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lunes, abril 09, 2007

Se me echaron encima los soldados"

La anciana Ernestina Ascensio Rosario fue hallada moribunda en la Sierra de Zongolica. Según su familia, sus últimas palabras sólo pueden significar algo: fue violada.


Foto: Oswaldo Ramírez

Publico

Aquel 25 de febrero Ernestina Ascensio Rosario hizo lo que hacía cada domingo en Tetlatzinga, su pueblo nahua: se levantó antes de que saliera el sol y abrió la puerta de su casita de cuatro por tres metros construida con tablas de madera. Hacía frío, como siempre ocurre a esas horas en su poblado, en el municipio de Soledad Atzompa, en los inicios de la veracruzana Sierra de Zongolica. Ernestina se dirigió a una choza aledaña. Ese pequeño espacio de dos por tres metros es el que usaba como cocina. Cogió troncos y prendió una fogata para calentar el agua para un café. Mientras el líquido se descongelaba, salió al solar frente a su terreno. La neblina avanzaba veloz por el bosque, rodeaba los árboles hasta que éstos desaparecían engullidos por el húmedo manto grisáceo, pero ya clareaba: los pájaros iniciaban sus trinos. La mujer, contagiada, canturreó un poco, tal como la escuchaba hacerlo cada amanecer dominical su nuera, que vivía con su hijo en una casa pegada a la suya.

El sol ya empezaba a subir en el cielo cuando la mujer, de 73 años, echó a andar rumbo al sur arreando sus cinco borregos. Los llevaría a pastar unas horas en un claro del bosque donde yacían restos de árboles talados. Pasaría al lado del campamento que soldados del 63 Batallón de Infantería habían levantado días antes, y seguiría de largo, un par de kilómetros monte arriba. Al llegar a la zona huérfana de pinos Ernestina dejó sueltos a los animales, salvo a uno. A éste, que tiraba para el monte, lo amarró con un mecate en unos arbustos crecidos al borde de una ladera. Ahí, junto al desfiladero, entre los arbolazos, la viejita podía admirar durante largo rato la hermosura boscosa que yacía a sus pies y luego, unas horas después, podría volver, como era su costumbre, a tiempo para ir a la misa de una.

Pero no, ese día Ernestina no acudiría a la iglesia como cada domingo. Terminaría tirada y moribunda diez metros adentro de una barranca boscosa…

***

Marta, de 35 años, cuenta que su madre, tirada en la húmeda y resbaladiza ladera, no decía nada. Sólo lloraba y pedía agua. La anciana, con ademanes de dolor, se tocaba el vientre, los muslos y los brazos. Cuando le consiguieron el líquido que unos hombres fueron a buscar hasta el poblado, la canosa mujer pudo contestar en español con una palabra que no existe en náhuatl:

—Soldados...

La hija, en su lengua, le había preguntado con angustia qué le había ocurrido.

—Soldados... —repitió Ernestina.

Marta quiso saber algo más. Su madre, con voz trémula y llorosa, agregó.

—Se me echaron encima…

—¿Qué es eso de que se le “echaron encima”? —le pregunto ahora, mes y medio después, a Marta. La mujer, vestida con ropa humildísima, clava la mirada donde fue a hallar a su madre aquel día en el que a las tres de la tarde ya estaba preocupada porque la anciana no había regresado, como siempre, a la hora de la misa dominical.

—Que se le echaron encima —repite en náhuatl que me traducen. Insisto. Marta, con la mirada tristísima fija en las flores blancas que desde entonces y de cuando en cuando lleva adonde encontró a su madre, pronuncia siete rotundas palabras en escueto español:

—Aquí, en comunidad, quiere decir que violaron…

El silencio congelante del bosque es más abrasador luego de la frase.

Marta agrega otras cinco palabras:

—Aquí, así se dice eso…

***

Entre los dos hombres que habían hallado a Ernestina minutos antes (y que la habían dejado ahí tirada: “Es costumbre que si uno encuentra a alguien malherido no lo recoja p’a que no echen las culpas, y mejor corra al pueblo p’a avisar”, justifican su falta de atención inmediata), entre ellos y Marta, la hija, subieron a Ernestina a una camionetita blanca para llevarla a un hospital, distante a un par de horas del lugar. Muy lejos. Demasiado lejos. La anciana ya no volvería a ver nunca la belleza de la Sierra de Zongolica: moriría la madrugada siguiente en una helada plancha hospitalaria de la pequeña ciudad de Río Blanco…

***

Camino al hospital con la moribunda Ernestina, descenso vertiginoso por un sinuoso camino de terracería, la camionetita pick up —en la que viajaban Marta, la hija de la anciana, sus hermanos Julio y Francisco, y dos hombres más de Tetlatzinga— se detuvo a las puertas del hogar de Javier Pérez Pascuala, presidente municipal perredista de Soledad Atzompa, casa humilde construida a la vera de un camino en la congregación de Atzompa. Ahí el alcalde escuchó que los hombres, airados, le decían:

—¡Fueron los soldados! ¡La violaron y la golpearon!...

—¿Y la señora, qué le dijo la señora? —le pregunto hoy al alcalde.

El hombre se aproximó al vehículo, en cuya caja descubierta viajaba acostada Ernestina. La anciana intentó incorporarse. No pudo. Un rictus de dolor se lo impidió. El presidente municipal, atónito, le preguntó directamente a la mujer:

—¿Es verdad? ¿Fueron los soldados?

La mujer no pudo contestar, pero asintió. Llorosa, asintió dos veces.

***

En una cruz de madera barnizada se lee: “La señora María Ernestina Ascensio Rosario falleció el 26 de febrero de 2007 a los 63 años (así dice, no a los 73). Recuerdo de sus hijos”.

El cementerio de Tetlatzinga es hermoso porque está enclavado en una ladera de un cerro desde el cual se aprecian algunas montañas de la sierra. Ahí yace el cuerpo de Ernestina. El cuerpo ultrajado de una anciana, dicen los suyos. El cuerpo sin vida que mira hacia lo profundo de la Sierra de Plumas del Águila (Zongolica)…

Juan Pablo Becerra-Acosta/Tetlatzinga, enviado

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