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miércoles, abril 25, 2007

Opinión - Ramon Guzman Ramos

Sin Estado laico no hay democracia

Jornada Jalisco

La aprobación en lo general de la reforma para la despenalización del aborto en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) se ha dado en un contexto de polarización social virulenta. Ha sido una confrontación directa de posturas entre dos visiones radicalmente distintas en nuestra sociedad. Quienes han rechazado y condenado desde el principio una iniciativa como la que ayer se aprobó, no supieron encauzar el debate de una manera civilizada, con argumentos racionales. Lo que hicieron fue romper esa línea delgada que mantenía al Estado laico como una entidad propia, separada de la vida religiosa, y traspasaron los límites para anteponer cuestiones de fe a las de la ley y el derecho de los individuos.

En todo régimen democrático debe existir una separación apropiada entre el Estado y las iglesias. El Estado tiene una conformación de carácter histórico y político que sólo permite la participación de la sociedad en los asuntos de carácter público por los mecanismos legales que el propio Estado se da. La Iglesia católica ha sido también un poder político en la historia. Pero un poder vertical, autoritario, que llegó a constituir Estados teocráticos donde el individuo y las sociedades estaban totalmente sometidos a los dogmas de fe. Fue por ello, precisamente, que la ciencia se quedó estancada durante muchos siglos. El Estado laico es entonces producto de las revoluciones sociales y el triunfo de la democracia en la historia, esto es, de la libertad sobre el oscurantismo.

Los asambleístas que se opusieron a la despenalización del aborto (todos ellos del PAN) ignoran totalmente una realidad brutal: que decenas de miles de mujeres se lo practican en incondiciones clandestinas y que un porcentaje considerable de ellas muere en la experiencia, fueron apoyados –todavía– por la jerarquía de la Iglesia católica en nuestro país, institución que no responde a los intereses de nuestra nación sino a los de un Estado ajeno: el Vaticano. El Papa Benedicto XVI es, por cierto, el jefe de ese Estado en estos momentos. No sólo se pronunció abiertamente sobre una controversia política que se estaba dando en la ALDF, sino que instruyó a los obispos de México para que tomaran acciones concretas en contra de la iniciativa.

Estamos ante la injerencia directa de un Estado extranjero en la vida política de nuestro país. A pesar de todas las reformas que nuestra Constitución ha sufrido, y del hecho de que es la derecha la que se encuentra en estos momentos en el poder, el Estado mexicano no ha perdido su carácter de laicidad. Esto significa que se asume como el representante legal de los intereses legítimos de los mexicanos y de la nación en su conjunto. Y que las cuestiones religiosas han de vivirse en otros ámbitos totalmente distintos. El carácter laico del Estado permite, por cierto, una amplia libertad para la existencia de diversas iglesias y expresiones religiosas en nuestros país. No puede haber una iglesia oficial, ni siquiera hegemónica, que pudiera contar con el beneplácito y con un trato de privilegio por parte del gobierno. La condición para que haya también diversidad por lo que respecta a las religiones es que tengamos un Estado laico sólido.

El debate sobre la despenalización del aborto, que podría trasladarse ya a la conveniencia o no de que los opositores antepongan un recurso de inconstitucionalidad ante la PGR o la CNDH, lo que pondría al nivel federal de gobierno en posición de injerencia en los asuntos de un órgano legislativo local, ha servido para que la sociedad haga por fin un deslinde preciso entre religión y política. De pronto, la jerarquía católica ha saltado a la palestra política para inmiscuirse directamente en un debate que sólo corresponde a los ciudadanos, particularmente a las mujeres. Y lo ha hecho con un argumento maniqueo, que impacta emotivamente a ciertas franjas de la sociedad que carecen de una información objetiva sobre el asunto. Desde el momento de la concepción, esgrimen, tenemos ya a un ser humano no nacido. Entonces, cualquier interrupción del embarazo en cualquier etapa del proceso es igual a un asesinato. Parece una argumento contundente, que ha hecho vacilar, por cierto, a muchos que desde un principio se mostraban a favor de la despenalización.

Habría que colocar el asunto en su contexto preciso. La condena que desde siempre ha arrojado a las mujeres que se ven obligadas por diferentes razones a abortar no ha impedido que cientos de miles de ellas, millones en todo el mundo, arriesguen sus vidas y su integridad moral al tener que recurrir a prácticas clandestinas y en condiciones bárbaras de insalubridad. Pero a la jerarquía católica no le interesa realmente parar esta oleada terrible de abortos clandestinos si se mantienen en el sótano más oscuro de la sociedad. No importa que, en efecto, un buen porcentaje de mujeres que se practican el aborto en tales condiciones deje su vida en el intento. Es por ello que se plantea que estamos ante un problema grave de salud pública. Y muchas de las mujeres que se ven obligadas a interrumpir un embarazo no deseado son católicas. La Iglesia no ha sido capaz de encarar este problema y acompañar moralmente a quienes se ven de pronto en una situación de emergencia extrema.

Pero tiene que ver también con algo que la Iglesia no tolera: la libertad de la mujer para tomar sus propias decisiones sobre su cuerpo, incluyendo su sexualidad y la maternidad. Que ellas tengan derecho al placer sexual, a una vida erótica vigorosa. Es lo que escandaliza. Y que de paso tengan que sacudirse la responsabilidad de un embarazo no planeado con un aborto. He aquí el meollo de la cuestión. La mujer tendría que seguir bajo el sometimiento del dogma. Después de todo, ella es la culpable del pecado original. Ella se dejó tentar por la serpiente maligna y arrastró a Adán al abismo de las tentaciones. No tardará mucho en que, como ha ocurrido con el caso del limbo, estos dogmas medievales se desmoronen y se desplomen por sí solos.

Desde luego que tampoco se trata de fomentar la práctica del aborto como una medida normal. De lo que se trata es de sacarlo de las tinieblas y que ya no sea un delito. Los asambleístas del D.F. que votaron a favor han dado un paso decisivo en los derechos de la mujer y el fortalecimiento del Estado laico. La despenalización del aborto ha quedado debidamente reglamentada. Los asambleístas que aprobaron la reforma han sido excomulgados. Pero con suerte y al rato nos enteramos de que el infierno tampoco existe. El infierno está en la Tierra y lo que hicieron fue liberar a muchas mujeres de caer en sus llamas terribles.

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