El servidor público y su remuneración
La Jornada Jalisco - 09/01/07
Cada vez es más común que en algunos lugares del país encontremos municipios o dependencias de gobierno en la que sus dirigentes ganen más que el gobernador o el propio presidente, es decir, que se fijen remuneraciones desproporcionadas, sobre-valorando el cargo, justificándolo con supuestas graves responsabilidades, o con la pérdida de percepciones que se tenían en una actividad particular o, de plano legitimando, de manera explícita o implícitamente, una vía de recuperar lo invertido en las campañas.
Lo cierto es que se ha desvirtuado el sentido y el compromiso de servicio, a partir de abusos del poder y un mal entendido de la autonomía y profesionalización en la administración pública. Asimismo, se ha vuelto un problema recurrente el “derecho” a liquidación que algunos funcionarios de alto nivel reclaman después de su paso por alguna dependencia u organismo descentralizado, independientemente del tiempo y naturaleza de su encargo, y del compromiso, capacidad y honestidad mostrada en su desempeño.
A propósito de ello, en días pasados una Legislatura estatal mandó a la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión un punto de acuerdo a fin de que se permita, a nivel de cada estado, regular mediante un tabulador único las percepciones de toda la administración publica –incluyendo organismos descentralizados– y evitar la discrecionalidad en la asignación de los salarios y compensaciones de los servidores públicos, no sindicalizados, de las diversas dependencias de gobierno, incluyendo los poderes, las que gozan de autonomía y los ayuntamientos donde francamente existen, en ocasiones, remuneraciones excesivas para los cargos ejecutivos. Esta es, además, una vieja demanda panista que antes le preocupaba, cuando era oposición, y pugnaba por transparentar el ejercicio de la función pública. Ahora, los casos más escandalosos de este tipo, paradójicamente, vienen de representantes emanados de ese instituto político derivado, quizá, de la incorporación de pequeños pero ambiciosos empresarios a sus filas, que no se contentan sólo con hacer negocios desde el poder sino que reclaman un status como el de Carlos Slim, dado el aporte del espíritu emprendedor a la cosa pública –o para compensar, según el caso, la puesta en receso del mismo–.
Los excesos, a fin de cuentas, derivan de que los funcionarios, representantes populares o presidentes municipales se vuelven juez y parte a la hora de fijar sus ingresos y los de sus colaboradores más cercanos, sin considerar criterios organizativos ni perfiles de puestos, amparados en una mala entendida autonomía de los poderes públicos y de ciertos organismos descentralizados. Si se añadiera a la carencia de bases administrativas y de desempeño para fijar las remuneraciones, la percepción de la ciudadanía sobre el servicio recibido y su armonía con el contexto, la desproporción sobre lo que ganan, por ejemplo, los diputados, seguramente sería negativa y, para un buen porcentaje de la población, que tiene que vivir con menos de tres salarios mínimos al día, una verdadera afrenta.
Se han destacado, básicamente, dos situaciones que deben remediarse en esta materia. Primero, que existen, en algunas instancias, salarios tan elevados que nada tienen que ver con la realidad económica de nuestras entidades, con la cotidianidad que viven la mayoría de sus pobladores, ni con las responsabilidades que se asumen dado el grado de opacidad e impunidad que prevalece ante la falta de una auténtica rendición de cuentas. Y, segundo, existen contrastes muy marcados en la brecha entre la nómina del personal operativo, de cualquier dependencia, en relación con la nómina de los funcionarios de primer y segundo nivel.
En países desarrollados y verdaderamente democráticos se cuidan, principalmente, esos dos aspectos: que los salarios, más que estar en armonía competitiva con el mercado global o con los del sector privado –que era el criterio que se ocupó en el salinismo para elevarlos de manera grosera–, estén en sintonía con la realidad social local y, además, que no sea tan distante la diferencia –ni las jerarquías– entre los rangos salariales de los directivos, de los ejecutivos, con los operativos dentro de la administración pública.
El argumento usado, hace unos años, para incrementar los salarios de los puestos públicos más elevados eran dos: que se habían dejado deteriorar frente a la escalada inflacionaria que vivió el país (1976-1988), y que no se podían contratar profesionistas competentes con percepciones fuera lo que se pagaba en el “mercado” laboral, porque eso provocaba improvisación y corrupción. El aumento extraordinario de los salarios no sólo no resolvió el problema sino que terminó por agudizarlo con la llegada de tecnócratas que pervirtieron el sentido del servicio público y concibieron a sus instituciones como empresas, imitando no lo mejor de su funcionamiento administrativo sino incorporando una serie de modelos y parámetros eficientistas donde el impacto social y el capital humano de las instituciones eran secundarios.
Esa visión habla del alejamiento que se dio del compromiso con el servicio público y de las demandas que traía la irrupción incipiente de nuestra democracia, como la transparencia en su toma de decisiones, en el manejo de su información y, en general de la gestión pública; ahí sí hubo rezagos.
Esa distorsión provoca, entre otras cosas, que hoy tengamos funcionarios, diputados y presidentes municipales con salarios escandalosos que nada tienen que ver con criterios de productividad –eso sólo se concibe a nivel operativo–, pero además que entienden su responsabilidad de manera soberbia, alejados de la sociedad y evadiendo su obligación de rendir cuentas, mientras tenemos personal que cubre horarios de trabajo, se le piden informes, se le exige mejorar su desempeño y la calidad de su servicio, a cambio de contar con un empleo precario –ya las bases son contadas– y recibir un salario que apenas alcanza para vivir. Ya no hablemos de aquellos que tienen la responsabilidad de vigilar nuestra seguridad, que están en peores condiciones y sujetos a un ambiente propicio para la corrupción –luego nos quejamos de que el crimen organizado gane presencia en la función pública–.
Es cierto que mejorar el servicio público no es sólo un asunto salarial sino también de cultura, pero si los que operan ven que los que mandan se ponen salarios de lujo y se despachan con la cuchara grande en el ejercicio de su autoridad no puede pedirse entrega y honestidad a los subordinados.
Las liquidaciones en los altos mandos del servicio público –y en los puestos de representación popular– son una ofensa a la sociedad no porque no existan derechos que deban respetarse sino porque la naturaleza del trabajo no lo amerita: se trata de encomiendas temporales –que debieran ser un honor realizarlas, independientemente de la remuneración–.
Un mecanismo que podría instrumentarse a cambio, en vez de pensar en hacer firmar, a funcionarios, renuncias adelantadas o en blanco –esas sí, violatorias de derechos laborales–, es la creación de fondos de retiro para servidores públicos de alto nivel, donde cada uno aporta un ahorro que es compensado en el mismo porcentaje por la institución, y al final se entrega como prestación a los servicios prestados. Así, no se sangran las arcas públicas, ya de por sí saqueadas, en buena medida, por irresponsabilidad en la gestión y la complicidad de quien debiera sancionarlas.
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