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martes, marzo 27, 2007

Opinión - Manuel García Urrutia

Costa Gavras

A Juan Manuel, por su cumpleaños y ser una de las tres maravillas de mi vida.

Jornada Jalisco


El director griego, forjado en el cine francés, Constantin Costa Gavras, presente en el 22 Festival Internacional de Guadalajara

Hay personas, relaciones, acontecimientos y experiencias que marcan la forma y el sentido de ver la vida. Es cierto que el ser humano es, en buena medida, su circunstancia. Entre los muchos hechos, obras y personajes que, de alguna manera, han influido en mi compromiso social –y quizá en mi generación– están, sin duda, películas que tuvieron la cualidad de mostrar injusticias provocadas por intereses y vocaciones autoritarias y represoras, por ideologías dominantes y globalizantes que se van imponiendo a los pueblos y la lucha que provocan para resistir, para desenmascarar –para generar conciencia– y llevar adelante ideas libertarias frente a la opresión, la sumisión y la desigualdad.

Uno de esos personajes es, sin duda, el director griego –forjado en el cine francés– Constantin Costa Gavras (1933), ahora presente en el 22 Festival Internacional de Cine, en Guadalajara.

Ayer (26-03-2007) que leía una espléndida crónica de Arturo Cruz Bárcenas, en el suplemento Días de Cine, de La Jornada Jalisco, sobre la presentación del libro De héroes y traidores-El cine de Costa-Gavras –de Esteve Riambau (Barcelona, 1955)– recordaba la razón, la causas de ello; él decía: “se habla mucho de política de películas políticas, así se ve mi cine, pero yo no lo veo así. Pienso que todas las películas son políticas, que la política no es la pertenencia a un partido o a la votación; la política es un comportamiento de cada uno de nosotros en la vida cotidiana. Para mí eso es la política; es mucho más que las elecciones”.

Un amigo, Tomás Mojarro, me decía que el arte –una poesía, un libro, una película, una pintura, una escultura, una danza, una artesanía– desmerecía, perdía valor, cuando se politizaba; que la obra debería apreciarse por su estética, sin prejuicios sobre el autor y su contenido. Cuando lo platicamos dudé y me resistí a pensarlo y verlo así, pero durante mucho tiempo lo acepté. Sin embargo, debo confesar que en el fondo de mi corazón ahora valoro más cuando sé que atrás de la obra y su autor hay conciencia social; no puedo evitarlo. Así me pasa con Costa Gavras: veo arte, creatividad, pero también veo el compromiso de vida, la percepción de la autenticidad, y eso lo hace doblemente enriquecedor. Además, realmente es todo un reto convertir la lucha, la gesta y su denuncia, de asuntos complejos a testimonios de la vida cotidiana, a cosas que dan explicación, sentido y causa a la dinámica social, a la acción colectiva.

Así fue mi encuentro con Costa Gavras. La primera experiencia, fue Z, una película basada en hechos reales –pero novelados por Vassilis Vasslikos– que trata de la conspiración desde el poder para desaparecer a un dirigente político popular e incomodo para el régimen cuando participaba en una demostración contra las armas nucleares, tratándolo de hacer aparecer como accidente. El acontecimiento generó un caos y llevó a la justificación de un golpe de Estado en Grecia.

La manera de presentar la historia y cómo se mueven, desde la oscuridad, los mandos policiacos –al servicio de intereses poderosos–, para ir desarrollando su plan es muy ilustrativo de la forma en que operan gobiernos autoritarios –maquillados de democráticos– en cualquier parte del mundo. Obviamente fue una película que tuvo muchos problemas para ser exhibida en varios países.

Después vi Estado de sitio, que iba a ser filmado en México, pero terminó por hacerse en el Chile de Salvador Allende y que trataba de un secuestro-crimen, de un agregado diplomático, un cónsul y un personaje siniestro –agente de la CIA y “asesor” para torturas del gobierno militar–, en Uruguay, por parte de un grupo rebelde tupamaro. El hecho justifica la represión, persecución, endurecimiento y el control autoritario del país. Desde esa época, los años setenta, se libraba ya la lucha ideológica de querer presentar batallas sociales y políticas reivindicadoras de la autonomía popular, por la justicia social o por un sistema democrático, como “terroristas”. Ahora, a la luz de los últimos acontecimientos en España, en Colombia, o lugares más lejanos como Irak, Palestina, Afganistán, nadie duda en llamar “terroristas” a los que luchan por querer sacar de sus tierras a los invasores o por reivindicar aspiraciones de justicia e independencia. Esta posición conservadora sobre lo que se denomina “terrorismo” se ha venido imponiendo, después del 11 de septiembre de 2001, sobre todo lo que llega a desafiar o resistirse a su hegemonía.

Luego vi La Confesión donde critica los sistemas totalitarios, de izquierda y derecha –aunque de manera más precisa aludía a la experiencia del socialismo estaliniano–. En Desaparecido narra la historia de un periodista estadunidense secuestrado durante el régimen de Augusto Pinochet, en Chile, evidenciando la hipocresía del gobierno garante de la democracia y la libertad global con su apoyo a la dictadura, aun a costa de coartar y reprimir libertades y derechos humanos.

Una experiencia más cercana –por mi formación cristiana– y reciente, tuvo que ver con Amén, que alude al silencio cómplice de la Iglesia Católica ante las atrocidades cometidas por Hitler en aras de contener al comunismo ruso, que fue parte del ejército aliado en la Segunda Guerra Mundial. La película ha sido cuestionada por la forma en que se trata la imagen del Papa Pío XII como un líder, religioso y moral, pasivo frente al genocidio contra el pueblo judío.

Amén está basada en la obra de teatro titulada El vicario (Rolf Hochhuth, 1960) y aunque cuestionada por historiadores y contradicha por algunos hechos –el Congreso Mundial Judío reconoció, al tiempo, el apoyo del Papa para salvar las vidas de un número importante de su pueblo durante la guerra–, alentó las insinuaciones de relaciones poco claras y convenencieras entre Pío XII y el nazismo.

El argumento cuenta la historia del químico Kurtz Gerstein, oficial alemán del servicio secreto, encargado de fabricar el gas Ziklon B utilizado en los campos de concentración donde se ubicaban y desaparecían a los judíos. En un principio Kurtz pensaba que dicho gas se utilizaba para desinfectar el agua que toman los soldados en sus barracas, hasta que un día presencia el uso que realmente se le daba. Horrorizado y animado por su honda conciencia cristiana comunica su descubrimiento a sus más íntimos amigos, integrantes éstos de la comunidad religiosa a la que pertenecía. Cuando fracasa en su intento de que los dirigentes religiosos denuncien públicamente la situación, lo intenta con la Iglesia Católica a través del padre Fontana, un joven sacerdote diplomático de la nunciatura de Berlín, pero sólo recibirá negativas, cuando no burlas, del nuncio apostólico, del Secretario de Estado Vaticano, y del propio Pío XII; tampoco sus conversaciones con miembros de las cancillerías aliadas, principalmente de Estados Unidos, dan ningún resultado.

Más allá de las precisiones históricas o de la crítica aguda a la institución eclesiástica, la cinta combina la existencia de un personaje real, el alemán, creyente y cristiano, creador del gas letal que sirvió para el exterminio de millones de judíos, pero que intentó denunciar la masacre y otro ficticio, encarnado por un sacerdote jesuita donde Costa Gavras, trata de simbolizar lo que significa el verdadero compromiso cristiano –el “amar al prójimo como a uno mismo”–, o sea, la denuncia frente a la injusticia, el ponerse del lado de los débiles ante la opresión y luchar por el respeto a la dignidad y la vida humana. El amor tiene muchas formas de manifestarse, pero sin duda, la más sublime es cuando es capaz de sacrificarse por lo que se cree, por las convicciones, y la solidaridad por el otro; cuando es capaz de darse sin más. Amén arremete contra las instituciones eclesiásticas, pero defiende a los hombres y mujeres que luchan –con ética y movidos por su fe– por lo que creen, por sus objetivos. De alguna forma, Costa Gavras toma posición, al criticar la conducta de la jerarquía católica en la época del nazismo, por un cristianismo activo, por un compromiso de vida que sirva para dignificar el presente y no sólo, como algunos piensan, la otra vida, en el cielo.

En suma, Costa Gavras (74 años) es un cineasta que ha realizado varias películas memorables con un claro compromiso político y que han ganado diversos premios en el mundo, tanto por su calidad como por la profundidad y complejidad con que aborda los temas a los que él recurre. Si hoy lo recordamos con aprecio y admiración no sólo es por su presencia en Guadalajara sino como un pequeño tributo a los que fuimos influenciados por su visión y compromiso frente a la realidad. Sirva para que mi hijo también busque sus propias referencias y conozca las que nos marcaron.

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