Francesco Alberoni. 2006. Los envidiosos. ¿Qué y a quién envidiamos? Gedisa. Barcelona.
El envidioso busca siempre una razón de mérito para sí, de descrédito para el otro y, para justificar su propio fracaso, ve engaños y enredos por todos lados. El envidioso siente lástima de sí mismo, se lamenta.
El envidioso escruta con recelo a todos aquellos que sobresalen, que se destacan, a todos aquellos que han hecho algo bueno o hermoso. Los desvaloriza, se mofa de ellos, los ofende, los difama. De ese modo no está obligado a medirse con ellos. Se refugia en la maledicencia.
La envidia es una estratagema para sustraerse a la confrontación, para conservar nuestro valor sin exponernos, sin arriesgarnos, manteniéndonos bien protegidos, en lugar seguro, circundados por una red protectora de mentiras, mientras intoxicamos el ambiente exterior con el gas venenoso de la maledicencia.
El envidioso miente. Se miente a sí mismo cuando desvaloriza a la persona que admira, miente ante los demás a fin de esconder su envidia, de parecer desinteresado, objetivo.
Mentira y mala fe constituyen una telaraña en la cual el envidioso queda enredado y de la cual no logra salir. El envidioso es un fullero que no admite su condición, mientras acusa a todos los demás de tramposos. Si reconoce que él lo es, por lo menos ya no puede indignarse con los demás, ya no puede desempeñar el papel de moralista. El envidioso no se siente seguro de sí mismo. La mala fe es una estrategia para acallar las dudas, que, sin embargo, permanecen como un rencor y piden la palabra.
Quien admite ser envidioso y, por lo tanto, admite que miente, ya ha derrotado a medias el trabajo de la envidia. Resulta mucho más difícil admitir nuestra envidia ante los demás ello equivale a decir: "cuidado que soy un mentiroso, que cuando emito un juicio no lo hago de manera objetiva, sino que trato de engañar".
La envidia es una fuga de aquello que deseamos, de aquello que estamos dispuestos a amar. Porque no soportamos el hecho de verlo encarnado en otra persona. Porque hemos abierto un abismo insalvable entre esa persona y nosotros. Esta fractura, esta separación del objeto, llega a ser automáticamente una separación de nosotros mismos, de la matriz ardiente de nuestros deseos y de nuestros sueños, que ya no podemos alimentar, nutrir.
Todos tenemos una tendencia a mirarnos mutuamente rechinando los dientes. La envidia es un rechinar de dientes ante quien se nos acerca, ante quien nos supera, ante quien se nos adelanta aunque sea un paso.
El envidioso está siempre dispuesto a indignarse, a estigmatizar.
Las personas que nos envidian procuran deliberadamente hacernos caer en el error. Nos felicitan cuando hacemos cosas mediocres, que no les molestan, pero nos atacan ferozmente cuando somos originales e innovadores. Tratan de inhibirnos, de atemorizarnos, de hacernos titubeantes e inseguros. Si bien la envidia de los demás es peligrosa, nuestra propia envidia engendra un peligro todavía mayor. Si, en lugar de concentrarnos en nuestra obra, empezamos a pensar en aquellos que tienen éxito y nos atormentamos envidiándolos, perdemos nuestra frescura interior y nos volvemos sordos y ciegos.
El envidioso mira hacia afuera de sí mismo, únicamente para buscar lo que lo aleja de la meta.
¿Tienes comentarios, ejemplos, quejas, casos? Me encantará recibirlos.
Luis Rodolfo Morán Quiroz: rmoranq@gmail.com
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