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sábado, febrero 03, 2007

Opinión - Enrique Calderon

Un país de fantasmas

La Jornada

Durante las dos pasadas décadas por lo menos, los mexicanos hemos sido un pueblo perseguido por fantasmas.

Luego de las elecciones de 1988, nuestro país quedó sumido en la duda sobre la legitimidad del gobierno de Carlos Salinas. A ello, siguió un sentir generalizado de que las elecciones se ganaban con fraudes. El fraude electoral se convirtió en un fantasma con apariciones recurrentes en Guanajuato, en San Luis Potosí, en Michoacán y prácticamente en todos los estados donde se realizaban comicios. El tema daba de qué hablar y para muchas organizaciones y decenas de miles de ciudadanos ocupó por meses y años su atención y planteó la necesidad de mejores esfuerzos para impedir nuevos fraudes, descuidando con ello otros problemas no menos importantes.

El desenlace lo conocemos todos, el gobierno, el congreso y los partidos políticos crearon el Instituto Federal Electoral y el sistema electoral actual, quizá el más caro del mundo, y fuente inagotable de dispendio y corrupción de los partidos políticos y del propio aparato electoral, y aún así, el fantasma del fraude electoral sigue apareciendo de tiempo en tiempo sin que sepamos realmente como eliminarlo.

Pero no es el único fantasma que nos ha quitado el sueño, presentes han estado otros, como la delincuencia, que con todas sus variantes nos golpea cuando menos se espera, creando un sentimiento generalizado de sicosis que nos impide pensar con claridad y nos lleva frecuentemente a actuar con excesos, de los cuales el gobierno mismo no está exento, como puede observarse en las supuestas acciones contra la delincuencia y las políticas aplicadas contra la inflación (que han generado parálisis económica) y contra el desempleo (la proliferación de la economía informal o changarrismo).

En todo este tiempo, un nuevo fantasma, más terrible que los anteriores, se ha venido apoderando de la mente de un número creciente de mexicanos, es el fantasma del fracaso, del sentimiento de incapacidad de lograr un objetivo, de la imposibilidad de proponernos metas que podamos alcanzar, un fantasma real que nos deja inermes, que nos hace perder el rumbo y sentirnos como si estuviéramos en un barco que se hunde, y donde la única esperanza que nos queda es sobrevivir.

Este fantasma tiene su origen, por una parte, en el desempleo, en la inseguridad de poder conservar un trabajo o de conseguir uno cuando no se tiene, o bien en la dificultad de mantener una empresa a flote, mientras por otra parte nuestros gobernantes nos dicen que todo va muy bien, que la economía nunca ha estado mejor y estas afirmaciones se constatan al ver el número creciente de Mercedes y de BMW que circulan por la calle, haciéndonos pensar que, efectivamente, todo está bien excepto nosotros, que simplemente no la hacemos, aunque ese "nosotros" incluya a millones y millones de mexicanos.

Se trata de un fantasma terrible que el actual gobierno no solamente ignora, al igual que su antecesor, sino que prefiere ocultar su existencia con afirmaciones como la de que en 40 años seremos la quinta economía del mundo. ¿O se trata más bien de una versión moderna de la antigua predica-esperanza del cielo para quienes viven en la miseria?

Este problema de la sensación de fracaso colectivo, de frustración y pérdida de la autoestima, de sobrevivencia como esperanza única, ha sido sufrida y experimentada por varias naciones, dando lugar a fenómenos sociales como el surgimiento del fascismo durante las primeras décadas del siglo XX, con sus secuelas de muerte y destrucción.

Hoy el reto del gobierno no es sólo la erradicación de la pobreza entre los mexicanos, sino el de la recuperación de la autoestima y de las capacidades básicas de superación por medio del estudio y del trabajo entre las mayorías marginadas del pueblo, para el que hoy la única aspiración posible parece estar en cruzar la frontera y encontrar un trabajo en Estados Unidos.

Si este problema no es percibido y enfrentado con firmeza por el gobierno, el futuro de México como nación está en riesgo, porque un país cuyos ciudadanos están derrotados, difícilmente tiene voluntad para ver hacia adelante y enfrentar los retos del desarrollo.

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