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domingo, noviembre 26, 2006

Opinión - Alejandro Paez Varela 26/11/06

EL HOMBRE QUE LO TUVO TODO
Alejandro Páez Varela - 11/26/06 12:57 AM por

Desde el correo de Redes Ciudadanas y el sitio de Alejandro Paez

PUBLICADO EN NEWSWEEK EN ESPAÑOL

“¿Y yo por qué?”
–Vicente Fox, cuando TV Azteca y CNI Canal 40 llegan a los golpes.

Pocos presidentes mexicanos llegaron al poder con tanto capital político, como Vicente Fox Quesada. Se cuentan con los dedos de una mano aquellos que, desde el fin de la Revolución de 1910 hasta la fecha, mantuvieron tan alta y constante la aceptación popular durante su mandato. Y en los últimos 30 años, ni uno solo de los cinco gobernantes previos a la transición de 2000 se sostuvo más allá de 12 meses: Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo fueron recibidos por una crisis económica –que Fox no padeció–, veneno puro para mantener la relación con la población.

Tampoco hubo, en el México contemporáneo, un mandatario que generara tantas expectativas a su llegada, como Vicente Fox. En gran parte fue por lo que prometió; pero también por el alto significado de su triunfo: apoyado en una sociedad civil cansada de 70 años de dictadura disfrazada, el político de derecha dobló el acero de una maquinaria que, hasta su desplome, era sólo comparada con la soviética (que había caído una década antes) o con la China, en marcha hasta hoy. Ni siquiera la cubana, en términos de antigüedad, pudo hacerle sombra.

Sin embargo, Fox, el hombre que lo tuvo todo –y fundamentalmente un Banco Central que le cuidara las principales variables macroeconómicas–, no pudo cerrar su periodo presidencial con la tersura con la que recibió el mando. En el último año cayó en una vorágine. Ahora Felipe Calderón Hinojosa, el nuevo presidente de México, recibe un país lleno de complicaciones y facturan sin pagar, tal y como sucedía con las transiciones del pasado.

LA GRAN VARIABLE

“Así como me ven de rancherito y con botas, también sé ser estadista y gobernante, y también sé cuándo usar traje y hablar bonito”, se definió Fox al inicio de su gobierno. El tiempo se encargó de darle la razón, pero sólo en la peor parte. El presidente se vio imposibilitado para cumplir como gobernante, y no alcanzó a ser un estadista, a pesar de que tenía mejores condiciones que cualquiera de sus antecesores. En los primeros cinco años de su gobierno no alcanzó los objetivos que él mismo se fijó en su discurso inaugural del 1 de diciembre de 2000, pero una serie de factores ajenos a él lo mantuvieron a flote: buenos ingresos petroleros, por turismo y por remesas de migrantes; o un manejo correcto de tasas de interés, inflación, deuda externa o tipo de cambio por parte del Banco de México. Y aunque las variables a su cargo, como empleo o crecimiento, se estancaron o retrocedieron, hasta finales de 2005 pudo sostener una buena relación con los mexicanos, según la gran mayoría de las encuestas de medios e independientes.

Pero en el último tramo, el presidente perdió el control de la variable más riesgosa de todas, y no es económica. En 2006, una buena dosis de impericia y una mayor cantidad de intolerancia hacia sus adversarios lo llevaron a cometer terribles errores que él mismo había señalado, desde la oposición, como inadmisibles.
“Mi gobierno vomita la demagogia, el populismo, el engaño y la mentira”, dijo Fox el 21 de febrero del 2006 al izquierdista Andrés Manuel López Obrador, en plena campaña, para beneficiar al candidato de su partido. Y como intervino en la elección presidencial abiertamente, sus bolas de nieve (las del presente y las del pasado) se volvieron aludes. Violó reglas diseñadas para apuntalar la naciente normalidad de democrática. Las crisis políticas provocaron crisis económicas en el pasado; Fox sometió a los mexicanos nuevamente a este riesgo, y obligó al sistema a dar pasos hacia atrás al descomponer el ambiente electoral. Los actores políticos no se lo perdonaron. Empezaron a cobrarle facturas.

En su campaña, y en el discurso del 1 de diciembre de 2000, Fox prometió un crecimiento económico anual país al 7 por ciento, resolver el conflicto de Chiapas en 15 minutos, atacar la inseguridad, una Reforma del Estado que para un “ejercicio del poder cada vez más equilibrado y democrático”, castigar a los corruptos, llamar a cuentas a los represores del pasado, saldar parte de la deuda con los pobres y los indígenas, dar a PEMEX una dimensión mundial, alejarse del culto a la personalidad, detener la migración a Estados Unidos. No cumplió, y en casi la mayoría de estos rubros hubo un retroceso.

Para 2006, Fox fue cosechando su falta de realismo. En su sexenio, el gobierno federal rompió relaciones con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional; PEMEX mantuvo el mismo esquema fiscal que la mantiene en el retraso; él jugó roles protagónicos y hasta intentó un plan transexenal, como en el pasado, al impulsar la posible candidatura de su esposa, Martha Sahagún, y luego la de su amigo, Santiago Creel; no detuvo la migración, ni hubo una reforma migratoria en Estados Unidos y, todo lo contrario, heredará un muro fronterizo que ratifica las peores relaciones de México con su vecino del norte; no hubo Reforma de Estado; no castigó a los corruptos y peor: lejos de desmantelar la estructura de sindicatos, se sirvió de líderes corruptos como Elba Esther Gordillo, a la que le compartió poder.

No pagó la deuda con pobres e indígenas, y, quizá su peor error en el último año, participó en la división de la sociedad mexicana en pobres y ricos, junto con López Obrador, el candidato de la izquierda para el 2006: como no se observaba en muchos años, los focos de descontento se ubicaron entre los más desprotegidos. Renacieron las organizaciones radicales de izquierda, como los agrupados entorno a los maestros en Chiapas. Revivió la guerrilla, que a finales de su mandato coordinó ataques con explosivos en el Distrito Federal.

Fox se fue quedando solo, se fue aislando de la gente que lo había impulsado o con la que había llegado al poder. Los analistas le dieron nombre a su mundo intramuros: “foxilandia”. Perdió la pericia y el empuje de personajes como Jorge G. Castañeda, Carlos Medina Placencia, Rafael Macedo de la Concha, Alfonso Durazo Montaño o Carlos Rojas; y a los amigos, como Lino Korrodi o José Luis González. Sin embargo, personajes ligados al encono presidencial, como Rubén Aguilar, crecieron. El vocero de Los Pinos fue una lanza que abrió heridas; convirtió la vocería (puesto nuevo en los gobiernos mexicanos) en un frente de batalla, más que un facilitador de información.

Se fue perdiendo estatura en el exterior. Su “amigo” George W. Bush le dio la espalda; alejó a México de América Latina y no se acercó a Europa, como había prometido, para terminar con la dependencia económica y comercial con el norte del continente. No pudo colocar a Ernesto Derbez en la Organización de Estados Americanos (OEA), o a Julio Frenk en la Organización Mundial de la Salud (OMS), pero actores relacionados con el pasado sí obtuvieron posiciones para México: José Angel Gurría llegó a la secretaría general de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE); Sepúlveda Amor fue nombrado Juez de la Corte Internacional de Justicia.

Fox perdió muchas veces el piso; habla de un país lejano, o uno que no existe. Y desató la furia entre los que se sintieron defraudados por la raquítica dotación de promesas cumplidas. “A una vendedora de nopales que sale hoy en día a sentarse en la banqueta a vender sus productos de manera irregular, a ella le vamos a dar acceso para que pueda empacar sus productos, a que pueda echar a andar una pequeña empresa, a que pueda salir a venderlos a Estados Unidos”, dijo en 2001. Y más tarde: “Ya casi no sabemos qué hacer con esa cantidad enorme de reservas que acumula el país”, o “hemos roto el mito de que México no podía contar con una policía honrada”. Lanzó aseveraciones, muchas de ellas producto de la ligereza, la pereza o la falta información: “Estamos a unos dólares de ubicarnos en la novena posición de la economía mundial, muy cerca del grupo de ocho países que toman las decisiones sobre el futuro de la humanidad”, expresó, o: “Estamos llenando las cárceles por la eficacia que se está teniendo en materia de detenciones”.

Luego se dio cuenta de sus errores y corrigió: “Ni se crean que tenemos un cuartote lleno de dinero para ver qué se ofrece y cómo apoyamos”, despertó. Frente a la crítica, se polarizó y caminó rápido hacia su propio desencanto: “No me estoy lavando las manos, sé cuáles son las responsabilidades del Presidente de la República y las asumo cabalmente”, sostuvo; después, justamente lo contrario: “¿Y yo por qué?”, dijo cuando TV Azteca y CNI Canal 40 llegan a los golpes.

Y en su último año, el enojo, la abulia, el desencanto o el desengaño: “Ya hoy hablo libre, ya digo cualquier tontería, ya no importa. Ya total, yo ya me voy”.
Vicente Fox Quesada tuvo todo a sus pies. Sus críticos fueron los ordinarios, los inherentes de una democracia: la oposición partidaria, cierta prensa, un Congreso equilibrado, los intereses extranjeros (principalmente los de George W. Bush, acentuados en tiempos electorales), la clase política opositora. Sus retos, los que ya sabía: consolidar la democracia, la pobreza, el desempleo, la migración, reformas que liberaran al país de la dependencia al petróleo o a los migrantes. Sus aliados fueron muchos y constantes (como pocos presidentes mexicanos disfrutaron): ganas del electorado por creer en un cambio, los empresarios y gente misma del pueblo, fortaleza y estabilidad económica, ingresos extraordinarios por varias vías y, el más importante aliado, su enorme capital político que lo mantuvo durante cinco años, por lo menos, en la preferencia de un comprobado pueblo guadalupano –como él–, con debilidad, también comprobada, por los caudillos.

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