Algo más que una buena homilía
Publico
Desde hace años parece haberse destapado una cloaca que muestra no sólo las enormes deficiencias en la formación de muchos sacerdotes, en su educación moral y en la congruencia de sus propios actos con las enseñanzas eclesiales. Sin embargo, por más aberrante que estos comportamientos nos parezcan, no constituyen la parte más preocupante del problema. Hay todavía algo peor que estas actitudes personales; me refiero al comportamiento de la institución, que durante muchos años protegió, disculpó y encubrió de manera negligente y cómplice los actos criminales de muchos de sus ministros de culto. Por eso no bastan las declaraciones enjundiosas de algunos dirigentes religiosos, como las de Norberto Rivera, llamando a la denuncia de sacerdotes pederastas. Se requiere algo más que una buena homilía para superar un comportamiento institucional que ha tendido a proteger a sus propios sacerdotes en lugar de dar cobijo a las víctimas.
Detrás de este comportamiento, presente en muchas iglesias y en particular en la católica, está la noción de que cualquier crítica es un ataque a la institución. La idea de ser una iglesia perseguida, sujeta a los ataques de sus enemigos, empezando, por supuesto, por Satanás y siguiendo con todos los que dentro o fuera se oponen a sus dirigentes, ha hecho casi imposible la existencia de una crítica sana y depuradora dentro de la institución. Es por ello que los jerarcas se han negado sistemáticamente a cooperar con todos aquellos que les han señalado sus errores y sus serias deficiencias; de manera absurda, aunque explicable, ha predominado el espíritu corporativo y el encubrimiento. Sólo allí donde se han visto forzados a hacerlo, han abierto sus archivos y expedientes al escrutinio público.
Hace unos cuantos años, a raíz del caso de un sacerdote paidófilo llamado James R. Porter, quien había atacado sexualmente a más de cien niños en el sudeste de Massachussets, el cardenal arzobispo de Boston aseguró que las acciones de dicho sacerdote no eran la culpa de una Iglesia siempre cuidadosa y protectora de sus fieles, sino el acto aberrante de un hombre depravado. El cardenal Law también dijo que el asunto había sido deliberadamente inflado por los medios de comunicación, debido a ideas anticlericales y señaló en particular al periódico Boston Globe, sobre el cual pidió la intervención divina. Algo así habrá sucedido, porque en los años siguientes dicho periódico comenzó a investigar diversos casos de abuso sexual a menores perpetrados por sacerdotes católicos de la arquidiócesis de Boston. Un problema, sin embargo, era que los jueces establecían un sello de confidencialidad en los documentos producidos en las decenas de casos de demandas civiles. En agosto de 2001 el editor del Boston Globe presentó una demanda judicial de apertura de los expedientes, basado en la correcta idea de que el interés público era mayor que la preocupación de privacidad de los litigantes. Después de varias decisiones a favor y apelaciones superadas, los documentos estaban abiertos en enero de 2002, disponibles al escrutinio público. Y, oh sorpresa, resulta que un inicial análisis de algunos documentos permitía probar que la arquidiócesis había, en efecto, recibido múltiples informaciones acerca de muchos sacerdotes pederastas, advertencias de obispos de que algunos de ellos eran claramente un peligro para los niños, cartas de feligreses que cuestionaban el porqué a algunos sacerdotes se les permitía seguir al frente de sus funciones e incluso documentos que mostraban que la arquidiócesis había encubierto durante años a algunos sacerdotes y llegado a setenta acuerdos monetarios para evitar que la verdad se hiciera pública sobre los acusados de diversos abusos sexuales. El asunto iba más allá de un depravado; tenía que ver con un comportamiento institucional.
Finalmente, en febrero de 2002 y sólo debido a la enorme presión de la opinión pública que pedía, para empezar, la renuncia del cardenal, la arquidiócesis aceptó entregar la lista de más de 90 sacerdotes sobre los cuales se habían recibido quejas creíbles sobre abuso sexual en las últimas cuatro décadas. El cardenal Law anunció entonces una política de “tolerancia cero” contra cualquier sacerdote que estuviera creíblemente acusado de cometer abusos sexuales, así como una nueva actitud hacia las víctimas. De todas maneras, el daño estaba hecho. Al final el cardenal tendría que renunciar y ser prácticamente exiliado en Roma.
Las lecciones de este caso, que sería el inicio de una enorme historia sobre los abusos y negligencia criminal de algunos jerarcas religiosos, nos ofrecen mucho que pensar sobre casos similares y de cómo se han manejado por la prensa, la Iglesia y la sociedad en países como México. Me pregunto cuántos casos de abuso se han encubierto, si los medios deberíamos haber hecho algo más que denunciarlos (por ejemplo, trabajar a fondo ciertas líneas de investigación) y si los dirigentes eclesiales están realmente comprometidos con esta causa como para abrir sus expedientes. Habrá que preguntárselo al cardenal Norberto Rivera antes de que sea demasiado tarde.
blancart@colmex.mx
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