Desfiladero
Jaime Avilés
La Jornada
Ernesto Zedillo Ponce de León, Emilio Chuayffet Chemor y Julio César Ruiz Ferro son los principales beneficiarios de la abominable decisión de la Suprema Corte, que el miércoles liberó a 20 paramilitares responsables de la matanza de Acteal y pronto soltará a 30 más.
No lo olvidemos: la noche del 22 de diciembre de 1997, cuando varios grupos de gatilleros a sueldo salieron de las comunidades de Los Chorros y Pechiquil, en el municipio de Chenalhó, para dirigirse a la ermita de Acteal donde oraban Las Abejas, Zedillo era presidente de la República y comandante supremo de las fuerzas armadas; Chuayffet era secretario de Gobernación y Ruiz Ferro gobernador de Chiapas, y ninguno de los tres desconocía el terrible clima de violencia, inducida, deliberadamente por ellos mismos, contra las bases de apoyo del EZLN en los Altos.
Era una política de Estado, planeada y aprobada en el más alto nivel del Poder Ejecutivo federal, y había sido puesta en marcha, en su fase crítica, hacía varios meses. Los paramilitares, armados y adiestrados por el Ejército, atacaban las casas y las cosechas de los zapatistas, las saqueaban, las incendiaban y obligaban a hombres, mujeres y niños a refugiarse en las montañas, tiritando bajo la lluvia y el frío.
Mientras esto ocurría –y La Jornada lo documentaba con las crónicas de Hermann Bellinghausen, antes que el tema fuera retomado en televisión por Ricardo Rocha–, Chuayffet se cambió de peinado, y posó para los medios, protagonizando una nota frívola, acerca de su nueva
imagen. Zedillo entre tanto guardaba silencio y Ruiz Ferro coordinaba las operaciones locales.
El 4 de noviembre de 1997, mes y medio antes de la matanza, los obispos de San Cristóbal de Las Casas, Samuel Ruiz y Raúl Vera, fueron tiroteados a su paso por una comunidad paramilitar del norte de Chiapas. Pero ni Zedillo, ni Chuayffet ni Ruiz Ferro intervinieron para frenar la escalada violenta creada, insisto, por ellos mismos.
La primera semana de diciembre, en el Zócalo, Andrés Manuel López Obrador, entonces presidente nacional del PRD, encabezó un mitin, no muy concurrido por cierto, para exigirle a Zedillo que frenara a los paramilitares. Pero los preparativos de la carnicería continuaron. Todo está documentado en las hemerotecas. En los centros defensores de los derechos humanos abundan los testimonios y las pruebas. Sobran evidencias para demostrar que se trató de un crimen de Estado, con una finalidad militar estratégica.
Hasta ese momento, a casi cuatro años del inicio de la rebelión, las fuerzas armadas no habían ocupado a su entera satisfacción los Altos de Chiapas. Necesitaban un pretexto. Y con la anuencia de Zedillo y de Chuayffet, y la sumisión de Ruiz Ferro, aplicando los manuales de guerra de baja intensidad del Pentágono y utilizando a los paramilitares que habían capacitado en los cuarteles, obligaron a miles de zapatistas a refugiarse en las montañas en calidad de desplazados. Una vez logrado ese objetivo dieron el golpe de gracia en Acteal. Entonces, miles de soldados se aposentaron en los Altos para evitar
nuevos brotes de violencia.
Al paso de los años, la maniobra bien puede leerse como una jugada de pizarrón. De parte del gobierno, fue la respuesta más brutal a la declaración de guerra que el EZLN emitió el primero de enero de 1994. Pero, al autorizarla, Zedillo cometió un crimen de lesa humanidad por el que algún día, ojalá no muy remoto, será juzgado y condenado. Su delito, como se sabe, es imprescriptible, y cuando en México se restaure la justicia tendrá que responder, no sólo por Acteal sino también por las matanzas de Aguas Blancas, El Charco y El Bosque, cuyo gobierno instrumentó para alcanzar objetivos de corto plazo, entre otros, por ejemplo, justificar devaluaciones temporales del peso. Sólo una bestia como él –a la que según sus propias declaraciones nunca le ha dolido la cabeza– pudo haberle causado a México tantos daños económicos y sociales y, no obstante, conservar el cinismo que le permite pasearse por el mundo como el padre de la transición democrática mexicana... merced a la cual nos dejó entre las pezuñas de un burro como Vicente Fox.
Pero por lo pronto, seamos objetivos, Zedillo y sus cómplices aplazaron por algún tiempo más el juicio que no podrán eludir indefinidamente. Se anotaron, hay que reconocerlo, una pequeña victoria, junto con los sepultureros de la historiografía, que en 2006 desenterraron los cadáveres de los niños, de las mujeres, de los ancianos y de los hombres asesinados en Acteal, y de los fetos que fueron sacados del vientre materno a machetazos, para acusarlos de delitos nefandos. Que la patria los cubra de laureles y de euros.
Gracias a las momias de la Suprema Corte, el futuro de México está en manos de los paramilitares, esos nuevos actores políticos que, inspirado en la experiencia colombiana, Enrique Peña Nieto planea utilizar, si llega a Los Pinos, como agentes pacificadores en contra del descontento popular y, supuestamente, el narcotráfico. No por nada, las relaciones entre la ultraderecha prianista y el gobierno paramilitar de Álvaro Uribe están más sólidas que nunca.
Anteayer, en Bogotá, Calderón olvidó que preside el Grupo de Río y que debe fomentar las buenas relaciones diplomáticas entre los países de América Latina, y delante de Uribe se manifestó en favor de las siete bases militares que Estados Unidos planea modernizar en territorio colombiano, como parte de una eventual guerra contra Venezuela, Ecuador y Bolivia. Con ese gesto de adhesión a Uribe, Calderón lanzó una bofetada a Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales. Las consecuencias no tardarán en hacerse visibles.
Lo bueno es, sin embargo, que la inmensa mayoría de los mexicanos ni siquiera se enteró de la excarcelación de los asesinos de Acteal, o de las nuevas formas de represión made in Colombia que se fraguan, y de ningún otro asunto, trascendente o no, porque México, sí, ¡México, nuestro querido México!, le ganó 2-1 a Estados Unidos y eso es lo único que cuenta y por lo cual merece la pena vivir borrachos de gloria hasta que termine el campeonato mundial de Sudáfrica.
La victoria de México, ¡de todo México!, sobre el equipo de Estados Unidos es mil veces más importante que el anuncio, hecho el martes por Agustín Carstens, cuando dijo que en 2010 el país dejará de captar 316 mil millones de pesos por concepto de venta de petróleo y, por lo tanto, el gobierno recortará todos los programas sociales, no fomentará las actividades productivas, no construirá la nueva refinería (pero seguirá importando gasolina y cobrando comisiones por ello), despedirá a más burócratas y aplicará IVA a alimentos y medicinas, pero no rebajará los sueldos de ninguno de los altos funcionarios, ni disminuirá sus privilegios, ni pronunciará la palabra austeridad.
Al contrario, subirán todos los precios, se perderán cientos de miles de empleos, se recrudecerá la inseguridad y se multiplicarán las fuerzas represivas, pero sólo pensaremos en una cosa mágica, fascinante y extraordinaria: el futbol. Y cuando México, ¡sí, todo México!, tenga su boleto para irse a Sudáfrica, Televisa se encargará de mantenernos extasiados y anestesiados, incluso cuando no nos quede otro remedio que ir al Monte a empeñar la televisión. ¡Ah, qué maravillosos días se avecinan!
Por lo pronto, hay que ir al cine a ver Corazón del tiempo, la película que durante años y con enormes sacrificios escribieron Hermann Bellinghausen y Alberto Cortés, antes de filmarla en la selva Lacandona, con los miembros de una comunidad zapatista que relatan su propia vida, entretejida con la historia de amor entre una mujer que se quiere casar con un soldado del EZLN, pero tiene en contra la opinión de su familia. Un proyecto cinematográfico admirable, que desde su gestación contó con la simpatía y el apoyo de Robert Redford.
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