Un memorándum del gobierno federal ha conseguido lo que judiciales y políticos poblanos, gobernador incluido, no pudieron lograr: desaparecer a Lydia Cacho. Desde hace algunos meses las autoridades han establecido un cerco informativo en televisión para evitar que se siga hablando de su caso.
Dos distintos programas de televisión fueron “enlatados” luego de que sus respectivos conductores la entrevistaron extensamente. La conductora del programa de radio de media mañana más escuchado en el país, tuvo que amenazar con retirarse del aire si le impedían tener una conversación con la periodista, luego de los acontecimientos en la Suprema Corte sobre su caso.
El boicot a Cacho ha adquirido ribetes ridículos en un par de ocasiones, en que los noticieros de televisión han tenido que recoger imágenes de algún acto importante en que la periodista estaba presente. Por ejemplo, la reunión que a su paso por el país Irene Khan, cabeza de Amnistía Internacional, sostuvo con algunas ONGS vinculadas a la defensa de derechos humanos. La nota trasmitida esa noche tuvo que hacer acrobacias para eliminar a Lydia de las imágenes, a pesar de que se encontraba al lado de la líder internacional. Los paneos de cámaras hacían un extraño brinco cada que intentaban reflejar los participantes que rodeaban a la funcionaria internacional.
Todavía más cantinflesca resultó la nota sobre la ceremonia de entrega del premio nacional de periodismo, en abril pasado. Televisa ofreció una amplia cobertura en su noticiero nocturno toda vez que el programa Tercer Grado había sido uno de los premiados. López Dóriga dio a conocer a las y los galardonados con imágenes del momento en que habían recibido su trofeo de manos de miembros del jurado en la ceremonia celebrada unas horas antes. El problema es que Lydia Cacho, en calidad de jurado, entregó uno de esos premios. Ocho de los nueve periodistas triunfadores recibieron su galardón y un abrazo de parte de un miembro del jurado. Todos salvo el otorgado por Lydia. El corte de la televisión hizo que uno de los periodistas lo recibiera de unos brazos anónimos.
La primera señal se dio cuando Víctor Trujillo, Brozo, fue objeto de un proceso administrativo por parte de la Secretaría de Gobernación por transmitir las grabaciones de las conversaciones del “gober precioso” y Kamel Nacif, porque usaban un lenguaje “soez”. ¡Justo un año después de que todo el país las había escuchado ad nauseaum durante meses! El mensaje que Gobernación quiso dar fue claro: “no se habla más del asunto”.
Lo más grave en este momento no es la desaparición de Lydia Cacho de las pantallas (ella misma venía reduciendo su exposición a los medios desde hace tiempo), sino que el boicot es apenas el primer paso de una estrategia mucho más insidiosa. Las autoridades han hecho circular entre directivos y dueños de medios un “expediente” de Lydia con el propósito de destruir su imagen pública.
Es un perfil que la describe como oportunista, histérica e irresponsable y que en sus afanes protagónicos exageró las violaciones a sus derechos. El 2 de septiembre, la revista dominical de El País publicó una larga semblanza de Rachel Carson, una pionera de las causas ecológicas en el mundo, quien en los años cincuentas publicó libros sobre el tema y encabezo las protestas que lograron suprimir el DDT en los pesticidas. El artículo destacaba que las grandes compañías y los intereses creados se habían gastado fortunas intentando desacreditarla acusándola de histérica, fanática y protagonista. Exactamente los mismos argumentos que se buscan para infamar a Cacho.
Lydia está viva simplemente gracias a que se le defendió en la opinión pública. Pero el sistema es implacable. Le permitió denunciar a Marín, Yunes y Gamboa mientras tales denuncias podían explotarse electoralmente. Ahora que Calderón debe tomarse la foto con Marín, negociar con Gamboa e incluir a Yunes en su gabinete, Lydia Cacho es un personaje incómodo, aunque defienda a víctimas de pederastas. Si bien a “los malosos” no les falten ganas de desaparecerla, sería un escándalo internacional; lo único que les queda es destruirla en vida, enlodar su reputación para que aquello que ella diga deje de ser peligroso, para que las causas que ella defiende sean indefendibles.
Jacinto Rodríguez publicó hace unos días el libro La otra guerra secreta, en editorial Debate, una investigación a partir de los archivos secretos de Gobernación de los años sesenta y setenta. En él da cuenta de la manera en que el Estado mexicano controlaba a la opinión pública mediante represión, censura y cooptación de la prensa y los medios electrónicos. En el libro se incluye un manual de gobernación encontrado en el Archivo General de la Nación que da elementos para construir una tiranía invisible. Dominar y adormecer a la opinión pública de tal forma que: “Bajo esta condición [el control de los medios], una democracia como la mexicana puede obtener niveles de control popular equivalentes a los que lograría por la violencia y el terror una dictadura…”. Y continúa, “Por la acción de la propaganda política podemos concebir un mundo dominado por una Tiranía Invisible que adopte la forma de gobierno democrático”. Y sigue la recomendación: “Las dictaduras reprimen por la fuerza las ideas y las expresiones populares. En un gobierno democrático, este control debe alcanzar calidad de arte, toda vez que intente manejar ciudadanos libres…”
Para muestra una tarjeta de Moya Palencia a Echeverría: “…podría fijarse en la opinión pública el ya extendido rumor de que [el periodista] Mario Menéndez está a servicio de la CIA o de algún organismo semejante…” y termina sugiriendo que una organización membrete publique un desplegado en contra del entonces director de la revista ¿Por Qué? El caso de Lydia Cacho y otros periodistas y miembros de ONGs cuya imagen pública se intenta desacreditar, mostraría que la Tiranía Invisible es una noción desempolvada y puesta en operación por la nueva derecha. La pregunta de fondo es saber de quién es la mano que mece la cuna: ¿Gobernación? ¿Los Pinos?
fuente: jorgezepeda.net
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