EDUARDO REYES LARA
Colaborador de la Asociación Amigos del Crucero
La Jornada
El clientelismo, la compra y el acarreo de votantes son un claro ejemplo de los espacios limitados que tiene el ciudadano para poder revertir la reproducción de la pobreza
Comenzamos un año más de elecciones con la herida abierta del proceso electoral anterior, los partidos definen candidatos y estrategias para convencernos de votar por ellos. Previamente se aseguraron de contar con cuantiosos recursos para vendernos sus soluciones, exaltar los logros de los gobiernos emanados de sus partidos y denostar al contrincante. Pronto se sumarán personalidades: empresarios, académicos, sacerdotes, activistas sociales y medios de comunicación a sus propuestas y programas de gobierno y seguramente se firmarán agendas programáticas que para lo único que han servido es para rellenar los espacios vacios de información en los periódicos locales.
El clientelismo, la compra y acarreo de votantes, la manipulación del voto, los programas sociales como instrumentos para asegurar votos y la falta de un sistema electoral con un enfoque de justicia social, son un claro ejemplo de los espacios limitados con que cuenta el ejercicio ciudadano para generar fórmulas efectivas de cambio a la permanente reproducción de la pobreza.
La pobreza que nace, crece, se reproduce y nunca muere, como si estuviéramos condenados a ella. La pobreza generada por un sistema económico que nunca funcionó, ni funcionará. La pobreza que se traduce en pobres que están emplazados en asentamientos aislados, o se encuentran hacinados en los suburbios urbanos de nuestra cuidad, castigados por una gran indiferencia social, sometidos sistemática y permanentemente por la violencia policial; que enfrentan cotidianamente con las luchas interminables por la supervivencia. Donde cada despertar, cada amanecer significa el interrogante respecto de qué se comerá, dónde y cuánta cantidad, en un duro enfrentamiento con las horas interminables. Despertando todos los días en medio de la adversidad. Perdiendo con esa brutal cotidianeidad las posibilidades de proyectar, de establecer objetivos, de soñar con un mundo mejor.
Los pobres son el mayor contraste en este mundo pretendidamente humanista. Se han convertido en el espejo en el que no queremos mirarnos, creyendo que si cerramos los ojos ante esta realidad, ésta dejará de existir. Nos hemos acostumbrado a que formen parte del paisaje, como si fueran un elemento decorativo, pero de mala calidad, estéticamente desagradable a nuestros ojos. Pasamos frente a ellos y ni siquiera nos inmutamos con sus visibles carencias. Nos molestan con su realidad de rostro sucio, pocos y mugrientos dientes y ropa andrajosa. Ellos perturban nuestra felicidad, su suciedad, sus pedidos de limosnas que pocas veces llegan y su enorme cantidad de hijos a cuestas. Nos importan en las charlas de café cuando se nos acercan para querer vendernos cosas inútiles para nosotros, pero que a ellos les permiten ganar unos pesos y sacar el día. No nos importa el destino de chiquillos de seis años pidiendo monedas por la noche. Nos ponemos de moralistas negando unas monedas a algún adulto, porque a priori aseguramos que las usará para emborracharse y no para alimentar a sus hijos. O peor aún, levantamos discursos éticos, como lo hace el DIF Guadalajara y el presidente municipal, en los que sostienen que dándoles algún dinero no los ayudamos, cuando lo que ellos nos piden es, aunque sea, esa modesta ayuda.
Descubrimos en ellos todos los vicios. Los pobres son feos, son sucios, son malos. No conocen el amor. Son promiscuos. No tienen dinero porque no trabajan y si lo hacen no ahorran. Se emborrachan rápidamente. No beben para divertirse, beben porque son viciosos. No estudian porque son vagos. No aprenden porque “no les da la cabeza”. Los encerramos en orfanatos de caridad por temor a que delincan, pero ahí aprenden a ser delincuentes. Los explotamos. Les pagamos con más miseria. Los pobres tienen facilidad para ser asesinos, violadores y drogadictos. Las cárceles están llenas de pobres que son delincuentes o de delincuentes que son pobres. Con ellos la justicia siempre funciona pronta, completa e imparcial para condenarlos, aunque no tengan quien los defienda. No poseen palabra, honor ni dignidad alguna. La ciencia y sus progresos no los alcanzan. Las Iglesias no les permiten que controlen su fertilidad. Tienen prohibidos todos sus deseos. Las mismas Iglesias, casi convertidas en Estado, se niegan a darles gratuitamente anticonceptivos y educación sexual. Será porque el único deseo que pueden realizar sin costo alguno es el sexual, por lo que se los debe castigar con un número grande de hijos, a los que verán crecer en la miseria, o morir tempranamente, regenerando un círculo vicioso implacable: a mayor indigencia, menores las posibilidades de acceso a los derechos fundamentales, cuya carencia impide mejorar los ingresos y salir de la pobreza.
En años electorales, los pobres siempre estarán presentes, incluso en los discursos más “progresistas”. Los políticos los buscan por su cantidad y sus provechos electoralistas, los activistas y defensores por los posibles y escasos financiamiento para defenderlos, aunque sigan ausentes de la aplicación de todas las políticas sociales e incluso de las estrategias ciudadanas.
Exigimos que estén alejados de nuestras viviendas y nuestros trayectos cotidianos alegando que son peligrosos. Les tenemos miedo y desconfianza. Para ellos no existen los derechos humanos. Las organizaciones se preocupan de ellos, más nos se ocupan, a menos que los detengan y justifiquemos nuestros financiamientos. Sus hijos no son nuestros hijos. Su alegría es vulgar y peligrosa. Sus problemas no son nuestros problemas. No son seres humanos, simplemente son pobres. Sólo son noticia cuando desaparecen o detienen colectivamente. Los gobiernos los ocultan. Afectan el turismo porque afean la estética de nuestra noble y leal ciudad. Nunca tienen vacaciones de la pobreza.
Ninguna persona que levante su voz para defender y proteger los derechos humanos debe ni puede obviarlos, son parte de nosotros, poseen las pobrezas más duras de llevar, la del hambre insaciable; la del frío intenso en el invierno y la del calor agobiante en verano; la del aislamiento social; la de las enfermedades crónicas pero curables; la de las inundaciones que los dejan a la intemperie; la de los sueños imposibles; la del silencio perpetuo. Este es el debate que va más allá del 2009, es una agenda permanente.
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