El espectáculo había terminado. El hombre por fin se quitaría de encima la botarga de oso Bimbo en la que estaba metido para repartir volantes de donas y bisquets.
Había sido un infierno. El calor bajo el peluche era insufrible; los niños lo picaban y jaloneaban su cola mientras los padres se divertían viendo reforzar la hombría de sus hijos ante un oso inerme; aunque maldecía con mayor fuerza las miradas compasivas de las madres. Varias veces había tropezado en las banquetas con sus torpes pasos de patas apenas aprendidas a usar bajo el estruendo de la feria a medio día.
Ahora, finalmente, los dos mil volantes estaban repartidos, o por lo menos la mitad de ellos, porque los otros mil los había escondido en el sanitario, no tanto por ser la vía más práctica de deshacerse de ellos, sino como un acto que encumbraba aquel odio.
Arrojó la bandeja de panes en la trastienda del merendero y se enfiló al camerino, o más bien a esa lona a medio hacer que llamaban camerino, quizá para simular una dignidad perdida. Antes de entrar le pareció ver a aquel prestidigitador, también contratado en esa feria, despedirse de él con un gesto mortecino.
Lo primero que hizo al entrar, después de jalar la tranquera que servía de puerta, fue lanzar su mano hacia el cierre en un impulso desesperado por escapar de esa otra piel. El cierre se atoró con la pelusa a mitad de trayectoria, el oso luchó ferozmente, parecía que iba a empezar una pelea desolladora, pero finalmente éste cedió y apresuró la trayectoria de su cabeza por aquel túnel de felpa hasta salir de ahí para toparse con la cebra, tras la reja a su lado derecho, que lo observaba como dándole la bienvenida, y la nariz del león olfateando a ese nuevo huésped, tras las otras rejas, y finalmente, frente a él, los niños riéndose y alborotados por ver a aquel simpático oso luchando por salir de su jaula.
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