El rumbo del Partido Revolucionario Institucional
En marzo de 1929 el general Plutarco Elías Calles fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR) con el propósito de estabilizar el país, unificar las distintas expresiones triunfadoras de la Revolución Mexicana, de facilitar, por vías pacíficas, las sucesiones presidenciales y darle sentido al proyecto de Nación derivado de la gesta de 1910-1917. Pasar a “ser un país de leyes e instituciones y ya no de caudillos”, pregonaba el líder fundador del partido que se distinguió, por cierto, por eso, por ser un caudillo de su época e instaurar el “maximato” –el poder tras el trono-, hasta que Cárdenas lo exilió.
Esto último quedó precisado y orientado, de manera más clara, en el mandato del general Lázaro Cárdenas, con el cambio de nombre del instituto político, en marzo de 1938, a Partido de la Revolución Mexicana (PRM). La idea del partido, su mito-rector, se fue consolidando no sólo en su ideario, de corte progresista y socialista, sino en la forma de construir sus vínculos con el gobierno (corporativos) y sus prácticas políticas –las buenas y las malas-.
El primer cambio en su concepción original se dio en el periodo de Manuel Avila Camacho, por los tiempos en que postulaba como candidato presidencial a Miguel Alemán Valdés, donde el partido volvió a modificar su nombre al de Partido Revolucionario Institucional (PRI), en enero de 1946, pero no sólo, también en su rompimiento implícito con el pensamiento revolucionario. A partir de entonces, ahora sí y de manera gradual, el pensamiento “de las instituciones”, ligado a la ideología más conservadora y tecnocrática del partido, empezó a ganar presencia y a escalar no sólo en la estructura del partido sino del gobierno. Al mismo tiempo que crecía el interés por la “modernización” del país, un rasgo distintivo de la época estaba dado por el crecimiento de la corrupción al amparo de las formas de mezclar política y negocios –se robaba, pero se repartía, reclaman voces que añoran ese pasado frente a la forma, egoísta y familiar, en que hoy acumulan poder y fortuna algunos de nuestros políticos y funcionarios-.
En suma, y de manera paradójica, en la época de Alemán, con el segundo impulso industrializador del país –el primero fue con Porfirio Díaz-, la Revolución se “institucionalizaba”; la “democracia y justicia social” que reza el lema del partido se volvió asunto de las “instituciones públicas emanadas de la Revolución”, de organizaciones sectorizadas y corporativizadas –leales al partido, claro-, no del pueblo que sólo se volvió un referente discursivo representado por los sectores y las fuerzas vivas del PRI. Todos cabíamos y todos éramos El Partido.
La pérdida de rumbo, de identidad, del PRI se justificaba con la “adecuación” del discurso a los “nuevos” tiempos, y a los políticos –los que querían hacer carrera dentro del sistema- no les quedaba de otra más que disciplinarse y adaptarse para evitar truncar su trayectoria. La alternativa contraria era desaparecer de la escena política –física o virtualmente- o pasarse a la disidencia sin mucho futuro –así, del PRI se desprendieron y conformaron casi todos las expresiones políticas posteriores a su creación-, La otra posibilidad era convertirse en un satélite del partido oficial –una especie de “oposición” simulada y desde ahí negociar posiciones y hacer política clientelar para favorecer negocios y acceso a cargos políticos para cierto tipo de líderes-.
Sin embargo, tanto la estrategia económica, basada en la sustitución de importaciones –de corte proteccionista como la que se practicaba en la mayor parte del mundo-, dio lugar, con éxito, al llamado desarrollo estabilizador (también conocido como “el milagro mexicano”) y sustento al discurso político “nacionalista revolucionario” que daba dirección y sentido a El Partido. En la época de López Mateos, sólo como un lapsus regresivo, él llamó a la ideología del PRI “de izquierda dentro de la Revolución”.
Después de ello el pensamiento y la práctica priísta se volvió más autoritaria e intolerante –queda para el anal de las frases célebres aquella de Fidel Velázquez donde, envalentonado después de los sucesos del 68, declaró enfático algo así como, “ganamos el poder con una revolución y sólo nos quitarán con otra revolución”. No fue necesario. Al PRI, después de varios experimentos durante los sexenios de Echeverría y López Portillo por reciclar y mantener vigente el discurso político en relación con la estrategia económica en crisis y con una deuda externa creciente, lo infiltraron y tomaron como rehén, al partido y al gobierno, un grupo de jóvenes –la mayoría hijos de priístas connotados de viejo cuño- forjados en universidades extranjeras que le dieron un giro radical al discurso priísta para justificar –y ponerlo en sintonía- el arribo bárbaro de las políticas neoliberales.
Con el salinismo el nacionalismo revolucionario se borró de un plumazo del ideario priísta y, de repente, se descubrió que el partido era producto de “el liberalismo social” (heredado de la Reforma y del pensamiento de Jesús Reyes Heroles). En la época de Zedillo se hizo un leve intento de conciliar al partido, nuevamente, con el pensamiento revolucionario, pero las estructuras –que no las bases- y el gobierno ya estaban copados por seguidores de la doctrina neoliberal –por fans del libre comercio, la privatización y el Estado “facilitador” de la inversión privada; la pobreza, la desigualdad, para ellos, es consubstancial a la vida, algo inevitable, y, por tanto, sólo se puede paliar y “combatir”-.
Después de eso, El Partido no sólo perdió la brújula sino el poder formal, la presidencia; fue sustituido por otro que, en el fondo era lo mismo en términos de estrategia económica, sólo se cambió de membrete partidario –y con ello, se mudaron de chaqueta la élite que, en los hechos, nos venía gobernando, sintiéndose más cómoda por estar en armonía con su ideología, con el nuevo partido en el poder formal, y porque dejaban atrás la resistencia, la rémora, de viejos priístas que insistían en volver al pasado-.
El Partido quedó huérfano pero al servicio del poder –siempre será mejor vivir del presupuesto que fuera de él, es la máxima-. A pesar de estas vicisitudes el PRI no desapareció, supo mantenerse a partir de sus alianzas con los poderes fácticos –a los que aún sirve desde la “oposición”- y de su presencia en aquellos estados en que aún gobierna. Ahora está aprendiendo, en muchos lugares, a ser un partido pero con el costo de haber perdido su identidad; en su lugar, el pragmatismo ha ganado presencia.
En esta Asamblea Extraordinaria recién concluida, donde arriba a la dirigencia Beatriz Paredes, se tuvo la posibilidad de definir en sus acuerdos al partido como una fuerza de “centro izquierda”, pero esa idea fue abortada frente al papel que jugará en el futuro próximo. El PRI será el aliado del PAN para sacar adelante las reformas que la derecha política y el capital –nacional y trasnacional reclama; ¿cómo justificar, así, una política progresista y nacionalista?-. El perfil de Beatriz Paredes de hoy no es la de la militante aguerrida de sus inicios sino la de alguien que ha tenido que transitar por ese PRI que mudó de chaqueta.
“El PRI del siglo XXI será un partido que abandere las causas de las mayorías y se comprometa con la agenda social contemporánea; un partido que se sume, si hay afinidad ideológica, a los temas que motivan a la sociedad civil apartidista, sin pretender trastocar sus formas independientes de participación. Un partido que ratifica su compromiso con la equidad entre los géneros y con impulsar espacios políticos para las mujeres… (con) compromiso evidente con las grandes mayorías nacionales y con la necesidad de impulsar en el país el desarrollo equilibrado que erradique miseria y pobreza, despliegue las potencialidades de nuestra gran nación, a efecto de que se garanticen satisfactores básicos y oportunidades para todos”.
Su discurso de toma de posesión poco, muy poco, tiene que ver con la realidad y el papel que el PRI juegue en este sexenio y es que quienes tienen copado al partido piensan diferente –sólo hay que escuchar a Emilio Gamboa o a Manlio Fabio Beltrones-; creen que la ruta para volver a recuperar el poder será moverse más a la derecha, hacerse imperceptible, en la opinión pública, frente a la opción que hoy nos gobierna. Eso que llaman el PRIAN será, tristemente, la cuarta reforma de lo queda de El Partido. Si no, al tiempo.
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