Atenco o el síndrome del autoritarismo
Jornada Jalisco
En estos días se está cumpliendo un año del inicio de la escalada represiva que el entonces presidente Vicente Fox implementó en contra de varios brotes de descontento social que habían surgido en el país y que amenazaban con poner en serio peligro el plan de continuidad de la derecha en el gobierno. Marcos, el Delegado Zero, se encontraba realizando lo que desde el inicio había denominado como la Otra Campaña. El Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), con Ignacio del Valle como uno de sus dirigentes visibles, había mostrado sus simpatías por esta nueva estrategia política del EZLN y se había adherido a ella. Entonces vino la provocación.
La policía municipal intentó desalojar a un grupo de vendedores de flores del mercado de Texcoco y se generó un enfrentamiento violento. Fue la chispa que desencadenaría un golpe represivo como pocas veces se había visto en la historia de nuestro país. Vicente Fox mostró allí lo que llegaría a ser una estrategia de represión contra los movimientos sociales y políticos disidentes: la combinación de fuerzas federales con locales para sofocar a sangre y fuego tales movimientos, como lo había intentado ya con los mineros de Sicartsa en Michoacán, como lo habría de implementar también contra la APPO en Oaxaca.
El gobierno de Fox se propuso dar un doble golpe con el mismo tiro. Tomaría revancha en contra de quienes se habían opuesto, con machete en mano, dispuestos a todo, a la expropiación de sus tierras para la construcción del aeropuerto internacional. Y de paso tocaría a la Otra Campaña, que amenazaba con crecer en su recorrido y llenarse de masas descontentas y provenientes de las zonas más bajas de la sociedad, allí donde los condenados de la tierra se debaten entre el lodo y la luz. Fue tan brutal el golpe, que desarticuló al FPDT y dejó paralizada, totalmente sorprendida, sin saber qué hacer ante la violencia oficial, a la Otra Campaña. No es descabellado pensar que otro de los objetivos presidenciales podría haber sido el de provocar al EZLN para que respondiera con las armas y tener así la justificación para echar toda la fuerza del Estado en su contra, tal como Zedillo lo había intentado en otras circunstancias.
No es necesario hacer aquí una nueva reseña de la violación bárbara que las corporaciones policiacas, tanto de la Federación como del estado de México, cometieron contra los derechos constitucionales de los pobladores de Atenco. Además de la golpiza brutal que les propinaron, de las persecuciones hasta el interior de los domicilios, de aquel jovencito muerto por el estallamiento cerca de su cabeza de una granada de gas lacrimógeno, está también la violación tumultuaria de las mujeres y de algunos hombres mientras eran trasladados en los vehículos oficiales hasta su lugar de reclusión, así como su encarcelamiento ilegal. De esta manera, las víctimas se convirtieron en criminales ante la justicia foxista. Los verdaderos victimarios quedaron protegidos por una cortina poderosa de impunidad. Hasta la fecha.
En efecto, porque lo que fue un movimiento, radical si se quiere, de resistencia contra las medidas arbitrarias de parte del gobierno, y luego por la gestoría de los problemas más importantes que aquejan a los pobladores, fue convertido en una conspiración del orden común. Los atenquenses eran los violentos, los que pregonaban la anarquía y se burlaban de las leyes y las instituciones, los que mataban a patadas a los policías y secuestraban funcionarios públicos como lo hacen las bandas de criminales. Fue lo que repetían hasta la saciedad los grandes medios de información, sobre todo los electrónicos, especialmente la televisión, quizá como un ensayo del papel infame que jugarían también durante la guerra sucia electoral.
Ahora podemos deducir que esa estrategia política de sofocar como sea toda expresión de disidencia organizada es una herencia que Felipe Calderón ha hecho suya. El uso excesivo, inconstitucional –porque no se ha declarado un estado de excepción en el país–, del Ejército para que se haga cargo de las tareas policiacas es un síntoma del sentimiento de debilidad con que Calderón tomó posesión de su cargo. Y un gobierno que se siente débil recurre a la fuerza pública para sostenerse y para disuadir a la oposición de sus intenciones de desatar un movimiento nacional de cuestionamiento de la legitimidad presidencial. Por eso el escarmiento de ahora.
La condena de 67 años y medio de cárcel que se ha arrojado sobre los dirigentes del FPDT, Ignacio del Valle, Héctor Galindo y Felipe Alvarez, es la continuidad por otros medios –el jurídico, precisamente– de la estrategia represiva que ha adoptado sin reservas la derecha en el poder. Es el modo como un régimen autoritario, que padece ausencia de consensos, que se caracteriza por la irracionalidad y la falta de fundamento en sus decisiones, que se ha propuesto imponer un orden social opresivo y carente de libertad, que concentra el poder político y económico en unas cuantas manos, y que se propone eliminar toda diversidad democrática en la sociedad, se erige sobre la sociedad y se convierte en un monolito cerrado que excluye y combate toda expresión organizada que no esté bajo su control total.
Atenco no es un síntoma aislado de este fenómeno del autoritarismo. Allí están los demás casos que todo México conoce. Sicartsa, Atenco y la APPO son los signos que reflejan el rostro duro con mano de hierro del gobierno. También la APPO tiene sus muertos, sus perseguidos y sus presos políticos. Y nadie ha hecho justicia sobre los dos mineros que murieron en el puerto de Lázaro Cárdenas ante la arremetida de las policías federal y estatal. Y los otros casos más recientes en otros estados. El proceso de construcción de nuestra democracia está sufriendo un viraje terrible hacia la derechización de la política, que es como decir la fascistización de la vida nacional.
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