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viernes, abril 04, 2008

Opinión - Jaime Preciado Coronado

Macrolimosna, megaperversión

Publico

La limosna fue originalmente una contribución individual para ayudar al mantenimiento de los ingentes. En todas las religiones monoteístas existe este principio de ayuda para los más necesitados, que luego devendría en apoyo para el sostenimiento de la jerarquía eclesial profesionalizada, en una época que los clérigos compartían la mediana austeridad de su feligresía. Esa limosna para fieles empobrecidos y clérigos que compartían muchas de sus carencias, se sofisticó al paso de la institucionalización de las iglesias, particularmente de la católica. El crecimiento de esta última sobre una base eminentemente campesina, acompañó su proceso de institucionalización con la imposición de diezmos y primicias, una suerte de impuestos que obligaban moralmente a los campesinos a entregar una décima parte de sus utilidades y un adelanto consistente de su primera cosecha, para el mantenimiento de clérigos y para las obras: templos, labor asistencial, que suponían administrar ese impuesto-limosna. Conforme se capitalizó y aumentó su poder terrenal la clerecía católica fue prescindiendo de esa renta agrícola, a la par que amplío y diversificó su base urbana.

Coexistieron así, San Pedro y el Vaticano, construidos desde arriba, por la voluntad de la jerarquía clerical aliada de los ricos y sus intereses terrenales, y las obras de los peregrinos y los sitios propios de la religiosidad popular; notoriamente, los santuarios construidos desde abajo a partir de la espontaneidad y generosidad de los creyentes. Así lo entendió Antonio Gaudí, ese genial arquitecto catalán diseñador de la Sagrada Familia, quien condicionó la edificación de ese templo a la sola aportación de la feligresía. El Santuario de los Mártires, en contraste, es una obra que nace desde arriba, que extirpa a los mártires de su lugar de origen. Una obra que al no concitar el apoyo masivo de creyentes, pero tampoco el de Roma, se convierte en una perversa mezcla de capricho y auto homenaje de un Cardenal que al cumplir 75 años tiene que dejar el arzobispado, pero que sigue siendo Príncipe de la Iglesia, quien quiere usar su poder cardenalicio para erigir(se) un monumento que conmemore la santificación por él gestionada ante Roma. Pero la megalomanía no es solamente cardenalicia, sino también creación de políticos interesados en obtener sus bendiciones para cambiarlas por votos y de empresarios con aspiraciones de grandeza aparentemente espiritual, pero sublimada en el mundo del mercado, de los negocios.

Además de la afrenta al Estado laico, que evidenció el enorme poder discrecional del Ejecutivo jalisciense, la macrolimosna pervierte la política. Emilio González apostó por ganar la sensibilidad de los creyentes católicos que aceptaran subordinar el fin a los medios. Para ello revistió de legalidad la donación a una asociación civil que suplantara la personalidad moral del Cardenal constructor, sin reparar en el destino y finalidad del donativo. Un circo entre legalidad y legitimidad que defienden afanosamente sus colaboradores en el gobierno y sus aliados empresariales, queriendo argumentar que si el Plan Estatal se propone crear empleos y dinamizar la proyección de Jalisco en el turismo religioso, es justificable una política pública que subsidie tal monumento que, además, encierra toda una obra de caridad, claro, asistencial providencialista. Quizá Emilio gane su apuesta entre una franja gris del electorado que no ocupa el espacio público del debate, y que seguirá votando por él y su partido. Pero, cuidado con menospreciar a sus críticos, pues se trata de una lucha creciente por la equidad que necesita de un Estado laico, con transparencia y rendición de cuentas, contrario al uso electorero del erario, que reclama una democratización capaz de limitar la megalomanía de un Cardenal soberbio y atento predominantemente a la riqueza terrenal.

El autor es presidente de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS)

japreco@hotmail.com

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