Alerta por la gripe porcina
La OMS contempla el riesgo de pandemia por la gripe porcina
Los mensajes de alarma en torno la epidemia de la influenza parecen no ser compartidos por la ciudadanía de la capital mexicana, que, si bien no oculta su preocupación, considera que la desproporcionada magnitud que el Gobierno le da podría ser una tapadera ante diversas reformas legales.
Ander PÉREZ | Ruben PASCUAL | México DF
La confirmación de las primeras muertes -ya son 149, según cálculos oficiales- en México a causa de un subtipo del virus H1N1 -influenza o gripe común- que, al parecer, habría mutado de los cerdos a los humanos, encendió todas las alarmas el jueves. Los principales medios de comunicación internacionales, ante la casi simultánea aparición de nuevos casos no mortales en los estados estadounidenses de Texas y Califor- nia, se hicieron eco de la noticia mediante mensajes de alarma; que se acentuaron aún más cuando OMS intervino en el asunto y comenzó a tomar medidas y a hacer recomendaciones a los estados afectados.
En medio de esta alerta sanitaria por el brote de gripe, que según el secretario de Salud del Gobierno federal mexicano, José Antonio Córdova Villalobos, se encuentra en «su momento más álgido», un seísmo de 5,7 grados de magnitud en la escala de Richter sacudió ayer a la capital mexicana y provocó el pánico entre la población. El temblor, cuyo epicentro se situó en las costas del Estado de Guerrero, al sur del país, se sintió en la rueda de prensa que en ese momento ofrecía el ministro Córdova para dar el último parte sobre la situación sanitaria y reiterar que se reforzarán las medidas preventivas y de atención necesarias para su contención. De hecho, además de la cancelación de actos multitudinarios como eventos religiosos, conciertos y conferencias durante el «estado de contingencia sanitaria» de diez días decretado, se suspendieron las clases en todos los niveles educativos en todo el país hasta el 6 de mayo. Además, se estudia la paralización total de actividades en México DF.
La opinión de la ciudadanía, sin embargo, dista mucho de los mensajes alarmistas emitidos por las autoridades y difundidos por los medios de comunicación nacionales e internacionales. La gran mayoría de las personas consultadas por GARA en Ciudad de México, si bien no ocultan su preocupación por los efectos de la epidemia y el miedo a contraer el virus, consideran excesiva la magnitud que Gobierno y agencias informativas dan a los hechos. De esta manera, creen que no es más que una cortina de humo que el Ejecutivo aprovecha para sacar adelante diversas reformas legales polémicas, que en una situación normal producirían probablemente una gran controversia.
En el Zócalo capitalino, punto neurálgico del Distrito Federal, varias personas afines al Partido de la Revolución Democrática (PRD), que perdió las elecciones presidenciales de 2006 ante el PAN (Partido de Acción Nacional) entre denuncias de fraude por parte de organismos nacionales e internacionales, vocean desde sus mesas informativas la consigna «vacunas sí, bozales no». Explican a GARA su temor a que la epidemia presentada por el Gobierno sea utilizada por éste como «pretexto para militarizar el país y tener a la gente en casa para cambiar la Constitución a su antojo». Se refieren así a la aprobación a finales de la semana pasada de un decreto que amplía los ámbitos de intervención de la Policía Federal Preventiva. Además, exigen al Gobierno que, más allá de los cubrebocas (mascarillas), intervenga con acciones más eficientes, como la elaboración o adquisición de antivirales a EEUU, «que los tiene, aunque la bronca es cuánto nos van a cobrar al pueblo».
Ante sus mesas de información, la monumental catedral presenta un aspecto inédito. Lejos de las afluencias dominicales masivas, sólo unos pocos feligreses acuden al templo, portando la obligatoria mascarilla. Uno de los policías federales que lo custodia señala «que mucha gente prefiere quedarse en casa antes que salir a misa o a la calle», un descenso de afluencia que se calcula en torno al 70%. A su lado, los pocos que se animan, acuden al recinto pasando al lado de un cartel que reza «no hay bautismos, ni confirmaciones, ni misas hasta nuevo aviso».
Federico Reyes, barrendero al servicio del Gobierno del DF, critica que se haya dejado llevar «la situación hasta lo último, habiendo podido prevenirla». No se preocupa por no llevar cubrebocas, porque además de considerar que debería ser el Ejecutivo para el que trabaja quien «las suministre al personal», cree que «cuando le toca a uno no importa que se cubra o no». Ante la catedral, sentencia: «La cosa es que uno tenga fe».
Alarma excesiva
La ciudadanía comparte la opinión de que los mensajes divulgados tanto por el Gobierno como por los medios de comunicación son excesivamente alarmistas. Un ciudadano acompañado por su hijo se interesa por la información difundida en otros países, como forma de contrastar los discursos de las autoridades mexicanas y la prensa afín a éste. A su entender, «ni siquiera un 80% de los mexicanos cree en sus políticos y sospecha que la relevancia dada a la epidemia no es sino una mera distracción política».
Una farmacéutica confirma la leyenda del cartel que en su establecimiento advierte de que «no hay cubrebocas». Explica que el viernes, en sólo dos horas distribuyeron mil mascarillas, situación que se repitió en multitud de farmacias a lo largo y ancho de la ciudad. «Me desconcierta tanto escándalo -opina- cuando en realidad no se sabe tanto, no hay datos. Nada más están asustando».
Lo mismo opinan tres universitarios que aguardan en la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente al autocar que los llevará de regreso a Oaxaca. Consideran que los mensajes gubernamentales son «una forma de tapar los problemas, como la crisis económica, utilizando para ello la alarma». No niegan la existencia de la enfermedad, ni hacen oídos sordos a las recomendaciones de prevención, pero tampoco creen en las cifras oficiales y en los discursos de las autoridades. Son parte de los millones de afectados por la suspensión de las clases. Si bien reconocen que muchos estudiantes saludan la decisión y hacen planes para lo que consideran «diez días de vacaciones», subrayan la «magnitud de la medida». No obstante, creen que ésta, como el resto, es una acción prudente de cara a la prevención y de precaución ante el virus.
La suspensión de clases -hecho que no se repetía desde el terremoto que en 1985 devastó la ciudad- se une al cierre ya mencionado de locales de acceso público y a la habilitación de personal en labores de infor- mación y prevención de la enfermedad. En varias estaciones de metro, unidades de las Fuerzas Armadas hacen frente a duras penas a la gran demanda de mascarillas por parte de los usuarios. A su vez, personal de la Secretaría de Salud reparte -paradójicamente, sin llevar cubrebocas en algunos casos- folletos informativos relativos a la prevención para evitar el contagio virus.
Preocupación
De cualquier forma, tales medidas no terminan de aplacar la preocupación de la ciudadanía, que aún desconfiando de las acciones que el Gobierno pudiera esconder tras sus mensajes, no oculta el temor ante los efectos del nuevo virus de influenza. Prueba de ello, Rosalinda Pérez explica en el exterior del Hospital General que «la gente está muy asustada, y nuestros familiares que no viven en México nos han aconsejado no salir y tener el menor contacto posible con la gente».
Estas manifestaciones de temor también son patentes en el servicio de urgencias del citado centro sanitario. Este hospital no ha aplicado por el momento medidas de protección excepcionales, salvo el uso de un doble cubrebocas por parte del personal. La encargada que controla las entradas y salidas del recinto confirma la gran afluencia de gente que presenta síntomas similares a los del virus epidémico. Sin embargo, constata que «de todos las personas que fueron examinadas aquí ayer, ninguna padecía la influenza». Esto confirmaría la preocupación de la gente que ante efectos tan cotidianos como toses o dolores de cabeza, acude a los servicios médicos creyendo que padece el mencionado virus.
La intranquilidad ha hecho mella en acciones tan cotidianas como viajar en metro o salir a la calle, en una ciudad que por su propia extensión está en constante movimiento. De esta manera, la imagen del metro en estos días dista mucho de los habituales vagones cargados de personas, llenos hasta la bandera. Los usuarios, sentados en los asientos que normalmente son privilegio de unos pocos, miran con recelo a su alrededor, atentos a cada estornudo.
El regente de un puesto de comida en la estación San Lázaro de la red metropolitana de transporte, da cuenta de la situación mientras exprime naranjas para elaborar dos zumos. «Ayer aún había algo más de gente -se lamenta-, pero hoy no hay ni 700 pesos en la caja, cuando lo habitual suelen ser unos 5.000 por día».
Sin capacidad para ignorar la noticia que llena periódicos e informativos televisivos y se configura como único tema de conversación, la segunda urbe más poblada de mundo aguarda con preocupación el paso de los días, con esperanza de que los diez días de alarma decretados por las autoridades coincidan con el final del poder expansivo de la epidemia. En una ciudad que, según datos oficiales, cuenta con unos 20 millones de habitantes, son pocos los ciudadanos que conocen a alguien infectado por el virus, y es prácticamente insignificante el número -sin que esto niegue su relevancia- de quienes lo padecen, más de 1.500 -aún sin confirmar-.
No obstante, la dimensión adquirida por la noticia, en parte por tratarse de una enfermedad desconocida en los humanos y en parte por la relevancia dada por el Gobierno a este fenómeno para, según muchos, distraer a la población, dispara el temor mucho más allá de ese millar, extendiéndolo a toda la ciudad, al país, e incluso al mundo. Los ciudadanos del foco principal, el Distrito Federal, se enfrentan a la realidad lamentando que «es triste que tenga que pasar esto para que el mundo mire a México».
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