A un año
La Jornada
Andrés Manuel informó el domingo que ya llevaba registrados un millón de representantes del gobierno legítimo de los cinco que espera reunir durante esta etapa. En buena hora. Se trata de un gigantesco conglomerado ciudadano dispuesto a movilizarse en torno a varias causas fundamentales, entre las cuales destaca la defensa del patrimonio nacional y, por ende, la oposición radical a toda forma de privatización de las industrias del petróleo y la electricidad. En esa fuerza emergente se halla, sin duda, parte importante del capital político acumulado por López Obrador, la concreción de un esfuerzo electoral que tuvo como bandera principal la causa de los más desprotegidos y olvidados, la reivindicación de un programa donde la desigualdad deja de ser una cifra más, un dato revelador y moralmente inasimilable, pero funcional con la lógica del sistema y el poder.
Perseverar en ese camino es, en mi opinión, el saldo más favorable de un año realmente difícil, la aportación singular de la izquierda a un exiguo debate nacional, caracterizado por el afán oficialista de conseguir la normalidad sin intentar siquiera reflexionar sobre la naturaleza de la crisis que aqueja al país. Y es que, en definitiva, la democracia no puede sobrevivir sin negarse cuando pretende edificar sobre una nación polarizada por la desigualdad de la población.
Es una ilusión creer que México puede modernizarse sin una política volcada a buscar el desarrollo económico y social, aunque en ese punto no hay cambios a la vista. El gobierno repite las viejas fórmulas o procura la mediocridad del arreglo "táctico" para no levantar polvaredas en materia fiscal, sin demostrar, al menos, el deseo de modificar ligeramente el rumbo principal. Obviamente, el futuro inmediato no será sencillo para nadie.
Encuestas van y vienen, pero lo cierto es que la disputa seguirá presente en la escena mientras persistan las causas que la engendraron. Un ejemplo: el linchamiento mediático como recurso permanente contra "el enemigo". En un año hemos visto toda suerte de campañas contra López Obrador, incluyendo la que se hizo para probar ex ante que éste fracasaría en el intento de reunir en la plaza a sus partidarios. No lo han conseguido.
Ahora está en curso otra ofensiva cuyo objetivo es bastante elemental: introducir la cuña de la división entre López Obrador, los gobernadores y los grupos parlamentarios que constituyen el Frente Amplio Progresista (FAP), aprovechando la aparente descoordinación entre ambos (o diferencias reales) y la ausencia de un trabajo político cotidiano y visible por parte de los partidos aliados. Pero hay algunos elementos que contribuyen a dichas campañas. Por ejemplo, la desconfianza existente en algunos círculos izquierdista a concebir el trabajo parlamentario como esencial para el despliegue de la alternativa de la izquierda o la aceptación acrítica de la dicotomía entre la acción "desde abajo" y la actuación en "las instituciones del Estado", como si la complejidad del momento se redujera, una vez más, a la redición del viejo debate entre "dialoguistas" e "intransigentes". Sin embargo, la izquierda perdería una de sus razones de ser en el México de hoy si no consigue que sus planteamientos sean debatidos (y, eventualmente, aprobados) en esas instancias. Así se hizo con rigor y compromiso indiscutible durante los años en que la representación de la izquierda era absolutamente minoritaria en el Congreso, no sólo ante la aplanadora gubernamental, sino también frente a otros grupo, como el del PAN. Esa lúcida presencia contribuyó, sin duda, a transformar las instituciones y a darle nuevas perspectivas a la ciudadanía. ¿Cómo no hacerlo con mayores exigencias ahora que se cuenta, además, con el respaldo de una votación histórica y la movilización cotidiana de millones de personas dispuestas a conseguir los cambios necesarios.?
Aunque la situación objetiva "trabaja" a favor del cambio, es imposible olvidar que la actual coalición dominante cuenta con el aparato gubernamental, con la docilidad de buena parte del Poder Judicial, con el apoyo no disimulado de la Iglesia católica y el empresariado y, sobre todo, cuenta con los medios, cuya responsabilidad trasciende el ámbito de la "comunicación" política al constituirse en el principal inspirador del "sentido común" conservador sobre el cual descansa la aceptación de la oferta de la derecha.
En ese sentido, ninguna "alternativa" será viable si no se concreta en las urnas. Si la izquierda aspira a ganar las elecciones de 2009 y luego las presidenciales de 2012 tiene que comenzar ahora, construyendo la estructura territorial que es imprescindible para que no se pierda un solo voto favorable. Este trabajo no es opcional, pese al desencanto que ya consignan las encuestas.
Se dirá, con razón, que el problema es político y no organizativo. Pero es difícil imaginar un cambio de fondo sin modificar esa especie de bipartidismo electoral, sin duda anómalo, sobre el cual se sustenta el "régimen de partidos" en algunas regiones del del país. Además, ganar las elecciones supone hacer realidad la unidad dentro y fuera de los partidos que participan en el FAP, y atraer a sectores distantes de la izquierda organizada, lo cual es complicado de lograr, como hemos visto. En el futuro próximo, la izquierda tendrá que reflexionar a fondo sobre su futuro y hacer el balance que sigue pendiente.
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