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miércoles, octubre 17, 2007

Opinión - Roberto Blancarte

El que se lleva se aguanta

Publico

Hace algunos años, un alto jerarca del Vaticano me dijo: “El problema del Episcopado Mexicano es que le gusta demasiado la política”. La expresión me ha sido repetida en formas variadas por muchos otros observadores, tanto del clero como de otros sectores sociales. Significa, en pocas palabras, que hay muchos miembros de la Iglesia católica, y fuera de ella, que consideran que los jerarcas de ésta dedican más tiempo a tratar con los poderosos que a resolver los problemas de su grey; que en lugar de dedicarse a promover el bienestar de los católicos, ponen mayor tiempo y atención en acrecentar su influencia en las altas esferas políticas y empresariales; que, en suma, están más preocupados en defender la corporación que a sus propios feligreses.

Lo interesante de la frase mencionada, por otra parte, es que muestra que no todos en la iglesia, incluso entre aquellos que le han dedicado su vida, aprueban ese tipo de comportamiento. De hecho, la mayor parte de los propios católicos quisieran que su iglesia defendiera más los derechos humanos y menos los eclesiales, los cuales a menudo se presentan disfrazados como reivindicaciones de los creyentes. Yo me pregunto, por ejemplo, cuántos católicos mexicanos quieren realmente que los miembros del clero tengan el derecho político de presentarse como candidatos en alguna elección; me pregunto cuántos feligreses arden en deseos de que el Episcopado tenga un canal propio de televisión y cuántos ven con buenos ojos que los jerarcas estén promoviendo la confesionalización de la escuela laica, pública y gratuita. Lo más probable es que ninguna de estas demandas pasaría la prueba de un referendo. De hecho, independientemente de la calificación que uno haga de ellas, las reformas constitucionales en materia religiosa y la ley de asociaciones religiosas y culto público de 1992 fueron impuestas a la clase política y a la población por Carlos Salinas de Gortari. La jerarquía católica lo sabe muy bien. Así que prefiere negociar con las cúpulas políticas y económicas para alcanzar sus propósitos.

La enorme paradoja de la jerarquía católica es precisamente que se la pasa acusando al régimen y a la Constitución de ser imposiciones de una minoría liberal contra una gran mayoría católica, pero cuando se da cuenta de que la gran mayoría de católicos y católicas están contra sus designios, prefiere negociar en lo oscurito y con las élites para imponer su esquema de sociedad. El único problema es que las reformas de Carlos Salinas de Gortari (insisto, independientemente de la evaluación que hagamos de ellas) fueron probable y afortunadamente el último ejercicio del autoritarismo presidencial mexicano. Aunque en ese momento se guardaron las formas democráticas y parlamentarias, lo cierto es que esto fue parte de un programa empujado por un Presidente convencido de las bondades de la modernización en materia religiosa y de un acuerdo con la jerarquía religiosa. Pero en nuestros tiempos es ya muy difícil que se puedan llevar a cabo ese tipo de reformas por decreto. Ni la Presidencia actual puede (y probablemente tampoco quiere) empujarlas, ni existen las condiciones para un debate en la materia. La pluralidad política ha significado, para bien, la existencia de contrapesos importantes que impiden esas negociaciones “cupulares” que la jerarquía católica tanto ama.

Es curioso, como quiera que sea, que algunos miembros de la jerarquía al mismo tiempo que juegan a la política, pretenden ser respetados como líderes religiosos. Hacen alianzas, confabulan, meten zancadillas, opinan de política electoral, se cargan de un lado, condenan a unos y se inclinan por otros. Pero si alguien les reclama, ya no les gusta y llaman a la autoridad para que se les proteja y se castigue a los agresores. Están, por supuesto, en su derecho, pero no se dan cuenta, o no se quieren dar cuenta, de que el de la política partidista es un terreno pantanoso y que no es ese el papel que la feligresía les está pidiendo que desempeñen.

No hay nada peor, para las libertades civiles, que la alianza entre el Estado y la o las Iglesias. El perdedor, en este triángulo, suele ser la persona y su libre conciencia. En muchos países con regímenes totalitarios, la Iglesia ha sabido defender a la persona y su conciencia de las presiones de un Estado todopoderoso. Pero en otros lugares, como en México, ha sido el Estado el que ha tenido que proteger al individuo y su conciencia de las pretensiones de la jerarquía de la Iglesia mayoritaria. Los pocos o muchos espacios de libertad con que ahora los ciudadanos mexicanos (católicos, protestantes, judíos, testigos de jehová, etcétera) cuentan, han sido ganados a pulso en contra y a pesar de esa jerarquía. Así que cualquier alianza entre el Estado y la Iglesia atenta directamente contra las libertades ciudadanas.

Uno puede entender que el cálculo político de algunos obispos y arzobispos haya fallado, que las inauguraciones felices de segundos pisos hayan sido cambiadas por amargos reclamos. Lo que no se vale es que después de haberse aprovechado al máximo de esa circunstancia, ahora los acusados se transformen en víctimas. Si se quiere jugar ese juego, se asumen las consecuencias. Y el que se lleva se aguanta.

blancart@colmex.mx

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