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lunes, junio 30, 2008

Matando a los periodistas

Roberto Rock
Expedientes abiertos
30 de junio de 2008
El Universal



El gobierno y el Congreso miran con apatía cómo crece el número de periodistas asesinados y desaparecidos. Quizá será tarde cuando se den cuenta que esta tragedia gremial ha silenciado al vigía clave de cualquier democracia.

Las voces de alerta de la comunidad internacional no han servido de mucho. Desde abril, tres misiones han visitado México, formadas por organismos defensores de los derechos humanos y la libertad de expresión. La más reciente, la semana pasada, de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Ninguna ha obtenido sino promesas y discursos.

Entre 1986 y 1996, Colombia vivió una sangrienta historia que amenazó con despedazar su territorio por la disputa del Estado con narcos, guerrilla y paramilitares. En esa década, 55 periodistas fueron asesinados. A muchos más se les desapareció, secuestró o fueron orillados al exilio.

Desde 1997, en México han sido asesinados 69 periodistas y 11 están desaparecidos. Ningún caso ha sido esclarecido plenamente. La PGR atrajo siete casos, en los que resulta ostensible la implicación del narcotráfico. No ha aclarado ninguno.

La lista negra de estas muertes no se concentra en algunos estados, pues hay periodistas muertos en 17 entidades, si bien Tamaulipas, Chihuahua y Michoacán son las más peligrosas para desempeñar el oficio. El mapa de impunidad en el tema crece con el narco. De acuerdo con múltiples analistas, la muerte de periodistas se agravará, pues la influencia del narco se extiende a más de la mitad de los municipios, donde las autoridades están total o parcialmente subordinadas al dinero sucio.

Diversos acuerdos internacionales establecen que oficios como el del periodista —lo mismo que el del sindicalista o el defensor de los derechos humanos— requieren protección especial por parte del Estado, pues su labor busca garantizar la vigencia de libertades básicas.

Pese a ello, funcionarios, intelectuales e incluso miembros del gremio periodístico desestiman la seriedad del problema, sea argumentando que la violencia también afecta a otros ciudadanos, sea con la infamia de atribuir a los diaristas muertos vínculos con el crimen.

El panorama se repite en el Congreso. Una comisión de diputados que encabeza el panista Gerardo Priego encara la indiferencia de sus colegas. Los legisladores han cerrado los ojos incluso cuando algunos reciben agresiones del narco, como ocurrió con el priísta Horacio Garza, de Nuevo Laredo, baleado en febrero de 2007 por lo cual dejó el país. O antes, el panista David Figueroa, de Sonora, amenazado por las mafias. El Senado ha rechazado formalmente crear una comisión que investigue ataques contra la libertad de expresión.

El Poder Judicial ya acumula también ataques —algunos mortales— contra jueces federales, y existen versiones de un alto número de atentados o amenazas sobre juzgadores que no se han hecho públicas.

El gobierno federal propondrá una iniciativa de reforma constitucional que permitiría atraer bajo jurisdicción de la PGR ciertos casos de atentados contra periodistas, pero existen fundadas dudas sobre el impacto que ello tendrá en la impunidad reinante. Las reservas se alimentan en el papel meramente cosmético de la fiscalía ad hoc creada en febrero de 2006, sin resultados reales hasta ahora.

A Colombia le tomó años corregir su estrategia. Lo hizo cuando se agolpaban ya no sólo muertes de periodistas, sino presidentes ligados al narco, candidatos presidenciales asesinados y, en suma, un Estado fallido. Si México se hunde en una tragedia semejante, los apáticos de hoy deberán ser considerados cómplices de tal horror.

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