Represión
El Estado mexicano se ha ensañado tanto con el movimiento de la APPO en Oaxaca que hace pensar en causas y motivaciones que están mucho más allá de los argumentos que se esgrimen para tratar de justificar la barbarie represiva. ¿Por qué esa crueldad sin límites en contra de un movimiento popular que se ha mantenido en todo momento en los cauces de la lucha pacífica? No hay que dejar de recordar que los muertos, los desaparecidos, los presos, los perseguidos, los amenazados de muerte, los que se han tenido que ir a la clandestinidad para evitar la brutalidad policiaca, pertenecen a la APPO. ¿Por qué entonces se le ha acusado de ser un movimiento violento, que transgrede las leyes y atenta contra el Estado de derecho?
La Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca cometió el desafío imperdonable de retar abiertamente y por medio de acciones organizadas a un poder que había perdido toda legitimidad y que no representaba ya los intereses de la población; que empezó a sostenerse en el uso exclusivo y excesivo de la fuerza pública, al grado de que llamó a las fuerzas federales para que llevaran a cabo la ocupación de la capital del estado. Un gobernador que responde con violencia a las demandas justas de los sectores menesterosos de la sociedad se vuelve objeto de un profundo cuestionamiento de tipo político y jurídico. No hacer tal cuestionamiento y quedarse atrapados en el silencio es como volverse cómplices del autoritarismo y la satrapía.
Pero la APPO, además, no se quedó en el nivel estrictamente contestatario, ni del reclamo de la renuncia del gobernador. Esta parte de la lucha era considerada ya como una verdadera sublevación popular por parte del Estado. No se puede destituir, dijeron desde las alturas, a un gobierno legalmente instalado a través de una movilización social. Sería como caer en el caos, en la anarquía política. Sencillamente no se podía tolerar. Fue por eso que el gobierno federal tampoco dudó en aliarse con el PRI para sostener desde el centro al gobernador a cambio del respaldo priísta para el nuevo Presidente de la República.
La criminalización de la lucha oaxaqueña tiene también otras motivaciones por parte del Estado. La APPO hizo erupción en el escenario nacional cuando las elecciones presidenciales se encontraban en plena guerra sucia. El Estado había tomado el control absoluto de todas las instituciones, incluyendo la del árbitro electoral, para asegurarse de que los resultados mostraran las tendencias y los índices que al Estado convenían. Una institución como el IFE, que se había hecho de una gran confianza y credibilidad de parte de la ciudadanía, manchaba su imagen con las suspicacias que provocaba su actitud ambigua, no tan parcial como se lo ordenan las leyes. La democracia formal entraba así a un proceso severo de deslegitimación. La vía electoral, tal como la estaban construyendo los propios partidos, se cerraba peligrosamente para abrir espacios a opciones no legales.
El movimiento de la APPO se convirtió en ese momento en una alternativa legal y legítima a esta democracia que se nos volvía un cascarón. Los appistas le mostraron a todo el país que era posible devolverle a la democracia su naturaleza original, que es la de construir el poder del pueblo, desde el pueblo y para el pueblo, de una manera directa y participativa, sin la existencia de intermediarios políticos. De esta manera, el movimiento de la APPO ofrecía una inmejorable lección de cómo se concibe desde abajo la democracia y para qué se puede y se debe utilizar. La democracia como vía para construir el poder popular. Y el poder concebido como un espacio de decisiones que se toman y se ejecutan colectivamente.
La experiencia appista se convirtió así en una contradicción enorme del sistema político que tenemos y que no ha hecho sino maquillarse de democracia. El ejemplo appista amenazaba con extenderse a otras regiones del país, de manera que el sistema mismo se hallaba bajo amenaza democrática. El sistema tradicional que nos gobierna, que sólo permite cambios superficiales, que incluso está sufriendo un retroceso dramático hacia épocas de autoritarismo que pensábamos superadas, se hubiera derrumbado prácticamente solo y tendría que haber dejado lugar al nacimiento de otra alternativa.
Estábamos entonces ante lo que podría haber sido la radicalización democrática de nuestro proceso de transición, que por cierto se ha estado resolviendo por el lado de las posiciones de derecha. La APPO representaba la muerte, hablando en términos políticos, de este sistema que no da para más, y el surgimiento de otro tipo de relaciones con y desde el poder, que tendrían que haberse puesto en armonía con las aspiraciones auténticas de democracia y bienestar común que desde hace mucho demanda la sociedad. Esta alternativa representaba también la clausura total de esa vía que ha tomado para sí, para beneficio propio, exclusivo, la clase política de nuestro país, particularmente quienes han decidido correrse hacia la extrema derecha.
La APPO es la otra opción. Y se mantiene viva, más vigente que nunca. La barbarie es la expresión de rechazo violento hacia el otro, los otros, en términos de cultura y de modos de vida, que resultan extraños, indeseables, prescindibles, aniquilables, porque con su sola presencia niegan la realidad que cuestionan y obligan a todos a pensar en realidades alternas, en la invención de otros mundos. La barbarie es un rechazo violento, la negación hasta la muerte, hasta la humillación, de cualquier opción que no se subordine a los poderes establecidos que se resisten por todos los medios a transformarse. Esta es la verdadera razón que subyace en esta arremetida infame desde el Estado contra la dignidad humana en Oaxaca.
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