro-crimen, de un agregado diplomático, un cónsul y un personaje siniestro –agente de la CIA y “asesor” para torturas del gobierno militar–, en Uruguay, por parte de un grupo rebelde tupamaro. El hecho justifica la represión, persecución, endurecimiento y el control autoritario del país. Desde esa época, los años setenta, se libraba ya la lucha ideológica de querer presentar batallas sociales y políticas reivindicadoras de la autonomía popular, por la justicia social o por un sistema democrático, como “terroristas”. Ahora, a la luz de los últimos acontecimientos en España, en Colombia, o lugares más lejanos como Irak, Palestina, Afganistán, nadie duda en llamar “terroristas” a los que luchan por querer sacar de sus tierras a los invasores o por reivindicar aspiraciones de justicia e independencia. Esta posición conservadora sobre lo que se denomina “terrorismo” se ha venido imponiendo, después del 11 de septiembre de 2001, sobre todo lo que llega a desafiar o resistirse a su hegemonía.
Luego vi La Confesión donde critica los sistemas totalitarios, de izquierda y derecha –aunque de manera más precisa aludía a la experiencia del socialismo estaliniano–. En Desaparecido narra la historia de un periodista estadunidense secuestrado durante el régimen de Augusto Pinochet, en Chile, evidenciando la hipocresía del gobierno garante de la democracia y la libertad global con su apoyo a la dictadura, aun a costa de coartar y reprimir libertades y derechos humanos.
Una experiencia más cercana –por mi formación cristiana– y reciente, tuvo que ver con Amén, que alude al silencio cómplice de la Iglesia Católica ante las atrocidades cometidas por Hitler en aras de contener al comunismo ruso, que fue parte del ejército aliado en la Segunda Guerra Mundial. La película ha sido cuestionada por la forma en que se trata la imagen del Papa Pío XII como un líder, religioso y moral, pasivo frente al genocidio contra el pueblo judío.
Amén está basada en la obra de teatro titulada El vicario (Rolf Hochhuth, 1960) y aunque cuestionada por historiadores y contradicha por algunos hechos –el Congreso Mundial Judío reconoció, al tiempo, el apoyo del Papa para salvar las vidas de un número importante de su pueblo durante la guerra–, alentó las insinuaciones de relaciones poco claras y convenencieras entre Pío XII y el nazismo.
El argumento cuenta la historia del químico Kurtz Gerstein, oficial alemán del servicio secreto, encargado de fabricar el gas Ziklon B utilizado en los campos de concentración donde se ubicaban y desaparecían a los judíos. En un principio Kurtz pensaba que dicho gas se utilizaba para desinfectar el agua que toman los soldados en sus barracas, hasta que un día presencia el uso que realmente se le daba. Horrorizado y animado por su honda conciencia cristiana comunica su descubrimiento a sus más íntimos amigos, integrantes éstos de la comunidad religiosa a la que pertenecía. Cuando fracasa en su intento de que los dirigentes religiosos denuncien públicamente la situación, lo intenta con la Iglesia Católica a través del padre Fontana, un joven sacerdote diplomático de la nunciatura de Berlín, pero sólo recibirá negativas, cuando no burlas, del nuncio apostólico, del Secretario de Estado Vaticano, y del propio Pío XII; tampoco sus conversaciones con miembros de las cancillerías aliadas, principalmente de Estados Unidos, dan ningún resultado.
Más allá de las precisiones históricas o de la crítica aguda a la institución eclesiástica, la cinta combina la existencia de un personaje real, el alemán, creyente y cristiano, creador del gas letal que sirvió para el exterminio de millones de judíos, pero que intentó denunciar la masacre y otro ficticio, encarnado por un sacerdote jesuita donde Costa Gavras, trata de simbolizar lo que significa el verdadero compromiso cristiano –el “amar al prójimo como a uno mismo”–, o sea, la denuncia frente a la injusticia, el ponerse del lado de los débiles ante la opresión y luchar por el respeto a la dignidad y la vida humana. El amor tiene muchas formas de manifestarse, pero sin duda, la más sublime es cuando es capaz de sacrificarse por lo que se cree, por las convicciones, y la solidaridad por el otro; cuando es capaz de darse sin más. Amén arremete contra las instituciones eclesiásticas, pero defiende a los hombres y mujeres que luchan –con ética y movidos por su fe– por lo que creen, por sus objetivos. De alguna forma, Costa Gavras toma posición, al criticar la conducta de la jerarquía católica en la época del nazismo, por un cristianismo activo, por un compromiso de vida que sirva para dignificar el presente y no sólo, como algunos piensan, la otra vida, en el cielo.
En suma, Costa Gavras (74 años) es un cineasta que ha realizado varias películas memorables con un claro compromiso político y que han ganado diversos premios en el mundo, tanto por su calidad como por la profundidad y complejidad con que aborda los temas a los que él recurre. Si hoy lo recordamos con aprecio y admiración no sólo es por su presencia en Guadalajara sino como un pequeño tributo a los que fuimos influenciados por su visión y compromiso frente a la realidad. Sirva para que mi hijo también busque sus propias referencias y conozca las que nos marcaron.
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Jornada Jalisco,
Manuel Garcia Urrutia,
Opinión
martes, marzo 20, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
La Ley del ISSSTE: la misma receta
Jornada Jalisco
Existen diversas razones para rechazar y ver con desconfianza –y sin esperanza– las modificaciones que se proponen a La Ley del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), en particular en lo que se refiere al régimen de pensiones y jubilaciones.
En primer lugar está su falta de consenso no entre partidos políticos sino entre el gobierno y los trabajadores afectados. Ciertamente la mal llamada “reforma” –eso quiere decir que las modificaciones son innovadoras o para mejorar y ese no es el caso– implica una idea de país, un compromiso democrático que aún no baja el ámbito de lo social y a lo más que llega es a buscar su reconocimiento legal a través del mayoriteo de las fuerzas políticas hegemónicas representadas en el Congreso de la Unión –el PRIAN– y su legitimidad con el aval del caduco sistema corporativo, es decir de los organismos cúpula “representativos” de los burócratas, la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado (FSTSE) y la Federación Democrática de Sindicatos de Servidores Públicos (Fedessp) –donde destaca el protagonismo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE)–, una a cargo de Joel Ayala y la otra, lógicamente, de Elba Esther Gordillo.
En segundo lugar está la negociación por debajo de la mesa que consolida dichos liderazgos sindicales corruptos, clientelares y plegados a los intereses gubernamentales, tanto el de Joel Ayala como el de Elba Esther Gordillo, peleados entre sí pero aliados en esta coyuntura, con el fin de no perder interlocución frente al gobierno federal, a la vez que, con su aval, sacan ventajas para su causa. Para ellos, como dirigentes pragmáticos –y de convicciones volubles–, es mejor llevar agua a su molino que oponerse; es preferible tratar de sacar beneficios que fortalezcan sus intereses particulares que luchar contra una contrarreforma que perjudicará a las bases que dicen representar. Por lo pronto, las centrales sindicales charras podrán tener acceso al control de los recursos que generará la nueva estructura –la “Afore” pública– que se creará, ex profeso, para manejar los ahorros de los trabajadores al servicio del Estado –aunque la intención y la tendencia sea favorecer la “libertad” para que cada trabajador elija después a la Afore de su preferencia–.
Tercero, porque sigue la misma lógica y reproduce el modelo de retiro propuesto en la iniciativa de ley la fórmula que ya se practica a los afiliados al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y que ha demostrado que no resuelve de fondo la dignificación del trabajo ni la posibilidad de contar con jubilaciones y pensiones justas y dignas.
El sistema de fondos de ahorro para el retiro, hay que recordarlo, fue diseñado pensado en el rescate financiero de los bancos y no en la gente ni en el interés de garantizar que se pueda vivir, al jubilarse, de los dineros que se hayan recabado al retirarse; más bien, la idea es individualizar no sólo las cuentas sino la responsabilidad de financiarse, a lo largo del “ahorro” obligado acumulado durante la trayectoria laboral, los efectos de la ancianidad y los padecimientos propios de la vida “productiva”.
Cuarto, porque el discurso de los apologistas de la iniciativa, en particular de los funcionarios al frente del ISSSTE –en especial Miguel Angel Yunes, personaje oscuro de la política mexicana y alfil de Elba Esther Gordillo–, es tan mentiroso, que por experiencias pasadas y el abandono que ha caracterizado al Estado, en los últimos años, en materia de servicios de salud, no puede esperarse que después de la aprobación de la ley, los servicios del Instituto vayan a mejorarse de manera sustantiva. Al igual que como se plantea en el ISSSTE, después de los cambios al sistema de pensiones y jubilaciones del IMSS, el gobierno aportó una cantidad millonaria de recursos con los que se nos dijo, en cadena nacional –recuérdese a Salinas de Gortari hablando para la televisión y la radio–, que el futuro de la institución y la salud de los trabajadores mexicanos y sus familias, estaban garantizadas. Años después, menos de tres, la crisis en el IMSS, ya privatizados los fondos para el retiro, volvió para quedarse.
Y quinto, no sólo no son confiables los promotores entusiastas de los cambios a la ley –incluyendo a las secretarías de Hacienda, de Gobernación y hasta de Comunicaciones y Transportes–, por su trayectoria política oportunista y afín a la ideología neoliberal, sino que además está claro su papel como correas de transmisión de una receta que se viene cocinando desde hace años por parte de organismos financieros internacionales ajenos a la realidad nacional.
Sin embargo, déjeme aclarar algo y matizar esta reflexión. Sí es necesario cambiar la ley general del ISSSTE y sí se requiere modificar el régimen de pensiones y jubilaciones, adecuándolo a las nuevas expectativas de vida de los mexicanos, pero sin mermar actividades sustantivas de la institución –sin privatizar funciones– y sin perder su naturaleza tripartita en el origen de sus aportaciones, es decir del gobierno como patrón, del Estado, como garante del bienestar colectivo, y de los propios trabajadores; sin afectar su carácter público y solidario, manejado con transparencia y bajo la vigilancia y evaluación constante de los usuarios, del cumplimiento de sus fines, planes y de su desempeño, con el propósito de poner el acento en jubilaciones justas y dignas y en servicios médicos de calidad para los trabajadores al servicio del Estado.
La iniciativa de ley busca, como la del IMSS, de manera engañosa, obtener del gobierno federal, una vez transferidas las pensiones y jubilaciones de los burócratas a un nuevo organismo –Pensión ISSSTE–, alrededor de 8 mil millones de pesos para mejorar su infraestructura y servicio. Pretende dar injerencia a las centrales en el manejo del nuevo organismo para administrar las pensiones y jubilaciones. Aumenta la edad, a 65 años, como requisito para poderse retirar del servicio público y aplicando, a cabalidad para las contrataciones nuevas, las reglas que se aprueben en la ley al respecto. Asimismo, el ISSSTE podrá subcontratar o subrogar a particulares actividades que la administración considere como no sustantivas, entre varias otras medidas que la ley contempla. La propuesta de ley viene del Partido Revolucionario Institucional, la apoya el Partido Acción Nacional y sus satélites, el Verde Ecologista y Nueva Alianza.
En el caso del IMSS convendría recordar que a pesar de la cantidad que el gobierno le dio a la institución, más de 20 mil millones de pesos, para resolver sus problemas financieros, después de aprobadas las Afores, no fue suficiente para su mantenimiento y menos para mejorar su servicio, dado el crecimiento de la demanda y a que lo que se recaba por cuotas impositivas no alcanza para solventar su operación. De ahí, precisamente, que los fondos que manejaba, destinados para las jubilaciones –antes del Sistema para el Ahorro y el Retiro (SAR)–, se desviaran a esas tareas para resolver sus carencias. Eso pasará ahora con el ISSSTE en cierto tiempo.
En suma, la transformación integral del sistema de seguridad social y de las pensiones y jubilaciones pasa por una discusión más incluyente y compleja del marco neoliberal y tecnocrático del que hoy se inscribe esta problemática. Tiene que ver con una visión nacionalista –aún y con más razón por su conexión global, a fin de recuperar las mejores experiencias del mundo en la materia–, con la reforma fiscal integral, la recuperación salarial y el estímulo a empleos estables y dignos en el sector público –principal promotor de la eventualidad y la evasión de impuestos–. Y, desgraciadamente, eso no está en la visión corta, eficientista (gerencial) y servil de nuestros gobernantes.
Jornada Jalisco
Existen diversas razones para rechazar y ver con desconfianza –y sin esperanza– las modificaciones que se proponen a La Ley del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), en particular en lo que se refiere al régimen de pensiones y jubilaciones.
En primer lugar está su falta de consenso no entre partidos políticos sino entre el gobierno y los trabajadores afectados. Ciertamente la mal llamada “reforma” –eso quiere decir que las modificaciones son innovadoras o para mejorar y ese no es el caso– implica una idea de país, un compromiso democrático que aún no baja el ámbito de lo social y a lo más que llega es a buscar su reconocimiento legal a través del mayoriteo de las fuerzas políticas hegemónicas representadas en el Congreso de la Unión –el PRIAN– y su legitimidad con el aval del caduco sistema corporativo, es decir de los organismos cúpula “representativos” de los burócratas, la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado (FSTSE) y la Federación Democrática de Sindicatos de Servidores Públicos (Fedessp) –donde destaca el protagonismo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE)–, una a cargo de Joel Ayala y la otra, lógicamente, de Elba Esther Gordillo.
En segundo lugar está la negociación por debajo de la mesa que consolida dichos liderazgos sindicales corruptos, clientelares y plegados a los intereses gubernamentales, tanto el de Joel Ayala como el de Elba Esther Gordillo, peleados entre sí pero aliados en esta coyuntura, con el fin de no perder interlocución frente al gobierno federal, a la vez que, con su aval, sacan ventajas para su causa. Para ellos, como dirigentes pragmáticos –y de convicciones volubles–, es mejor llevar agua a su molino que oponerse; es preferible tratar de sacar beneficios que fortalezcan sus intereses particulares que luchar contra una contrarreforma que perjudicará a las bases que dicen representar. Por lo pronto, las centrales sindicales charras podrán tener acceso al control de los recursos que generará la nueva estructura –la “Afore” pública– que se creará, ex profeso, para manejar los ahorros de los trabajadores al servicio del Estado –aunque la intención y la tendencia sea favorecer la “libertad” para que cada trabajador elija después a la Afore de su preferencia–.
Tercero, porque sigue la misma lógica y reproduce el modelo de retiro propuesto en la iniciativa de ley la fórmula que ya se practica a los afiliados al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y que ha demostrado que no resuelve de fondo la dignificación del trabajo ni la posibilidad de contar con jubilaciones y pensiones justas y dignas.
El sistema de fondos de ahorro para el retiro, hay que recordarlo, fue diseñado pensado en el rescate financiero de los bancos y no en la gente ni en el interés de garantizar que se pueda vivir, al jubilarse, de los dineros que se hayan recabado al retirarse; más bien, la idea es individualizar no sólo las cuentas sino la responsabilidad de financiarse, a lo largo del “ahorro” obligado acumulado durante la trayectoria laboral, los efectos de la ancianidad y los padecimientos propios de la vida “productiva”.
Cuarto, porque el discurso de los apologistas de la iniciativa, en particular de los funcionarios al frente del ISSSTE –en especial Miguel Angel Yunes, personaje oscuro de la política mexicana y alfil de Elba Esther Gordillo–, es tan mentiroso, que por experiencias pasadas y el abandono que ha caracterizado al Estado, en los últimos años, en materia de servicios de salud, no puede esperarse que después de la aprobación de la ley, los servicios del Instituto vayan a mejorarse de manera sustantiva. Al igual que como se plantea en el ISSSTE, después de los cambios al sistema de pensiones y jubilaciones del IMSS, el gobierno aportó una cantidad millonaria de recursos con los que se nos dijo, en cadena nacional –recuérdese a Salinas de Gortari hablando para la televisión y la radio–, que el futuro de la institución y la salud de los trabajadores mexicanos y sus familias, estaban garantizadas. Años después, menos de tres, la crisis en el IMSS, ya privatizados los fondos para el retiro, volvió para quedarse.
Y quinto, no sólo no son confiables los promotores entusiastas de los cambios a la ley –incluyendo a las secretarías de Hacienda, de Gobernación y hasta de Comunicaciones y Transportes–, por su trayectoria política oportunista y afín a la ideología neoliberal, sino que además está claro su papel como correas de transmisión de una receta que se viene cocinando desde hace años por parte de organismos financieros internacionales ajenos a la realidad nacional.
Sin embargo, déjeme aclarar algo y matizar esta reflexión. Sí es necesario cambiar la ley general del ISSSTE y sí se requiere modificar el régimen de pensiones y jubilaciones, adecuándolo a las nuevas expectativas de vida de los mexicanos, pero sin mermar actividades sustantivas de la institución –sin privatizar funciones– y sin perder su naturaleza tripartita en el origen de sus aportaciones, es decir del gobierno como patrón, del Estado, como garante del bienestar colectivo, y de los propios trabajadores; sin afectar su carácter público y solidario, manejado con transparencia y bajo la vigilancia y evaluación constante de los usuarios, del cumplimiento de sus fines, planes y de su desempeño, con el propósito de poner el acento en jubilaciones justas y dignas y en servicios médicos de calidad para los trabajadores al servicio del Estado.
La iniciativa de ley busca, como la del IMSS, de manera engañosa, obtener del gobierno federal, una vez transferidas las pensiones y jubilaciones de los burócratas a un nuevo organismo –Pensión ISSSTE–, alrededor de 8 mil millones de pesos para mejorar su infraestructura y servicio. Pretende dar injerencia a las centrales en el manejo del nuevo organismo para administrar las pensiones y jubilaciones. Aumenta la edad, a 65 años, como requisito para poderse retirar del servicio público y aplicando, a cabalidad para las contrataciones nuevas, las reglas que se aprueben en la ley al respecto. Asimismo, el ISSSTE podrá subcontratar o subrogar a particulares actividades que la administración considere como no sustantivas, entre varias otras medidas que la ley contempla. La propuesta de ley viene del Partido Revolucionario Institucional, la apoya el Partido Acción Nacional y sus satélites, el Verde Ecologista y Nueva Alianza.
En el caso del IMSS convendría recordar que a pesar de la cantidad que el gobierno le dio a la institución, más de 20 mil millones de pesos, para resolver sus problemas financieros, después de aprobadas las Afores, no fue suficiente para su mantenimiento y menos para mejorar su servicio, dado el crecimiento de la demanda y a que lo que se recaba por cuotas impositivas no alcanza para solventar su operación. De ahí, precisamente, que los fondos que manejaba, destinados para las jubilaciones –antes del Sistema para el Ahorro y el Retiro (SAR)–, se desviaran a esas tareas para resolver sus carencias. Eso pasará ahora con el ISSSTE en cierto tiempo.
En suma, la transformación integral del sistema de seguridad social y de las pensiones y jubilaciones pasa por una discusión más incluyente y compleja del marco neoliberal y tecnocrático del que hoy se inscribe esta problemática. Tiene que ver con una visión nacionalista –aún y con más razón por su conexión global, a fin de recuperar las mejores experiencias del mundo en la materia–, con la reforma fiscal integral, la recuperación salarial y el estímulo a empleos estables y dignos en el sector público –principal promotor de la eventualidad y la evasión de impuestos–. Y, desgraciadamente, eso no está en la visión corta, eficientista (gerencial) y servil de nuestros gobernantes.
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martes, marzo 13, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
Desde el Bush Garden
Jornada Jalisco
Siempre que pienso en George Bush, hijo, no sé por qué, me viene a la mente el libro denominado en español Desde el jardín –luego llevado a la pantalla, por el inolvidable Peter Sellers con el nombre de Un jardinero con suerte–, de Jerzy Kosinski (1973). La obra trataba del señor Chance, una persona que toda su vida vivió en una casa, grande, de ricos, protegido y apartado del mundo exterior, cuyo único contacto con la naturaleza era el jardín de la mansión, al que atendía diligentemente, y la realidad le era transmitida a través de la televisión.
Al morirse su protector, el último heredero de la casa, tiene que abandonarla y salir, por primera vez, a la calle; ahí, casi de inmediato, es atropellado por una mujer, casada con un hombre acaudalado e influyente en materia política, que, además, es amigo del presidente y frecuentemente lo visitaba, en su casa, para platicar y hacerle consultas sobre asuntos complejos y delicados.
La señora que lo atropelló le ofrece, al señor Chance, hospedarlo en su casa para atenderlo hasta su recuperación. En ese ínterin, el presidente va de visita a la casa del magnate y conoce a su huésped que, ya un poco más recuperado, puede cenar con ellos e intervenir en la plática a petición del propio mandatario –sin saber quién es él, pero con la confianza de que está en casa de su amigo–; su opinión la vierte hablando sobre la jardinería, que es el tema que conoce, pero el presidente toma sus comentarios como una metáfora y en una entrevista en televisión utiliza dicha retórica para explicar un problema complejo de política económica. Como el ejemplo le funciona, el presidente cada vez más va a consultar a su amigo y a su huésped, hasta que los medios de comunicación, más o menos, empiezan a investigar sobre ese asesor que salió de la nada y de quién hay poca información.
La ignorancia y opacidad del señor Chance son su principal virtud; su análisis de la realidad, desde la perspectiva de un jardín –lo único que conocía–, lo lleva a encumbrarse en el mundo de la política posicionándolo para llegar a ser el próximo presidente. Esa moraleja-advertencia futurista (¿profecía?) de la obra, creada en la década de los setenta, sobre la simplicidad y el relajamiento de la política y la amenaza de que una persona sin instrucción pudiera, por el poder de los medios, de la televisión en especial –y la mercadotecnia–, llegar a dirigir los destinos de una nación, en especial de un país poderoso, nos alcanzó, según mi entender, en el 2000, en Estados Unidos, el país más poderoso del mundo –y, si me apuran, aquí en nuestro país también–.
Hay quien dice, con datos, que el actual mandatario estadunidense es el que más bajo nivel intelectual ha tenido dentro de la historia de los presidentes de aquel país –por debajo incluso, de Ronald Reagan y su propio padre, George Bush–. Lo peligroso, desde esa perspectiva, son las decisiones que pueden tomar y los efectos que pueden generar en la humanidad y su hábitat, muchos de ellos irreversibles; asimismo, la facilidad que presentan para ser manejados por intereses superiores a los que sirven consciente e inconscientemente. La ventaja, es que sus determinaciones, a veces, en una democracia, pueden ser frenadas por otras fuerzas e instituciones que propician contrapesos.
Así, George Bush, hijo, emprende la recta final de su mandato con un desgaste en su imagen que ni la televisión ni la mercadotecnia pueden salvar. En una intentona por recuperar presencia en terrenos abandonados, este lunes y martes, el mandatario estadunidense visita la ciudad de Mérida, Yucatán, como parada final de su gira por Latinoamérica para entrevistarse, por primera vez, en territorio mexicano con Felipe Calderón.
Antes de arribar a Yucatán, estuvo en Brasil, en Uruguay, Colombia y Guatemala. El propósito de su gira, como se explicaba, tiene que ver, al menos, con tres propósitos.
El primero, vinculado a razones políticas, dado el menosprecio que esta región del mundo le ha merecido a la administración de Bush Jr. Sin duda, ahora le preocupa el crecimiento de gobiernos que tienden a ser críticos de las políticas neoliberales y desconfiados de su gestión. Se trata de liderazgos de centro izquierda que tienden a favorecer proyectos incómodos para los intereses estratégicos de la Casa Blanca y que, además ven con simpatía y solidaridad a gobiernos como el cubano y el venezolano.
El segundo, es impulsar una serie de medidas tendientes, precisamente, a recuperar su influencia en la zona a través de prometer apoyos en materia de libre comercio y agricultura, así como en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo –claro, bajo su concepto y agenda de seguridad–.
Y tercero, además de esa agenda, a Bush, hijo, le interesa el acceso a recursos naturales de vital importancia, como el petróleo y otras fuentes alternas de energía; asimismo, busca impulsar su iniciativa en materia de migración, que si bien no resuelve todos los problemas de los inmigrantes indocumentados que hay en Estados Unidos, sí le permite a ese país, mediante una legalización limitada de su estancia, mantener un control regulado de su frontera sur.
Todos estos propósitos están enmarcados en uno solo: recuperar la influencia deteriorada de su partido, el conservador, en la comunidad latinoamericana que reside en Estados Unidos a fin de que apoye sus políticas bélicas y económicas ante el Congreso –que ahora domina la oposición– y para efectos electorales, donde, como era de esperarse, no le ha ido bien últimamente, sobre todo por el desgaste y la demagogia que ha implicado la invasión militar en Irak.
En cada lugar visitado por el mandatario estadunidense se encontró con manifestaciones de rechazo y repudio a su política militar y de intromisión en cuestiones que competen a la soberanía de cada nación; a su estrategia expansionista, en favor del capital trasnacional y la imposición de su agenda de seguridad, “antiterrorista”. Mérida no ha sido la excepción; su sociedad –haciendo eco del sentir de amplias capas de mexicanos–, también ha repudiado su visita.
La seguridad, por cierto, que rodea a Bush hijo, y su comitiva, es toda una afrenta a la soberanía nacional. Sólo para cuidarlo hay, además de la seguridad mexicana –policías y ejército–, más de tres mil agentes secretos estadunidenses que tomaron la ciudad para su protección en detrimento de sus habitantes y el desarrollo de su vida cotidiana. A México no le dejó nada bueno la administración de Bush Jr., sólo ilusiones alentadas por la enchilada completa del foxismo. Esa será la promesa, la carta fuerte que tratará de volver a vender, ahora a Calderón, a cambio de medidas y recursos que le interesan. La diferencia ahora es que W. Bush va de salida y el Congreso está dominado por demócratas. Así que la negociación hay que hacerla en otra parte y con otros actores. Bush, hijo, por tanto, ni como turista es grato.
Jornada Jalisco
Siempre que pienso en George Bush, hijo, no sé por qué, me viene a la mente el libro denominado en español Desde el jardín –luego llevado a la pantalla, por el inolvidable Peter Sellers con el nombre de Un jardinero con suerte–, de Jerzy Kosinski (1973). La obra trataba del señor Chance, una persona que toda su vida vivió en una casa, grande, de ricos, protegido y apartado del mundo exterior, cuyo único contacto con la naturaleza era el jardín de la mansión, al que atendía diligentemente, y la realidad le era transmitida a través de la televisión.
Al morirse su protector, el último heredero de la casa, tiene que abandonarla y salir, por primera vez, a la calle; ahí, casi de inmediato, es atropellado por una mujer, casada con un hombre acaudalado e influyente en materia política, que, además, es amigo del presidente y frecuentemente lo visitaba, en su casa, para platicar y hacerle consultas sobre asuntos complejos y delicados.
La señora que lo atropelló le ofrece, al señor Chance, hospedarlo en su casa para atenderlo hasta su recuperación. En ese ínterin, el presidente va de visita a la casa del magnate y conoce a su huésped que, ya un poco más recuperado, puede cenar con ellos e intervenir en la plática a petición del propio mandatario –sin saber quién es él, pero con la confianza de que está en casa de su amigo–; su opinión la vierte hablando sobre la jardinería, que es el tema que conoce, pero el presidente toma sus comentarios como una metáfora y en una entrevista en televisión utiliza dicha retórica para explicar un problema complejo de política económica. Como el ejemplo le funciona, el presidente cada vez más va a consultar a su amigo y a su huésped, hasta que los medios de comunicación, más o menos, empiezan a investigar sobre ese asesor que salió de la nada y de quién hay poca información.
La ignorancia y opacidad del señor Chance son su principal virtud; su análisis de la realidad, desde la perspectiva de un jardín –lo único que conocía–, lo lleva a encumbrarse en el mundo de la política posicionándolo para llegar a ser el próximo presidente. Esa moraleja-advertencia futurista (¿profecía?) de la obra, creada en la década de los setenta, sobre la simplicidad y el relajamiento de la política y la amenaza de que una persona sin instrucción pudiera, por el poder de los medios, de la televisión en especial –y la mercadotecnia–, llegar a dirigir los destinos de una nación, en especial de un país poderoso, nos alcanzó, según mi entender, en el 2000, en Estados Unidos, el país más poderoso del mundo –y, si me apuran, aquí en nuestro país también–.
Hay quien dice, con datos, que el actual mandatario estadunidense es el que más bajo nivel intelectual ha tenido dentro de la historia de los presidentes de aquel país –por debajo incluso, de Ronald Reagan y su propio padre, George Bush–. Lo peligroso, desde esa perspectiva, son las decisiones que pueden tomar y los efectos que pueden generar en la humanidad y su hábitat, muchos de ellos irreversibles; asimismo, la facilidad que presentan para ser manejados por intereses superiores a los que sirven consciente e inconscientemente. La ventaja, es que sus determinaciones, a veces, en una democracia, pueden ser frenadas por otras fuerzas e instituciones que propician contrapesos.
Así, George Bush, hijo, emprende la recta final de su mandato con un desgaste en su imagen que ni la televisión ni la mercadotecnia pueden salvar. En una intentona por recuperar presencia en terrenos abandonados, este lunes y martes, el mandatario estadunidense visita la ciudad de Mérida, Yucatán, como parada final de su gira por Latinoamérica para entrevistarse, por primera vez, en territorio mexicano con Felipe Calderón.
Antes de arribar a Yucatán, estuvo en Brasil, en Uruguay, Colombia y Guatemala. El propósito de su gira, como se explicaba, tiene que ver, al menos, con tres propósitos.
El primero, vinculado a razones políticas, dado el menosprecio que esta región del mundo le ha merecido a la administración de Bush Jr. Sin duda, ahora le preocupa el crecimiento de gobiernos que tienden a ser críticos de las políticas neoliberales y desconfiados de su gestión. Se trata de liderazgos de centro izquierda que tienden a favorecer proyectos incómodos para los intereses estratégicos de la Casa Blanca y que, además ven con simpatía y solidaridad a gobiernos como el cubano y el venezolano.
El segundo, es impulsar una serie de medidas tendientes, precisamente, a recuperar su influencia en la zona a través de prometer apoyos en materia de libre comercio y agricultura, así como en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo –claro, bajo su concepto y agenda de seguridad–.
Y tercero, además de esa agenda, a Bush, hijo, le interesa el acceso a recursos naturales de vital importancia, como el petróleo y otras fuentes alternas de energía; asimismo, busca impulsar su iniciativa en materia de migración, que si bien no resuelve todos los problemas de los inmigrantes indocumentados que hay en Estados Unidos, sí le permite a ese país, mediante una legalización limitada de su estancia, mantener un control regulado de su frontera sur.
Todos estos propósitos están enmarcados en uno solo: recuperar la influencia deteriorada de su partido, el conservador, en la comunidad latinoamericana que reside en Estados Unidos a fin de que apoye sus políticas bélicas y económicas ante el Congreso –que ahora domina la oposición– y para efectos electorales, donde, como era de esperarse, no le ha ido bien últimamente, sobre todo por el desgaste y la demagogia que ha implicado la invasión militar en Irak.
En cada lugar visitado por el mandatario estadunidense se encontró con manifestaciones de rechazo y repudio a su política militar y de intromisión en cuestiones que competen a la soberanía de cada nación; a su estrategia expansionista, en favor del capital trasnacional y la imposición de su agenda de seguridad, “antiterrorista”. Mérida no ha sido la excepción; su sociedad –haciendo eco del sentir de amplias capas de mexicanos–, también ha repudiado su visita.
La seguridad, por cierto, que rodea a Bush hijo, y su comitiva, es toda una afrenta a la soberanía nacional. Sólo para cuidarlo hay, además de la seguridad mexicana –policías y ejército–, más de tres mil agentes secretos estadunidenses que tomaron la ciudad para su protección en detrimento de sus habitantes y el desarrollo de su vida cotidiana. A México no le dejó nada bueno la administración de Bush Jr., sólo ilusiones alentadas por la enchilada completa del foxismo. Esa será la promesa, la carta fuerte que tratará de volver a vender, ahora a Calderón, a cambio de medidas y recursos que le interesan. La diferencia ahora es que W. Bush va de salida y el Congreso está dominado por demócratas. Así que la negociación hay que hacerla en otra parte y con otros actores. Bush, hijo, por tanto, ni como turista es grato.
miércoles, marzo 07, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
El rumbo del Partido Revolucionario Institucional
En marzo de 1929 el general Plutarco Elías Calles fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR) con el propósito de estabilizar el país, unificar las distintas expresiones triunfadoras de la Revolución Mexicana, de facilitar, por vías pacíficas, las sucesiones presidenciales y darle sentido al proyecto de Nación derivado de la gesta de 1910-1917. Pasar a “ser un país de leyes e instituciones y ya no de caudillos”, pregonaba el líder fundador del partido que se distinguió, por cierto, por eso, por ser un caudillo de su época e instaurar el “maximato” –el poder tras el trono-, hasta que Cárdenas lo exilió.
Esto último quedó precisado y orientado, de manera más clara, en el mandato del general Lázaro Cárdenas, con el cambio de nombre del instituto político, en marzo de 1938, a Partido de la Revolución Mexicana (PRM). La idea del partido, su mito-rector, se fue consolidando no sólo en su ideario, de corte progresista y socialista, sino en la forma de construir sus vínculos con el gobierno (corporativos) y sus prácticas políticas –las buenas y las malas-.
El primer cambio en su concepción original se dio en el periodo de Manuel Avila Camacho, por los tiempos en que postulaba como candidato presidencial a Miguel Alemán Valdés, donde el partido volvió a modificar su nombre al de Partido Revolucionario Institucional (PRI), en enero de 1946, pero no sólo, también en su rompimiento implícito con el pensamiento revolucionario. A partir de entonces, ahora sí y de manera gradual, el pensamiento “de las instituciones”, ligado a la ideología más conservadora y tecnocrática del partido, empezó a ganar presencia y a escalar no sólo en la estructura del partido sino del gobierno. Al mismo tiempo que crecía el interés por la “modernización” del país, un rasgo distintivo de la época estaba dado por el crecimiento de la corrupción al amparo de las formas de mezclar política y negocios –se robaba, pero se repartía, reclaman voces que añoran ese pasado frente a la forma, egoísta y familiar, en que hoy acumulan poder y fortuna algunos de nuestros políticos y funcionarios-.
En suma, y de manera paradójica, en la época de Alemán, con el segundo impulso industrializador del país –el primero fue con Porfirio Díaz-, la Revolución se “institucionalizaba”; la “democracia y justicia social” que reza el lema del partido se volvió asunto de las “instituciones públicas emanadas de la Revolución”, de organizaciones sectorizadas y corporativizadas –leales al partido, claro-, no del pueblo que sólo se volvió un referente discursivo representado por los sectores y las fuerzas vivas del PRI. Todos cabíamos y todos éramos El Partido.
La pérdida de rumbo, de identidad, del PRI se justificaba con la “adecuación” del discurso a los “nuevos” tiempos, y a los políticos –los que querían hacer carrera dentro del sistema- no les quedaba de otra más que disciplinarse y adaptarse para evitar truncar su trayectoria. La alternativa contraria era desaparecer de la escena política –física o virtualmente- o pasarse a la disidencia sin mucho futuro –así, del PRI se desprendieron y conformaron casi todos las expresiones políticas posteriores a su creación-, La otra posibilidad era convertirse en un satélite del partido oficial –una especie de “oposición” simulada y desde ahí negociar posiciones y hacer política clientelar para favorecer negocios y acceso a cargos políticos para cierto tipo de líderes-.
Sin embargo, tanto la estrategia económica, basada en la sustitución de importaciones –de corte proteccionista como la que se practicaba en la mayor parte del mundo-, dio lugar, con éxito, al llamado desarrollo estabilizador (también conocido como “el milagro mexicano”) y sustento al discurso político “nacionalista revolucionario” que daba dirección y sentido a El Partido. En la época de López Mateos, sólo como un lapsus regresivo, él llamó a la ideología del PRI “de izquierda dentro de la Revolución”.
Después de ello el pensamiento y la práctica priísta se volvió más autoritaria e intolerante –queda para el anal de las frases célebres aquella de Fidel Velázquez donde, envalentonado después de los sucesos del 68, declaró enfático algo así como, “ganamos el poder con una revolución y sólo nos quitarán con otra revolución”. No fue necesario. Al PRI, después de varios experimentos durante los sexenios de Echeverría y López Portillo por reciclar y mantener vigente el discurso político en relación con la estrategia económica en crisis y con una deuda externa creciente, lo infiltraron y tomaron como rehén, al partido y al gobierno, un grupo de jóvenes –la mayoría hijos de priístas connotados de viejo cuño- forjados en universidades extranjeras que le dieron un giro radical al discurso priísta para justificar –y ponerlo en sintonía- el arribo bárbaro de las políticas neoliberales.
Con el salinismo el nacionalismo revolucionario se borró de un plumazo del ideario priísta y, de repente, se descubrió que el partido era producto de “el liberalismo social” (heredado de la Reforma y del pensamiento de Jesús Reyes Heroles). En la época de Zedillo se hizo un leve intento de conciliar al partido, nuevamente, con el pensamiento revolucionario, pero las estructuras –que no las bases- y el gobierno ya estaban copados por seguidores de la doctrina neoliberal –por fans del libre comercio, la privatización y el Estado “facilitador” de la inversión privada; la pobreza, la desigualdad, para ellos, es consubstancial a la vida, algo inevitable, y, por tanto, sólo se puede paliar y “combatir”-.
Después de eso, El Partido no sólo perdió la brújula sino el poder formal, la presidencia; fue sustituido por otro que, en el fondo era lo mismo en términos de estrategia económica, sólo se cambió de membrete partidario –y con ello, se mudaron de chaqueta la élite que, en los hechos, nos venía gobernando, sintiéndose más cómoda por estar en armonía con su ideología, con el nuevo partido en el poder formal, y porque dejaban atrás la resistencia, la rémora, de viejos priístas que insistían en volver al pasado-.
El Partido quedó huérfano pero al servicio del poder –siempre será mejor vivir del presupuesto que fuera de él, es la máxima-. A pesar de estas vicisitudes el PRI no desapareció, supo mantenerse a partir de sus alianzas con los poderes fácticos –a los que aún sirve desde la “oposición”- y de su presencia en aquellos estados en que aún gobierna. Ahora está aprendiendo, en muchos lugares, a ser un partido pero con el costo de haber perdido su identidad; en su lugar, el pragmatismo ha ganado presencia.
En esta Asamblea Extraordinaria recién concluida, donde arriba a la dirigencia Beatriz Paredes, se tuvo la posibilidad de definir en sus acuerdos al partido como una fuerza de “centro izquierda”, pero esa idea fue abortada frente al papel que jugará en el futuro próximo. El PRI será el aliado del PAN para sacar adelante las reformas que la derecha política y el capital –nacional y trasnacional reclama; ¿cómo justificar, así, una política progresista y nacionalista?-. El perfil de Beatriz Paredes de hoy no es la de la militante aguerrida de sus inicios sino la de alguien que ha tenido que transitar por ese PRI que mudó de chaqueta.
“El PRI del siglo XXI será un partido que abandere las causas de las mayorías y se comprometa con la agenda social contemporánea; un partido que se sume, si hay afinidad ideológica, a los temas que motivan a la sociedad civil apartidista, sin pretender trastocar sus formas independientes de participación. Un partido que ratifica su compromiso con la equidad entre los géneros y con impulsar espacios políticos para las mujeres… (con) compromiso evidente con las grandes mayorías nacionales y con la necesidad de impulsar en el país el desarrollo equilibrado que erradique miseria y pobreza, despliegue las potencialidades de nuestra gran nación, a efecto de que se garanticen satisfactores básicos y oportunidades para todos”.
Su discurso de toma de posesión poco, muy poco, tiene que ver con la realidad y el papel que el PRI juegue en este sexenio y es que quienes tienen copado al partido piensan diferente –sólo hay que escuchar a Emilio Gamboa o a Manlio Fabio Beltrones-; creen que la ruta para volver a recuperar el poder será moverse más a la derecha, hacerse imperceptible, en la opinión pública, frente a la opción que hoy nos gobierna. Eso que llaman el PRIAN será, tristemente, la cuarta reforma de lo queda de El Partido. Si no, al tiempo.
En marzo de 1929 el general Plutarco Elías Calles fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR) con el propósito de estabilizar el país, unificar las distintas expresiones triunfadoras de la Revolución Mexicana, de facilitar, por vías pacíficas, las sucesiones presidenciales y darle sentido al proyecto de Nación derivado de la gesta de 1910-1917. Pasar a “ser un país de leyes e instituciones y ya no de caudillos”, pregonaba el líder fundador del partido que se distinguió, por cierto, por eso, por ser un caudillo de su época e instaurar el “maximato” –el poder tras el trono-, hasta que Cárdenas lo exilió.
Esto último quedó precisado y orientado, de manera más clara, en el mandato del general Lázaro Cárdenas, con el cambio de nombre del instituto político, en marzo de 1938, a Partido de la Revolución Mexicana (PRM). La idea del partido, su mito-rector, se fue consolidando no sólo en su ideario, de corte progresista y socialista, sino en la forma de construir sus vínculos con el gobierno (corporativos) y sus prácticas políticas –las buenas y las malas-.
El primer cambio en su concepción original se dio en el periodo de Manuel Avila Camacho, por los tiempos en que postulaba como candidato presidencial a Miguel Alemán Valdés, donde el partido volvió a modificar su nombre al de Partido Revolucionario Institucional (PRI), en enero de 1946, pero no sólo, también en su rompimiento implícito con el pensamiento revolucionario. A partir de entonces, ahora sí y de manera gradual, el pensamiento “de las instituciones”, ligado a la ideología más conservadora y tecnocrática del partido, empezó a ganar presencia y a escalar no sólo en la estructura del partido sino del gobierno. Al mismo tiempo que crecía el interés por la “modernización” del país, un rasgo distintivo de la época estaba dado por el crecimiento de la corrupción al amparo de las formas de mezclar política y negocios –se robaba, pero se repartía, reclaman voces que añoran ese pasado frente a la forma, egoísta y familiar, en que hoy acumulan poder y fortuna algunos de nuestros políticos y funcionarios-.
En suma, y de manera paradójica, en la época de Alemán, con el segundo impulso industrializador del país –el primero fue con Porfirio Díaz-, la Revolución se “institucionalizaba”; la “democracia y justicia social” que reza el lema del partido se volvió asunto de las “instituciones públicas emanadas de la Revolución”, de organizaciones sectorizadas y corporativizadas –leales al partido, claro-, no del pueblo que sólo se volvió un referente discursivo representado por los sectores y las fuerzas vivas del PRI. Todos cabíamos y todos éramos El Partido.
La pérdida de rumbo, de identidad, del PRI se justificaba con la “adecuación” del discurso a los “nuevos” tiempos, y a los políticos –los que querían hacer carrera dentro del sistema- no les quedaba de otra más que disciplinarse y adaptarse para evitar truncar su trayectoria. La alternativa contraria era desaparecer de la escena política –física o virtualmente- o pasarse a la disidencia sin mucho futuro –así, del PRI se desprendieron y conformaron casi todos las expresiones políticas posteriores a su creación-, La otra posibilidad era convertirse en un satélite del partido oficial –una especie de “oposición” simulada y desde ahí negociar posiciones y hacer política clientelar para favorecer negocios y acceso a cargos políticos para cierto tipo de líderes-.
Sin embargo, tanto la estrategia económica, basada en la sustitución de importaciones –de corte proteccionista como la que se practicaba en la mayor parte del mundo-, dio lugar, con éxito, al llamado desarrollo estabilizador (también conocido como “el milagro mexicano”) y sustento al discurso político “nacionalista revolucionario” que daba dirección y sentido a El Partido. En la época de López Mateos, sólo como un lapsus regresivo, él llamó a la ideología del PRI “de izquierda dentro de la Revolución”.
Después de ello el pensamiento y la práctica priísta se volvió más autoritaria e intolerante –queda para el anal de las frases célebres aquella de Fidel Velázquez donde, envalentonado después de los sucesos del 68, declaró enfático algo así como, “ganamos el poder con una revolución y sólo nos quitarán con otra revolución”. No fue necesario. Al PRI, después de varios experimentos durante los sexenios de Echeverría y López Portillo por reciclar y mantener vigente el discurso político en relación con la estrategia económica en crisis y con una deuda externa creciente, lo infiltraron y tomaron como rehén, al partido y al gobierno, un grupo de jóvenes –la mayoría hijos de priístas connotados de viejo cuño- forjados en universidades extranjeras que le dieron un giro radical al discurso priísta para justificar –y ponerlo en sintonía- el arribo bárbaro de las políticas neoliberales.
Con el salinismo el nacionalismo revolucionario se borró de un plumazo del ideario priísta y, de repente, se descubrió que el partido era producto de “el liberalismo social” (heredado de la Reforma y del pensamiento de Jesús Reyes Heroles). En la época de Zedillo se hizo un leve intento de conciliar al partido, nuevamente, con el pensamiento revolucionario, pero las estructuras –que no las bases- y el gobierno ya estaban copados por seguidores de la doctrina neoliberal –por fans del libre comercio, la privatización y el Estado “facilitador” de la inversión privada; la pobreza, la desigualdad, para ellos, es consubstancial a la vida, algo inevitable, y, por tanto, sólo se puede paliar y “combatir”-.
Después de eso, El Partido no sólo perdió la brújula sino el poder formal, la presidencia; fue sustituido por otro que, en el fondo era lo mismo en términos de estrategia económica, sólo se cambió de membrete partidario –y con ello, se mudaron de chaqueta la élite que, en los hechos, nos venía gobernando, sintiéndose más cómoda por estar en armonía con su ideología, con el nuevo partido en el poder formal, y porque dejaban atrás la resistencia, la rémora, de viejos priístas que insistían en volver al pasado-.
El Partido quedó huérfano pero al servicio del poder –siempre será mejor vivir del presupuesto que fuera de él, es la máxima-. A pesar de estas vicisitudes el PRI no desapareció, supo mantenerse a partir de sus alianzas con los poderes fácticos –a los que aún sirve desde la “oposición”- y de su presencia en aquellos estados en que aún gobierna. Ahora está aprendiendo, en muchos lugares, a ser un partido pero con el costo de haber perdido su identidad; en su lugar, el pragmatismo ha ganado presencia.
En esta Asamblea Extraordinaria recién concluida, donde arriba a la dirigencia Beatriz Paredes, se tuvo la posibilidad de definir en sus acuerdos al partido como una fuerza de “centro izquierda”, pero esa idea fue abortada frente al papel que jugará en el futuro próximo. El PRI será el aliado del PAN para sacar adelante las reformas que la derecha política y el capital –nacional y trasnacional reclama; ¿cómo justificar, así, una política progresista y nacionalista?-. El perfil de Beatriz Paredes de hoy no es la de la militante aguerrida de sus inicios sino la de alguien que ha tenido que transitar por ese PRI que mudó de chaqueta.
“El PRI del siglo XXI será un partido que abandere las causas de las mayorías y se comprometa con la agenda social contemporánea; un partido que se sume, si hay afinidad ideológica, a los temas que motivan a la sociedad civil apartidista, sin pretender trastocar sus formas independientes de participación. Un partido que ratifica su compromiso con la equidad entre los géneros y con impulsar espacios políticos para las mujeres… (con) compromiso evidente con las grandes mayorías nacionales y con la necesidad de impulsar en el país el desarrollo equilibrado que erradique miseria y pobreza, despliegue las potencialidades de nuestra gran nación, a efecto de que se garanticen satisfactores básicos y oportunidades para todos”.
Su discurso de toma de posesión poco, muy poco, tiene que ver con la realidad y el papel que el PRI juegue en este sexenio y es que quienes tienen copado al partido piensan diferente –sólo hay que escuchar a Emilio Gamboa o a Manlio Fabio Beltrones-; creen que la ruta para volver a recuperar el poder será moverse más a la derecha, hacerse imperceptible, en la opinión pública, frente a la opción que hoy nos gobierna. Eso que llaman el PRIAN será, tristemente, la cuarta reforma de lo queda de El Partido. Si no, al tiempo.
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martes, febrero 27, 2007
Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA
¡Cállate chachalaca!
Jornada Jalisco
En febrero, hace poco más de un año, fue cuando Andrés Manuel López Obrador emitió su famosa consigna de “¡Cállese chachalaca!”, dirigida al entonces presidente Vicente Fox, por la que fue duramente criticado y a la que atribuyen, sus detractores, como una de las causas para bajar su ranking en las preferencias ciudadanas y perder la elección presidencial de julio pasado.
Se trató, se dijo entonces, de una falta de respeto a la investidura presidencial. Nadie lo descalificó en su momento, ni Diego Fernández de Cevallos, que dirigía la Junta de Coordinación Política del Senado ni Manuel Espino, dirigente del Partido Acción Nacional (PAN), ni otros enemigos del Peje, porque se lo hubiera dicho al ciudadano Fox, sino porque se lo dijo al Presidente.
Ante las recientes declaraciones que ha hecho el ex presidente Fox, ahora de gira por el mundo “dando a conocer sus experiencias y los avances de México en materia económica y social, basados en una democracia sólida, con goce pleno de libertades y con una amplia visión de futuro” (tomada la cita de Internet del Centro Fox), valdría la pena preguntarse si el “cállese chachalaca” tendría vigencia hoy que ya puede ser visto como una persona común y si no pensará también Felipe Calderón, coincidiendo con López Obrador, que sería mejor que Fox guardara silencio. Cada que habla, más que ayudar mete en problemas al gobierno actual.
Es cierto que tiene salvado su derecho a expresarse, como cualquier mexicano y es libre de decir barbaridades, pero así como la investidura presidencial lo protegía para que no se le insultara, ahora él debería ser responsable, como ciudadano y ex presidente, de cuidar esa misma investidura y no hablar a la ligera. En la práctica política que hasta hace poco prevalecía en los ex mandatarios, después de su periodo se guardaba un respetuoso silencio y un protagonismo de bajo perfil a fin de no opacar a su relevo, al nuevo Ejecutivo, hecho implícito de un rito que reconocía que su tiempo –y el desgaste de la imagen que significa estar en los reflectores por seis años- había pasado.
Este valor entendido intentó variar, de alguna forma, con Salinas de Gortari, pero Ernesto Zedillo lo paró y le recordó que ya no se volverían a los tiempos del “maximato” (a la época de Plutarco Elías Calles) y él mismo, al término de su mandato, prefirió salir del país y ocuparse en trabajos ligados al sector privado trasnacional –con el que se mueve de manera cómoda-.
El “nuevo protagonismo” de los ex mandatarios, en parte, se explica porque ahora, al ser elegidos más jóvenes para el cargo, terminan su administración en una edad donde su experiencia y productividad aún es aprovechable y les cuesta trabajo pasar al retiro –quieren seguir haciendo grilla-; empero, lo importante es que hoy aprendan, con otras formas y “terapias ocupacionales”, a no hacer sombra a su sucesor y, con ello, meterle ruido a su liderazgo.
Lo que debe quedarles claro es que ya sin la protección de su cargo, sus actos –así como la valoración histórica de gestión-, si siguen siendo públicos, están expuestos al escrutinio popular, sobre todo si se involucran en campos donde su participación ha sido y es cuestionada socialmente.
Y en ese sentido, Vicente Fox sigue en campaña y diciendo sandeces o mentiras, como quiera verse. Nadie discute su derecho hablar, pero ahora que lo hace a titulo personal, muestra, de manera contundente, sus carencias intelectuales; ya no se trata de que su lenguaje coloquial le gane simpatías para sus encuestas de aceptación o para ganar votos, sino que exhibe las limitaciones que siempre tuvo como estadista.
A Washington, Fox fue a decir que utilizó su cargo, su poder, para intentar desaforar a López Obrador y evitar que llegara a ser candidato presidencial, pero no pudo por la presión política y social –“perdí”, aceptó- sin embargo se la cobró 18 meses después, en la elección presidencial apoyando, con todo, al candidato de su partido –“ahí gané”, dijo con cínico orgullo-, declaración que ahora tiene encendido al Partido de la Revolución Democrática (PRD), que quiere fincar cargos en su contra. Dicen que aclaración no pedida, relevo de parte: se evidenció, así, si hubiera dudas, que el famoso “complot”, del que se hizo escarnio hasta la saciedad de López Obrador, sí existió.
Lo declarado en Nigeria termina por confirmar que Fox no aprende ni corrige y hace recordar otro refrán: “el burro hablando de orejas”. Allá, en el colmo de la desvergüenza, fue a decir que un cuerpo electoral fuerte y justo “es la panacea de unos comicios exitosos”; ¡que hay que fortalecer al órgano electoral!, cuando él se lo pasó por el arco del triunfo y lo vulneró en su credibilidad, desde la forma de su integración –bipartidizada- hasta la dudosa actuación del IFE en el proceso electoral –sin frenar, de manera oportuna, la campaña negativa y las evidencias de injerencia del Ejecutivo en el proceso electoral-, pasando por su torpe manejo del conteo de votos en los distritos electorales y de la difusión de los resultados, dejándolo, con ese performance, herido de muerte: “Tras una elección muy ajustada fuimos capaces de hacer más fuerte a la democracia y también de reforzar nuestras instituciones electorales”, ¡qué tal!
Si algo faltara, afirmó que “la recuperación” de 72 años de retraso, por culpa de los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), se debió a su acertada gestión, “a las cuentas claras, la transparencia, la reducción en la tendencia al crecimiento poblacional y la participación en la economía global”. O sea, el maravilloso país que nos legó no sólo fue en materia democrática sino también económica, si no lo cree, aquí están estás perlas de testimonio: “es clave que los ingresos petroleros sean destinados a las mejores prioridades que el país tenga…participamos con fondos públicos en aquellas inversiones tanto como los inversores privados necesitaban para obtener un buen ingreso”, y gracias a los micro-financiamientos y los changarros creados en su gobierno “se combatió la pobreza e incrementó el ingreso de la gente sin formación”. Chulada de gobierno y de país ese Foxilandia que sólo existe en la imaginación (mercadológica) del ex mandatario.
Si algo le debemos, hay que reconocer, es que aprendimos qué es una Chachalaca –un ave cuya característica principal es emitir, en forma repetitiva, ruidos estridentes- y que se ha incorporado al argot y la fauna de la clase política. Si se quiere excluir el nominativo alguien tiene que parar al ex presidente.
No se vale que Fox que rebajó la investidura presidencial, que violentó la autoridad electoral, que aplicó las mismas recetas económicas neoliberales de los últimos 25 años –con resultados desastrosos en el desgarramiento del tejido social- nos diga ahora, sin autoridad moral, que a la democracia hay que respetarla y que se gobernó con la gente, cuando se reconoce que se subsidió al capital con recursos públicos y sabe que usó el excedente petrolero como gasto corriente. Foxilandia seguirá promoviéndose por el mundo mientras los mexicanos nos convencemos más, cada día, que, desde López de Santa Anna, la Presidencia no había sido tan trivializada. Luego nos quejamos de los presidentes bananeros de otros países; da pena ajena.
Jornada Jalisco
En febrero, hace poco más de un año, fue cuando Andrés Manuel López Obrador emitió su famosa consigna de “¡Cállese chachalaca!”, dirigida al entonces presidente Vicente Fox, por la que fue duramente criticado y a la que atribuyen, sus detractores, como una de las causas para bajar su ranking en las preferencias ciudadanas y perder la elección presidencial de julio pasado.
Se trató, se dijo entonces, de una falta de respeto a la investidura presidencial. Nadie lo descalificó en su momento, ni Diego Fernández de Cevallos, que dirigía la Junta de Coordinación Política del Senado ni Manuel Espino, dirigente del Partido Acción Nacional (PAN), ni otros enemigos del Peje, porque se lo hubiera dicho al ciudadano Fox, sino porque se lo dijo al Presidente.
Ante las recientes declaraciones que ha hecho el ex presidente Fox, ahora de gira por el mundo “dando a conocer sus experiencias y los avances de México en materia económica y social, basados en una democracia sólida, con goce pleno de libertades y con una amplia visión de futuro” (tomada la cita de Internet del Centro Fox), valdría la pena preguntarse si el “cállese chachalaca” tendría vigencia hoy que ya puede ser visto como una persona común y si no pensará también Felipe Calderón, coincidiendo con López Obrador, que sería mejor que Fox guardara silencio. Cada que habla, más que ayudar mete en problemas al gobierno actual.
Es cierto que tiene salvado su derecho a expresarse, como cualquier mexicano y es libre de decir barbaridades, pero así como la investidura presidencial lo protegía para que no se le insultara, ahora él debería ser responsable, como ciudadano y ex presidente, de cuidar esa misma investidura y no hablar a la ligera. En la práctica política que hasta hace poco prevalecía en los ex mandatarios, después de su periodo se guardaba un respetuoso silencio y un protagonismo de bajo perfil a fin de no opacar a su relevo, al nuevo Ejecutivo, hecho implícito de un rito que reconocía que su tiempo –y el desgaste de la imagen que significa estar en los reflectores por seis años- había pasado.
Este valor entendido intentó variar, de alguna forma, con Salinas de Gortari, pero Ernesto Zedillo lo paró y le recordó que ya no se volverían a los tiempos del “maximato” (a la época de Plutarco Elías Calles) y él mismo, al término de su mandato, prefirió salir del país y ocuparse en trabajos ligados al sector privado trasnacional –con el que se mueve de manera cómoda-.
El “nuevo protagonismo” de los ex mandatarios, en parte, se explica porque ahora, al ser elegidos más jóvenes para el cargo, terminan su administración en una edad donde su experiencia y productividad aún es aprovechable y les cuesta trabajo pasar al retiro –quieren seguir haciendo grilla-; empero, lo importante es que hoy aprendan, con otras formas y “terapias ocupacionales”, a no hacer sombra a su sucesor y, con ello, meterle ruido a su liderazgo.
Lo que debe quedarles claro es que ya sin la protección de su cargo, sus actos –así como la valoración histórica de gestión-, si siguen siendo públicos, están expuestos al escrutinio popular, sobre todo si se involucran en campos donde su participación ha sido y es cuestionada socialmente.
Y en ese sentido, Vicente Fox sigue en campaña y diciendo sandeces o mentiras, como quiera verse. Nadie discute su derecho hablar, pero ahora que lo hace a titulo personal, muestra, de manera contundente, sus carencias intelectuales; ya no se trata de que su lenguaje coloquial le gane simpatías para sus encuestas de aceptación o para ganar votos, sino que exhibe las limitaciones que siempre tuvo como estadista.
A Washington, Fox fue a decir que utilizó su cargo, su poder, para intentar desaforar a López Obrador y evitar que llegara a ser candidato presidencial, pero no pudo por la presión política y social –“perdí”, aceptó- sin embargo se la cobró 18 meses después, en la elección presidencial apoyando, con todo, al candidato de su partido –“ahí gané”, dijo con cínico orgullo-, declaración que ahora tiene encendido al Partido de la Revolución Democrática (PRD), que quiere fincar cargos en su contra. Dicen que aclaración no pedida, relevo de parte: se evidenció, así, si hubiera dudas, que el famoso “complot”, del que se hizo escarnio hasta la saciedad de López Obrador, sí existió.
Lo declarado en Nigeria termina por confirmar que Fox no aprende ni corrige y hace recordar otro refrán: “el burro hablando de orejas”. Allá, en el colmo de la desvergüenza, fue a decir que un cuerpo electoral fuerte y justo “es la panacea de unos comicios exitosos”; ¡que hay que fortalecer al órgano electoral!, cuando él se lo pasó por el arco del triunfo y lo vulneró en su credibilidad, desde la forma de su integración –bipartidizada- hasta la dudosa actuación del IFE en el proceso electoral –sin frenar, de manera oportuna, la campaña negativa y las evidencias de injerencia del Ejecutivo en el proceso electoral-, pasando por su torpe manejo del conteo de votos en los distritos electorales y de la difusión de los resultados, dejándolo, con ese performance, herido de muerte: “Tras una elección muy ajustada fuimos capaces de hacer más fuerte a la democracia y también de reforzar nuestras instituciones electorales”, ¡qué tal!
Si algo faltara, afirmó que “la recuperación” de 72 años de retraso, por culpa de los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), se debió a su acertada gestión, “a las cuentas claras, la transparencia, la reducción en la tendencia al crecimiento poblacional y la participación en la economía global”. O sea, el maravilloso país que nos legó no sólo fue en materia democrática sino también económica, si no lo cree, aquí están estás perlas de testimonio: “es clave que los ingresos petroleros sean destinados a las mejores prioridades que el país tenga…participamos con fondos públicos en aquellas inversiones tanto como los inversores privados necesitaban para obtener un buen ingreso”, y gracias a los micro-financiamientos y los changarros creados en su gobierno “se combatió la pobreza e incrementó el ingreso de la gente sin formación”. Chulada de gobierno y de país ese Foxilandia que sólo existe en la imaginación (mercadológica) del ex mandatario.
Si algo le debemos, hay que reconocer, es que aprendimos qué es una Chachalaca –un ave cuya característica principal es emitir, en forma repetitiva, ruidos estridentes- y que se ha incorporado al argot y la fauna de la clase política. Si se quiere excluir el nominativo alguien tiene que parar al ex presidente.
No se vale que Fox que rebajó la investidura presidencial, que violentó la autoridad electoral, que aplicó las mismas recetas económicas neoliberales de los últimos 25 años –con resultados desastrosos en el desgarramiento del tejido social- nos diga ahora, sin autoridad moral, que a la democracia hay que respetarla y que se gobernó con la gente, cuando se reconoce que se subsidió al capital con recursos públicos y sabe que usó el excedente petrolero como gasto corriente. Foxilandia seguirá promoviéndose por el mundo mientras los mexicanos nos convencemos más, cada día, que, desde López de Santa Anna, la Presidencia no había sido tan trivializada. Luego nos quejamos de los presidentes bananeros de otros países; da pena ajena.
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