Todas las mujeres, de cualquier nivel socioeconómico, tienen el mismo derecho a ser atendidas en condiciones adecuadas de dignidad e higiene, cuando tengan necesidad y decidan abortar Foto: ARCHIVO
Jornada Jalisco
El aborto es un tema que recurrentemente regresa al debate nacional, ahora es provocado por la iniciativa que se discute en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal que amplía las causas para despenalizarlo. Su análisis ha permeado ya diversos sectores sociales y las posiciones se polarizan. Cada parte involucrada en esta problemática deja ver –y enfatiza–, de manera legítima, aquellas cuestiones que fundamentan su posición a favor o en contra de la medida.
Es lógico que las instituciones religiosas, los partidos políticos y diversos sectores sociales, académicos y científicos expresen y fundamenten su punto de vista. Es natural que la polémica también sea tamizada por los valores culturales de una sociedad, pero es el gobierno –quienes nos gobiernan–, en una democracia, quien debe ser sensible, registrar y calibrar, de manera integral y ponderada, los términos de la controversia. Un gobierno aunque emane de un partido debe “gobernar” para toda la sociedad, más allá de ideologías, convicciones personales y valoraciones éticas –que son subjetivas– de los funcionarios públicos. Hay derechos de mayorías y derechos de minorías en un régimen que se jacta de democrático y aunque, en ocasiones, una ley, un decreto, un programa, una política pública, no sean del mayor agrado de quien gobierna, si es necesario, tendría que respetarse y aplicarse. En un sistema democrático no hay temas tabú, menos los hay si obedecen a necesidades sociales y a problemas que, como autoridad, hay que enfrentar.
Por eso, parece y se percibe autoritario cualquier comentario de un gobernante que cierre el paso a las posibilidades de generar una discusión sobre el aborto simplemente porque no va de acuerdo con su manera de pensar o sus creencias religiosas. Nadie está en contra de que pueda, como parte, del debate, expresar su opinión –eso sí, de manera igual, equitativa, de que quien piense diferente–; es cierto las convicciones no son para guardarse en un closet, aun en el ejercicio de la función pública, pero tampoco son para aplastar o anular a quien no piensa como uno o, peor, a quien se opone a ese pensamiento y es capaz de expresarlo.
Triste, más triste, cuando en una sociedad plural y compleja aquellas corrientes de pensamiento social y político que se dicen progresistas renuncian al debate y, esas sí, se meten en un closet porque les da pena –o se justifican diciendo que no “hay condiciones”– defender su programa histórico, su proyecto de sociedad. Hace mucho, y más en Jalisco, que la izquierda política dejó de serlo; hoy sólo es un espacio y un mecanismo marginal para llegar a ejercer puestos de representación popular –claro, por la vía plurinominal–, públicos o académicos, pero nada más. La izquierda partidaria se conformó, con ser comparsa del poder y nadar de muertito; ya olvidó el movimiento y las causas sociales –en Jalisco no pugna por organizar y gestionar las demandas populares, ni busca el poder real, sólo lucha por ser parte del presupuesto–. Se ha escolarizado, intelectualizado y su mundo anda coquetendo con las altas esferas del poder haciéndole las tareas que no le vienen bien, como la promoción de la cultura; es más cómodo y permite rozarse con un mundo de izquierda fascinante y light.
Quizá está bien para el grupo dominante, pero está claro que no le va a entrar, donde tiene cierta presencia, al tema del debate sobre el aborto ni de las sociedades de convivencia. Ya dijeron, “en Jalisco no hay condiciones” y no porque haya ganado las elecciones el PAN sino porque han renunciado a su compromiso histórico; quizá es lo que piensan que es una izquierda moderna.
Sin embargo, esa izquierda seguirá rezagada, perdida en su rumbo, y el debate ahí está –impulsada por la dinámica social y otros correligionarios a los que ahora, que son diputados o funcionarios, niegan y les dan la espalda- y la realidad ahí está: muchas –o pocas, como se quiera ver– mujeres serán perseguidas como delincuentes y tendrán problemas para cuidar su salud cuando tengan necesidad de practicarse un aborto. Eso no les preocupa, pero sí molestar al obispo o confrontarse con los poderes fácticos porque les pueden afectar apoyos y reductos en los que se han cobijado.
Decía Mitterand –que creó en su gestión un Ministerio de Derechos de la Mujer–, cuando en Francia se discutía con pasión el tema sobre la despenalización del aborto, que una cosa eran sus convicciones personales en materia religiosa –se asumía como católico– y otra era su responsabilidad como gobernante de una nación.
Decidir sobre la vida y la muerte son siempre temas polémicos pero es deber del Estado generar las condiciones democráticas para que la reflexión se dé. El aborto es un asunto íntimamente ligado a un asunto propio de la condición de la mujer –ningún varón aborta– y como tal debiera ser su voz elevada a un derecho que le permita recapacitar, libremente, sobre la problemática integral que le atañe. De ahí debieran derivarse las políticas públicas que apuntalen su protagonismo en la sociedad actual.
Recuerdo una alumna que me confesaba, con aflicción, que acaba de embarazarse de una persona casada y que quería abortar, –por diversas razones– y me pedía ayuda. Ella sola, que era católica, analizaba que si abortaba iba a vivir con ello en su conciencia toda la vida y yo le hacía ver que teniendo un hijo también iba a vivir con “eso” toda la vida, que era su decisión. Decidí canalizarla con otra persona experta, pero lo cierto es que ella decidió abortar y como era de una familia acomodada pudo hacerlo en Estados Unidos, sin problemas más allá de su conflicto ético. Hoy es una profesionista exitosa y no sé qué pase por su mente.
Otro ejemplo que ha hecho que me forje una opinión al respecto tiene que ver con un vecino muy amable –siempre nos saludabamos y nos encargabamos las casas cuando había que hacer un viaje– que no sabía a que me dedicaba ni yo su profesión. Un día vi que una ambulancia llegaba a su casa y recogía a una jovencita que había muerto desangrada; él practicaba abortos clandestinos y tuvo que huir. Me quedó claro que más allá de cifras y de problemas personales no era justo que alguien que tenía dinero pudiera resolver su “problema” yendo a otro país y otra mujer que a lo mejor no tenía recursos para irse a otro país tuviera que abortar en una casa clandestina sin el personal y las condiciones adecuadas para preservar su salud.
Hay información que se contradice –obviamente matizada por discursos religiosos– sobre la presencia de la “vida humana” en el seno de la madre, pero la mayoría de los expertos tienden a dar un tiempo para su gestación. Esa es otra discusión que la tendrán que dar expertos científicos y no fanáticos religiosos que quieren imponernos su fe. Sin embargo, entiendo que el aborto es un asunto que, más allá de cifras y de las implicaciones éticas y religiosas que cada ser humano, en lo individual –aunque suene redundante: lo ético atañe a cada persona–, debe resolver. Sin embargo es, para un Estado laico, como el mexicano, un asunto de salud pública. Las contradicciones entre la ética y la moral se resuelven, en sociedades democráticas, con ordenamientos jurídicos.
Para ninguna mujer debe ser fácil decidir, por diversas causas, abortar; es, seguramente, un acto traumático y dramático, pero es un derecho de la mujer que debe reflexionarse de manera responsable. Sin embargo, no me queda duda que ninguna mujer, pobre o rica, debe ser atendida en condiciones adecuadas de higiene y dignidad cuando tenga necesidad y decida abortar.
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