Eduardo R. Huchim
14 Abr. 08
Reforma
Este país alberga un agravio que a algunos preocupa y a muchos los tiene sin cuidado: la miseria extrema que lacera a decenas de millones de sus habitantes, condenados a vivir en sitios donde falta todo, incluso la comida, pero sobran la enfermedad y la ignorancia. Ahí, en la marginación perpetua, vegetan sus cuerpos y languidecen sus espíritus.
Ese agravio permanente torna irritante y reprobable en grado sumo el hecho de que el gobierno de Vicente Fox Quesada haya dilapidado las carretadas de dinero extra que recibió por los altos precios del petróleo, recursos no empleados para construir siquiera una refinería que redujera la kafkiana importación de gasolina y gas por un país productor de crudo. Un contraste acentúa las dimensiones del despilfarro: una refinería cuesta 8 mil millones de dólares (Felipe Calderón Hinojosa ante industriales, 10/04/08) y Fox recibió aproximadamente 40 mil millones de dólares extras por el petróleo. No sólo el sexenio panista de Fox, tampoco los gobiernos priistas hicieron mucho por dar racionalidad a la industria petrolera mexicana.
Y ahora se plantea, para decirlo en síntesis, que la única vía para volver más rentable a la industria petrolera y terminar con el agravio permanente de la miseria es arrancarle a Petróleos Mexicanos parcelas hoy exclusivas (como la refinación y la distribución de hidrocarburos) para compartirlas con el capital privado. ¿Es realmente ésa la única vía para "enterrar la pobreza extrema" como ha planteado Calderón? ¿Debe darse crédito al diagnóstico de un gobierno donde varios de sus integrantes están en entredicho y uno de ellos, Agustín Carstens, es capaz de mentir paladinamente para satisfacer a la declinante pero todavía poderosa Elba Esther Gordillo? ¿Es admisible una reforma privatizadora propuesta por un gobierno que parece rehén del otrora partido hegemónico y no cesa de pagar deudas de campaña electoral a intereses particulares?
Acaso la respuesta sea un sí a todo, pero debe llegarse a esa conclusión, o a la contraria, sólo después de un debate nacional amplio e informado, enriquecido con las opiniones de expertos de distinto origen y con criterio más técnico y menos político. El temor de sentirse burlados y convalidar una discusión insuficiente derivada del obvio acuerdo PAN-PRI para sacar adelante la reforma petrolera, fue el origen de la toma de las tribunas en el Senado y la Cámara de Diputados por parte de la mayoría de los legisladores del Frente Amplio Progresista (PRD, PT y Convergencia), que ha desatado iracundas reacciones de actores políticos y comentaristas.
Yo no comparto ese rasgar de vestiduras. Para la mayor parte del FAP, como para un amplio segmento de la sociedad -incluidos prestigiados intelectuales-, el petróleo es un asunto prioritario en cuya defensa vale la pena movilizarse, afrontar la embestida airada de Televisa, en particular de Joaquín López-Dóriga, y sacrificar incluso futuras ganancias electorales. De la misma manera -no se olvide-, los grupos parlamentarios del PAN estimaron prioritaria la rendición de protesta de Felipe Calderón y para permitirla se apoderaron también de la tribuna del Congreso. ¿Fue en un caso un asalto y en el otro un acto valiente? ¿Fue en 2006 una defensa de la institucionalidad y en 2008 un secuestro de la democracia? Sí, en el reinado de la intolerancia y la crispación que dura ya dos años, para amplios segmentos de la sociedad eso fueron precisamente los dos casos. Y del otro lado, por supuesto, la percepción es exactamente al revés. Una visión objetiva permite advertir que, si bien las circunstancias y las motivaciones fueron diferentes, la esencia es la misma: se acudió a medidas extremas ante lo que se estimó vital.
Por lo pronto, aunque reprobable y políticamente costoso, el asalto a las tribunas ya propició la definición del PRI y, en consecuencia, la postergación de la reforma, cuya aprobación presuntamente iba a ocurrir este mes. Y no parece prematuro augurar que el asunto terminará por ser resuelto en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
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