Una Iglesia esquizofrénica
Publico
Tengo una amiga que es algo esquizofrénica: por un lado, trata mal a la gente pero, por el otro, no logra entender por qué casi nadie la quiere. Algo así le pasa a buena parte de la jerarquía de la Iglesia católica: ha desarrollado una pastoral completamente alejada de sus feligreses y ahora se pregunta por qué las iglesias están vacías. Tienen años pensando en cómo atraerlos de regreso a sus misas y prácticas litúrgicas, pero no parecen cuestionarse acerca de su intransigencia doctrinal y de lo indignantes que suelen ser algunas de sus posiciones para un creciente número de católicos.
Un ejemplo de lo anterior es la batalla que el Arzobispado de México quiere dar alrededor de la iniciativa en la Asamblea Legislativa para despenalizar el aborto en el Distrito Federal. La jerarquía ha hecho de este tema un asunto central para su doctrina, al grado que en ocasiones se ha olvidado del principio de que el hombre no es para la ley, sino la ley para el hombre. En otras palabras, la particular concepción que la jerarquía católica tiene de la defensa de la vida, la ha llevado a ignorar a las personas de carne y hueso que sufren abortos clandestinos. Con esta doctrina, la jerarquía prefiere un microscópico óvulo recién fecundado, mientras que no le preocupa demasiado si ello fue producto de una violación a una menor de edad.
Las iglesias se están vaciando, en efecto. Pero muchos miembros del clero católico no alcanzan a ver lo que ellos están haciendo o dejando de hacer y que está provocando o contribuyendo a este fenómeno. Han hecho más rígidas sus posiciones, al grado de generar una creciente decepción entre los feligreses, quienes ven en la Iglesia ya no a una comunidad dirigida por un pastor que los acoge benévolamente, sino a una institución que los castiga en la medida que tiene poder para hacerlo. Es por ello que la noción de separación es tan importante y tan querida por los propios católicos mexicanos, porque limita la capacidad de la jerarquía católica y otras dirigencias religiosas para usar el poder civil y evitar así que obliguen a los ciudadanos a seguir una doctrina con la que no comulgan. Si la jerarquía católica no está de acuerdo con la despenalización del aborto, pues que deje en libertad, para actuar de acuerdo a su conciencia, a los que no sigan su particular visión de la doctrina sobre la vida y que se dedique a convencer a sus propios feligreses de su posición. La jerarquía tiene el derecho a dar su opinión. Pero lo que ética y políticamente no es válido es pretender imponerle a toda la población una legislación que castigue a quienes opinan de manera diferente o simple y sencillamente no compartan su visión doctrinal.
Lo peor del caso, desde mi punto de vista, es la indiferencia con que los propios jerarcas parecen ver el dolor humano y particularmente el de las mujeres. No contentos con empujarlas a abortar en condiciones de insalubridad y riesgo mortal, quieren que se mantengan las penas de cárcel para ellas. Si buscaran con la misma enjundia atrapar y enjuiciar a los curas pederastas, probablemente su imagen sería más positiva. Pero la población ve un doble rasero: observa obispos que juegan golf y llevan una vida de privilegios y abundancia, con muchas licencias morales, mientras que los fieles no merecen compasión por salirse de la norma doctrinal. Trátese de católicos divorciados, de madres solteras, de mujeres que abortaron aunque haya sido por una causal válida, la condena es inflexible. No veo sinceramente cómo una feligresía podría estar comprometida con sus dirigentes o entusiasmada con su Iglesia.
Ahora el Arzobispado de México lanza una de sus más recientes creaciones para hacer cabildeo, que es el “Colegio de Abogados Católicos”, cuyo dirigente dice estar dispuesto a dar la batalla “en defensa de la dignidad y la vida de las mujeres”. Anuncian, como buenos abogados que son, que “si los legisladores locales no han comprendido su posición a través de la negociación política, ahora lo harán entender en la calle”. Pero no contentos con dejar los tribunales y sumarse a las reivindicaciones callejeras, ahora se han convertido en sociólogos y médicos, pues afirman que “es una falacia que 10 mil [mujeres] mueran al año por temas del aborto. Mueren –dicen ellos– por malos cuidados en sus embarazos.” Según reseña ayer lunes MILENIO, el dirigente de este colegio de abogados acepta que en la capital la Iglesia pierde la batalla social ante los promotores y defensores de los derechos de la mujer, como ocurrió con la Ley de Sociedades de Convivencia [sic], la cual –según él— “va a caer por su propio peso, porque es una ley para mil 200 personas en una ciudad de 20 millones”. Obviamente, este abogado no entiende que los derechos humanos no tienen que ver con mayorías y minorías; éstos se defienden aunque sean los de una sola persona; que el problema de los abortos clandestinos existe desde que hay uno y no se requieren 10 mil muertas. Pero lo que menos ha entendido este personaje es que los católicos apoyan a sus legisladores y que no van a salir a defender una causa tan impopular como ésta, como es la de castigar a las mujeres que de por sí han tenido que abortar. La jerarquía podrá seguir siendo esquizofrénica, pero los católicos no están locos.
blancart@colmex.mx
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