Imponen su fuerza los robots en la sede alterna del Senado
■ Impiden activistas ingreso de representantes populares a Xicoténcatl
Agentes policiacos arremetieron contra defensores del petróleo para facilitar la salida de legisladores de la Torre del Caballito, donde sesionó la Cámara de Senadores y aprobó la reforma energética Foto: Marco Peláez
No a la privatización de Pemex, la consigna Foto: José Carlo González
Un muchacho moreno, pelón, cuadrado, con hombreras y rodilleras de goma negra que le daban aspecto de cátcher de beisbol, hizo un guiño a sus compañeros, casi una sonrisa, para indicarles que empezaran a reprimir, y cubriéndose la cara con la mica del casco aventó con el escudo a la mujer que tenía ante sí, mientras estallaban los golpes, los quejidos, los flashes… en un estrecho pasillo del quinto piso de la Torre del Caballito.
Eran las 12 del día en punto. Los agentes de la Policía Federal Preventiva acababan de llegar al acceso lateral del salón que había sido improvisado como sede alterna del Senado de la República. La mujer que recibió el impacto del escudo era la diputada perredista Aleida Alavez y, de acuerdo con la Constitución, ningún policía podía tocarla siquiera con el pétalo de una amenaza.
No obstante, los jóvenes uniformados, que además llevaban toletes, fusiles y granadas de gas lacrimógeno, se le echaron encima aporreando de paso al también diputado perredista Gerardo Villanueva, quien poco después, con huellas de patadas de botas en la cabeza, debió ser atendido por los servicios médicos.
A unos cuantos pasos de ahí, las senadoras Yeidckol Polevnsky y Rosario Ibarra de Piedra aguantaban a pie firme, acorraladas en un rincón, mientras semioculto dentrás de una puerta, el secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, coordinaba de viva voz la acometida de los robots azules.
Pero entonces, mientras la reportera Andrea Becerril se caía y se levantaba ilesa, y el analista de conocido semanario gritaba: “¿qué les pasa, quieren otro Tlatelolco?”, llegaron al trote más federales preventivos, al mando de un oficial de pelo cano que les repetía con insistencia: “Mucho cuidado, mucho cuidado”.
Golpiza a Flor y Canto
Con todo y su brutal espectacularidad, ese no fue el incidente más violento de la jornada. Cuando la sesión terminó, a las tres de la tarde, los senadores del PRI, encabezados por un sonriente Manlio Fabio Beltrones, fueron escoltados hasta los autobuses que los esperaban en la esquina de avenida Guerrero y Basilio Vadillo, frente al monumento a la cáscara de plátano.
Sin embargo, en cuanto los legisladores abordaron los transportes, la PFP arremetió contra la nube de fotógrafos de prensa que los acompañaban, y éstos, poco a poco, empezaron a caer como pinos de boliche sobre los numerosos brigadistas de Flor y Canto que ahí se habían sentado, en resistencia civil pacífica sobre el asfalto.
“De repente tenía un codo clavado en la espalda y una rodilla en el estómago, algo me apretaba una pierna, otros compañeros pedían auxilio porque no podían respirar; había mucha gente en el suelo”, relató el dirigente masón Rafael Maldonado, cuya hermana perdió un zapato bajo los cuerpos de otras personas, mientras la rueda de una camioneta pasaba sobre el pie de una mujer llamada Lorena y el celular de Froylán Yescas se rompía en pedazos.
Es cierto, la cosa no pasó a mayores porque la PFP aflojó la presión, pero la escena crecía en dramatismo debido al escándalo de un helicóptero particular que sobrevolaba a muy baja altura, y a los gritos enardecidos de los seguidores de Andrés Manuel López Obrador, que a lo largo de Reforma coreaban a todo pulmón, y combinaban con otras acusaciones hirientes la palabra “traidores”, dedicada a los senadores perredistas de Nueva Izquierda que iban saliendo por otra parte.
De 1913 a la fecha
“Desde los tiempos de Belisario Domínguez, el Senado nunca había sufrido una humillación como ésta, con policías dentro del salón de sesiones, que nuestros adversarios tuvieron que improvisar aquí, para esconderse de la indignación del pueblo”, dijo López Obrador poco antes de las cuatro de la tarde, frente a la entrada principal de la torre, que a esa hora seguía custodiada por incontables robots azules.
El dirigente opositor, que había llegado a la Alameda Central antes que la inmensa mayoría de los brigadistas y que se plantó frente al Senado con 2 mil o 3 mil personas a las ocho de la mañana, permanecía frente a la casona de Xicoténcatl dos horas y media después cuando un autobús gris con una franja rosa pasó por el Eje Central, seguido por numerosas camionetas pick up de la PFP, y con un Santiago Creel visiblemente ansioso tras una de las ventanillas delanteras del lado derecho.
De inmediato, los brigadistas que vigilaban aquellas esquinas se sentaron en el suelo con los brazos entrelazados para impedir el paso del vehículo. Este continuó de largo y dio vuelta en Belisario Domínguez, para dirigirse al callejón del 57, donde su presencia produjo el mismo efecto: la gente alfombró el asfalto con sus cuerpos, hasta que el grupo de legisladores, a quienes Jesusa Rodríguez describiría luego como “la banda del autobús gris”, se perdió en el Centro Histórico para enfilar secretamente hacia el Caballito.
La que se dio cuenta de la maniobra y se movilizó de inmediato fue doña Rosario Ibarra de Piedra. Sin decirle nada a nadie, saludando a sus admiradores que la aclamaban al verla, llegó al Eje Central y en compañía de su inseparable ángel guardián, el dirigente trotsquista Édgar Sánchez, y de una fotógrafa de apellido Tomé, se subió a un taxi, al que también logró introducirse este reportero.
Como casi no había tráfico, el trayecto fue breve y la “comitiva” de la senadora saltillense avecindada desde chica en Monterrey se apeó en medio de un enjambre de cascos, toletes y rostros sudorosos, morenos y sonrientes, que le abrían paso y la saludaban con respeto. De tal modo se introdujo, siempre acompañada por su “escolta”, en uno de los elevadores del vestíbulo; bajó en el piso seis, salió a una azotea donde se adivinaba la presencia de militares vestidos de civil, y descendió al quinto piso, donde ya había comenzado la sesión.
Preocupada porque se le había caído un botón y no hallaba un alfiler para sustituirlo, se deslizó entre decenas de agentes del Estado Mayor y algunos reporteros y fotógrafos, y se metió al improvisado salón de sesiones, cosa que ya no pudimos hacer quienes la seguíamos. Fue en ese instante cuando los diputados del PRD que allí la aguardaban para entrar con ella, todavía con la esperanza de tomar la tribuna e impedir la votación de la “reforma energética”, empezaron a luchar cuerpo a cuerpo con los hombres de seguridad, hasta que 20 minutos después entraron en escena los de la PFP, a golpearlos con escudos, patadas y toletes, como si aquel no fuera un pasillo del Senado sino una calle de la ciudad de Oaxaca y la Constitución hubiese sido abolida hacía mucho tiempo.
Y en señal del miedo que los de adentro le tenían a la muchedumbre que ya se había congregado afuera, procedente de la casona de Xicoténcatl, alguien ordenó bloquear todas las escaleras del edificio. Éstas, en efecto, no volverían a abrirse hasta las tres de la tarde, cuando panistas y priístas se fueron, como dijo López Obrador en el último mitin del día, “a comer a los restaurantes de lujo, a brindar porque ya se les hizo el negocito”.
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