La moral del silencio
Jornada Jalisco
Resulta difícil establecer lo que es bueno y lo que es malo desde el enfoque cerrado de una moral que ha funcionado como dogma desde hace siglos. El dogma, como se sabe, es una verdad sagrada que no está sujeta a cuestionamiento ni a cambio alguno. Simplemente se acepta porque así lo dispone la institución que aglutina y domina el pensamiento de sus seguidores. De ahí que entre el dogma y el fanatismo hay una distancia que se evapora en el aire. Y el fanatismo, como se sabe también, es la conducta irracional que se asume para defender como sea el dogma y para imponérselo a otros.
Lo que no resulta tan difícil es precisar hasta dónde la Iglesia Católica, como estructura burocrática cuya función primordial y razón de ser es la preservación del dogma, representa los principios y los propósitos originales del cristianismo, de la filosofía profundamente humana de Jesús. La jerarquía eclesiástica no representa sino sus propios intereses como casta religiosa, como una clase social que ha acumulado un poder inmenso sobre las almas y los cuerpos de millones de personas en el mundo. Mantener el dogma es garantizar la existencia de esta estructura inmensa de control humano.
Habría que recordar que hubo un tiempo en que la Iglesia Católica contaba con posiciones fuertes de poder político. (Las está volviendo a ganar ahora.) La vigilancia del dogma llegaba entonces a extremos inconcebibles. Millones de personas en el mundo fueron perseguidas, torturadas, quemadas en hogueras públicas, humilladas, encarceladas, desterradas, asesinadas, para evitar que otra cosa pudiera poner en duda el dogma sagrado. La lucha ha sido, por ello, entre las tinieblas densas del fanatismo y la luz reveladora de la ciencia. El dogma no tolera a la ciencia porque se sustenta en la ignorancia, en una fe ciega que es la antítesis de la libertad humana.
Lo más lamentable es que en esta época, cuando la ciencia ha provocado el desplome de muchos de los pilares del dogma, se mantengan actitudes que sólo se pueden concebir en una sociedad cerrada, atrapada en la ignorancia. El dogma de la Iglesia Católica es un dique enorme que no deja de obstaculizar el desarrollo pleno de la sociedad. Una religión tendría que abrirse también a la duda, al cuestionamiento, al pensamiento crítico, a la renovación, al cambio; como sucede con las filosofías, particularmente las que se refieren a la existencia humana, a la búsqueda de sentido. Desde luego que el desarrollo de una conciencia lúcida pondría también en cuestión el poder inmenso que ha acumulado a lo largo de todos estos siglos la jerarquía católica. Y tratándose de poder, sea del tipo que sea, lo que sucede es que quienes lo detentan no lo quieren dejar por nada del mundo.
La condena visceral, sin concesiones, a una iniciativa que se ha tomado en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, relacionada con la despenalización del aborto, cuyo impacto se ha sentido en todo el país, tiene que ver en realidad con la defensa a ultranza de ese dogma sagrado, inamovible, compacto como un monolito, que ha sido la piedra sobre la que se ha erigido esta estructura vertical de mando de la Iglesia Católica. Entre los pilares de marfil de este dogma se encuentra, precisamente, esa concepción patriarcal, discriminatoria, esclavista, que tiene la institución religiosa sobre la mujer.
En el fondo, de lo que se trata es de mantener a toda costa esa negativa infame a reconocerle a la mujer sus derechos de género, sus derechos fundamentales de ser humano, entre los que se encuentra el derecho a decidir sobre su propio cuerpo, que tiene que ver con la libertad. La Iglesia, por su parte, se refugia en su dogma para mantener esas relaciones en que la mujer no podía aspirar sino a ser la esclava del hombre, la esclava del mundo. Y hay que recordar que la jerarquía eclesiástica está formada por hombres. Las mujeres en esta institución religiosa no tienen derecho ni al sacerdocio. ¿Cómo esperar que les reconozcan a las mujeres seglares su derecho a la libertad, a la libre opción, mucho menos a reconocer su cuerpo como algo que no puede pertenecer sino a sí mismas?
El dogma de la Iglesia mantiene una verdad que resulta insostenible: que el alma es como un soplo de vida que ocupa al ser humano desde el momento de la concepción. De ahí que cualquier interrupción de este proceso es equivalente a un asesinato. Por lo tanto, el aborto, no importa la circunstancia en que se dé, es un asesinato. Una lógica que en primera instancia parecería fulminante. Pero es también una cuestión de semántica. ¿Un embarazo interrumpido es igual a un asesinato? La Iglesia ha llevado la cuestión hasta un extremo bárbaro: hasta evitar la concepción es un pecado. De ahí la prohibición al uso de los métodos anticonceptivos. Que las mujeres tengan los hijos que Dios les mande, aunque la Iglesia, por supuesto, incluso ni el Estado, se hagan cargo del destino de estos niños.
Una cuestión tan delicada como el aborto debe estar en el debate público. Pero al margen de todo dogma. Es necesario analizar el problema desde todos los puntos de vista, desde todos los ángulos de la ciencia y la ética: ¿en qué momento del embarazo el embrión adquiere las características plenas de un ser humano? ¿Es mejor mantener esta problemática en el silencio, de plano en la clandestinidad? El hecho es que miles de mujeres se ven obligadas por diferentes circunstancias a interrumpir un embarazo no deseado, o que pone en peligro su vida, y muchas de ellas mueren en el acto o quedan con secuelas que les echan a perder la existencia. No se trata de fomentar el aborto. Es seguro que ninguna mujer recurriría a él por gusto. Pero es necesario que las leyes no lo penalicen y que normen su práctica médica.
Desde luego que la moral del silencio se alimenta de hipocresía. Quienes dicen defender la vida desde el primer momento de su concepción no hacen nada, en cambio, por acabar con las guerras que existen en el mundo, como la de Irak, por ejemplo, o de proteger a todos esos niños que han nacido con el futuro cancelado, que se mueren a causa de enfermedades que son curables, que se quedan sobreviviendo en los márgenes más extremos de la realidad. Y tampoco hacen nada por reconocer y castigar las perversiones que algunos de los ministros religiosos cometen contra niños inocentes. En el fondo, de lo que se trata es de negarle a la mujer su derecho a decidir por sí misma, su derecho al placer, su derecho, en fin, a realizarse plenamente sin que la Iglesia siga siendo esa Inquisición que la arroja a la hoguera cada vez que, como Juana de Arco o Sor Juana Inés de la Cruz, se atreven a salir de su cárcel con arrojo en busca de la libertad.
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