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miércoles, abril 18, 2007

Estado laico y democracia

Lorenzo Córdova Vianello

El Universal

17 de abril de 2007

El intenso, y a veces poco civilizado, debate público que se ha generado en torno a la iniciativa de despenalización del aborto voluntario que se discute en la Asamblea Legislativa del DF ha vuelto a poner sobre la mesa el tema de la laicidad del Estado mexicano a propósito de la visceral irrupción de las iglesias sobre el tema.

Una de las grandes conquistas civilizatorias de la modernidad fue la separación neta entre el mundo espiritual y el mundo de la política. Como producto de la reforma religiosa y de las guerras de religión que sacudieron a Europa en los albores de la modernidad, el Estado laico se erigió como el producto más acabado de la distinción y no confusión del poder político frente a otros poderes, particularmente, el poder religioso. Y es que la tolerancia religiosa tiene como premisa la ausencia de una religión de Estado que se impone como obligatoria para todos los gobernados, y es la base primera para la convivencia pacífica en una sociedad.

El advenimiento de la democracia se nutrió de esa base de tolerancia, pues en este régimen el reconocimiento de la diversidad ideológica y de la pluralidad política son su fundamento, y la tolerancia frente a las opiniones diversas la condición primera de su funcionamiento.

Ya Hans Kelsen ha trazado una línea de continuidad entre el pensamiento abolutista y las autocracias, por un lado, y entre las concepciones relativistas y la democracia, por el otro. Y tiene razón, porque sin la aceptación de que en el mundo social las verdades absolutas no tienen cabida y sin el reconocimiento de igual dignidad a las posturas diferentes de la propia -lo que no significa, de ninguna manera, claudicar a las nuestras creencias y valores-, la democracia simple y sencillamente no puede existir.

La democracia no es, nada más, la prevalencia de la opinión de la mayoría, sino la interacción pacífica y respetuosa -es decir, tolerante- de las posturas diferentes, con independencia de que al final prevalezca como decisión colectiva aquella que recibe un respaldo mayor. Pero esto no significa, para nada, que haya un desconocimiento y mucho menos una conculcación de los derechos de quienes piensan diferente de la mayoría -en primer lugar el derecho, precisamente, a pensar distinto-; ese modo de intolerancia política, para decirlo sin rodeos, se llama fascismo (y entre la intolerancia religiosa y la intolerancia política no hay grandes diferencias).

Ahora bien, las religiones, por definición, se basan en verdades absolutas, revelaciones que nutren el dogma religioso y sin las cuales la identidad religiosa se pierde. Por eso, invariablemente, desde el púlpito siempre se predica lo que se asume como la Verdad (así, con mayúscula), sin lugar para interpretaciones diferentes. Sólo así se explica la rabiosa condena de Benedicto XVI al inicio de su papado al relativismo.

Es por ello, precisamente, que las iglesias no deben intervenir en la política ni el Estado debe meterse con ámbitos que sólo conciernen a la esfera privada, como lo es la religión. Religión y democracia son, en ese sentido, absolutamente impermeables y ahí en donde, eventualmente, la religión irrumpe en la política democrática, la democracia simple y sencillamente se acaba.

El debate sobre la despenalización del aborto nos ha mostrado el rostro más iracundo e intolerante de la Iglesia católica (principalmente) que ha convertido a sus verdades sobre el tema como el motivo de esta nueva cruzada que raya continuamente en la ilegalidad (como las amenazas francas y abiertas -e impunes- en contra de los legisladores capitalinos que voten a favor de esa iniciativa).

No debemos olvidarnos que, más allá de sus implicaciones éticas, científicas e, incluso, religiosas, el tema hoy está en la arena de la política y es un argumento, como lo han mostrado las varias encuestas al respecto, en el que existen muchas posturas diferentes (y en el DF incluso mayoritariamente a favor de la despenalización). Por eso no puede tolerarse una actitud intolerante y profundamente antidemocrática como la que está asumiendo el clero católico y sus secuaces.

No debemos olvidar que lo que está en juego es la defensa del espacio público, propio de las democracias, como un lugar en donde tienen cabida todas las posturas para que interactúen respetuosamente entre sí.

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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