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martes, abril 29, 2008

Álvaro Uribe: el burro hablando de orejas...

VISIÓN MUNDIAL

Gabriel Guerra Castellanos
29 Abr. 08
Reforma

Ahora resulta que este Presidente, que tantos golpes de pecho se da cuando denuncia las complicidades terroristas de los demás, tiene su propia historia, no apta para todo público

El Presidente colombiano nunca ha sido un personaje de fácil digestión. Desde antes de su ingreso a la política, Uribe era considerado un hueso duro de roer. Como Alcalde de Medellín y senador de la República primero, Gobernador de Antioquia después y finalmente ahora como jefe del Estado colombiano ha demostrado ser aún más obstinado y contencioso, duro y áspero de lo que sus opositores afirmaban.

La trayectoria de Uribe ha estado marcada desde sus orígenes por los temas que aún hoy la dominan: la violencia facciosa asociada con el terrorismo y el narcotráfico, las desigualdades que caracterizan al agro colombiano y la no siempre exitosa lucha por la legalidad y la transparencia.

Son legión los rumores en torno a la familia de Uribe, muchos de ellos ofensivos, algunos tal vez difamatorios, pero todos persistentes y recurrentes. Tal vez por ser originarios de una ranchería cercana a Medellín, ciudad entonces controlada por el tristemente celebre cartel del mismo nombre; tal vez por la mudanza de la familia a esa ciudad; tal vez por el aparente parentesco de la madre de Uribe con la familia Ochoa del Cartel de Medellín; tal vez por los dichos que buscaban vincular a su padre con el narcotráfico; o por la violenta muerte de su padre a manos de las FARC, tras un fallido intento de secuestro. Este último acontecimiento, plenamente conocido y confirmado, sucedió en 1983, y fue seguramente el catalizador que llevó a Álvaro Uribe a concentrarse plenamente en la política.

Como Gobernador de Antioquia se le conoció por su mano dura contra la guerrilla, y fue durante esa gestión que se logró uno de los golpes más duros a esa organización armada. Por esos mismos tiempos se dio en Colombia un proceso que difícilmente puede explicarse sin la participación activa de autoridades locales, empresarios y terratenientes: la creación de una serie de organizaciones que se hicieron llamar de "autodefensa" y que bajo el pretexto de proteger a la ciudadanía de la violencia de la guerrilla, tanto de las FARC como del ELN, se convirtieron en grupos paramilitares que impartían su propia versión de la justicia, procesando, juzgando y ejecutando las sentencias y a los sentenciados casi al mismo tiempo.

La principal de éstas organizaciones se llamó Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y junto con numerosas agrupaciones similares se dedicó no sólo a combatir frontalmente a la guerrilla -a veces de la mano del Ejército colombiano o de las fuerzas del orden y a veces por su cuenta- sino también a perseguir a dirigentes obreros y campesinos, activistas de derechos humanos y a quien se interpusiera en el camino.

Los grupos paramilitares no tardaron en convertirse en un Estado dentro del Estado, adquiriendo poder militar, político y económico, sirviendo a sus aliados gubernamentales a la vez que se enriquecían recurriendo a las mismas deleznables tácticas de las FARC y el ELN: el asesinato, el secuestro y la protección al narcotráfico. Esas actividades, ampliamente documentadas, generaron el repudio de muchos sectores de la sociedad colombiana, que si bien habían aceptado al principio cualquier ayuda en su lucha desigual contra la violencia de los carteles y de las FARC, pronto se dieron cuenta de que el costo era demasiado alto y el riesgo enorme de que se constituyera una nueva fuerza armada, esta vez de extrema derecha, que amenazara aún más a la frágil democracia colombiana, ya de por sí bajo el fuego del narco y de la guerrilla.

El alcance y el poder que llegaron a obtener los paramilitares quedaron en evidencia cuando el Gobierno de Uribe logró su desarme y desmovilización, en abril de 2006. Las AUC disolvieron una fuerza de poco más de 30 mil efectivos y entregaron 17 mil armas de fuego (nadie parece haber reparado en el extraño hecho de que solamente se entregara en promedio un arma de fuego por cada dos combatientes). A cambio, recibieron del Gobierno, mediante una muy controvertida Ley de Justicia y Paz, una virtual amnistía, protecciones contra su eventual extradición y representación política.

La ley, ampliamente cuestionada, fue revisada posteriormente a instancias de la Corte Constitucional de Colombia, para evitar que la impunidad fuera la característica principal de la iniciativa del Gobierno de Álvaro Uribe.

Más allá de la ausencia de castigos o de consecuencias contra los paramilitares, documentada tanto por Amnistía Internacional (AI), como por otras organizaciones defensoras de los derechos humanos, es preocupante ver cómo muchos de estos grupos armados se han reconstituido, total o parcialmente, lo mismo para continuar sus actividades anteriores que para dedicarse abiertamente al crimen organizado.

De acuerdo con AI, desde que se anunció el cese al fuego de estos grupos han muerto o desaparecido más de tres mil civiles presuntamente a manos de los paramilitares "desmovilizados".

Sin embargo, todo lo anterior palidece frente a las recientes revelaciones que vinculan a congresistas colombianos, muchos de ellos aliados (y un pariente cercano y aliado político) del Presidente Uribe con los grupos paramilitares. De acuerdo con las investigaciones en curso, que han ocasionado ya la detención de más de 30 legisladores y pesquisas en contra de otros tantos, las alianzas y complicidades alcanzan niveles de escándalo, pues los paramilitares no sólo financiaron muchas de las campañas, sino que también se beneficiaron de actos de poder de parte de los legisladores bajo sospecha, que suman ya el equivalente de una quinta parte del Congreso colombiano.

Al desastre de imagen del escándalo de la "parapolítica" hay que añadir ahora la acusación de una ex-congresista de que fue objeto de ofrecimientos indebidos para apoyar la autorización parlamentaria para que Uribe pudiese reelegirse como Presidente. Sea o no cierta la afirmación, aumenta la duda sobre la conducta personal y profesional del Presidente de Colombia, tan rápido él para descalificar y acusar a otros, sobre todo si se trata de civiles desarmados, o de instituciones como la UNAM.


gguerra@gcya.net


PIE DE PÁGINA: Ya en artículos anteriores me he referido al conflicto intestino que vive Colombia y a la violencia terrorista e inhumana de las FARC. No pretendo, ni de lejos, justificar a aquellos que hicieron de su causa pretexto para el secuestro, el asesinato y la cooperación con el narcotráfico. Pero tampoco podemos dejar pasar la probable conducta inadecuada de funcionarios de Gobierno o de legisladores de quienes esperaríamos elemental apego a las leyes de su país.

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