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martes, febrero 20, 2007

Opinión - MANUEL GARCIA URRUTIA

Pasta de Conchos, historia de una infamia

Jornada Jalisco

Era domingo, un poco después de las dos de la mañana, cuando, de manera repentina, se oyó una explosión ocurrida en uno de los tiros de la mina ocho de la unidad de Pasta de Conchos, en San Juan de Sabinas, Coahuila, perteneciente a Industrial Minera México, propiedad de Jorge y Germán Larrea. Los efectos de la detonación se generalizaron de inmediato por la presencia de gas grisú acumulada, quedando atrapados, por los derrumbes provocados, 65 mineros a 160 metros de profundidad. Algunos trabajadores, que estaban en otro nivel de la mina de carbón, fueron aventados y quemados por la fuerza de la explosión; una docena de ellos alcanzaron a salir de la mina, heridos sí, pero por su propio pie.

Ayer se cumplió un año de estos acontecimientos y hasta la fecha sólo se han recuperado dos cuerpos y los culpables siguen tan campantes, como alude el anuncio de una marca de whisky. El terrible suceso evidenció, al menos, tres problemas comunes de las condiciones que aún prevalecen –y, en algunos casos, se agudizan, como el de los jornaleros agrícolas, sólo por citar un caso– en nuestro mundo del trabajo, a pesar de hacerse alarde de que ya vivimos una “nueva” cultura laboral, y otro de carácter sindical, cuyas manifestaciones están latentes.

En primer lugar, se mostró la complicidad de las autoridades laborales y de salud frente a la negligencia empresarial para atender las anomalías en materia de seguridad e higiene y los riesgos de trabajo derivados de una actividad que no ha cambiado sus prácticas ancestrales de explotación.

Existen actas elaboradas por la comisión de seguridad e higiene de la empresa, formada por una representación de los trabajadores y otra por parte de la administración, que acreditan en actas de trabajo una serie de irregularidades que no se habían solventado, pero también hay constancia de que las inspecciones de las autoridades laborales y del Seguro Social fueron omisas en el cumplimiento cabal de disposiciones establecidas en la ley, hecho, por cierto, bastante frecuente en el sector minero –aunque, para ser ecuánimes, también en otras actividades productivas y de servicios–.

En segundo lugar, y en la misma lógica, se exhibió el abuso, la proliferación permitida, por parte de las autoridades, los líderes sindicales y los patrones, de la subcontratación de trabajadores. La actitud cómplice y displicente de esa trilogía ha provocando que existan obreros y empleados que presten sus servicios en condiciones deplorables de contratación, en cuanto a horario, salarios, sin estabilidad y protecciones laborales; se trata de trabajadores con empleos precarios y sobre-explotados. La mayoría de los mineros muertos no formaban parte del sindicato ni estaban asegurados, como se debía, al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS).

Con el pretexto de la productividad y la competitividad, muchas empresas sacrifican la verdadera calidad y, con ello, las posibilidades de elevar las condiciones de vida de sus trabajadores. Esta estrategia, que sólo busca abatir costos –en vez de modernizarse tecnológicamente, por ejemplo–, es apoyada por los gobiernos y no solo, también por los líderes sindicales charros (venales), argumentando que es una forma de “proteger la fuente de trabajo y los empleos estables”, por eso aceptan que la empresa se “deshaga” de actividades que, supuestamente, no se consideran sustantivas para los fines institucionales. Así, se subcontratan a otros negocios que proporcionan esos servicios más baratos –porque pagan mal, evaden obligaciones legales y no “padecen” los dolores de cabeza de un sindicato–. Estos “servicios”, según el ramo, ya cubren un espectro muy amplio de las funciones de una organización, como: vigilancia, limpieza, contabilidad, cobranza, mensajería, distribución y, hasta, en el caso de la minería, la extracción en los lugares más lejanos y con las peores condiciones laborales.

También hay empresas que, ilegalmente, “venden” servicios de personal eventual, donde ellas cubren la paga del empleado a fin de que éste no se haga acreedor a las prestaciones de la empresa que los “subarrienda”, o sea, en el lugar, en la razón social en la que, cotidianamente, va a prestar sus servicios subordinados. Y todavía dicen que el trabajo, en la “nueva cultura laboral” ya no es una mercancía.

Y en tercer lugar, enseñó el cobijo, el auspicio, que reciben ciertos empresarios que son amigos del poder. Los dueños del Grupo México se jactaban de su relación privilegiada con el gobierno foxista –en especial con la esposa del Presidente porque son mecenas de la fundación que preside, Vamos México–, hecho que les permitió no sólo acrecentar su fortuna sino, a la fecha, mantenerse intocados ante la magnitud de la tragedia. Hasta hoy no hay responsables de las muertes ni de la negligencia que la provocó.

El propio gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, ha relatado cómo vivió en carne propia las presiones y la prepotencia del ex presidente Fox y su representante, el entonces secretario del Trabajo, ante el manejo torpe y mediático de la situación con tal de defender a la empresa en una crisis que ameritaba sensibilidad, solidaridad y sentido humano, que hace mucho se perdió del espectro del ideario panista absorbido por el pragmatismo y su afán de poder.

El chivo expiatorio de los acontecimientos fue el líder sindical minero, Napoleón Gómez Urrutia, que desató la ira de los Larrea –y, ya antes, de los Villarreal, dueños del complejo siderúrgico Villacero (antes SICARTSA), en Lázaro Cárdenas, Michoacán– y del gobierno para que, en una maniobra burda y violatoria de la autonomía gremial, días después, la autoridad laboral, lo desconociera y registrara a otro dirigente más a modo, Elías Morales, que había sido expulsado años antes de la organización sindical de los mineros.

La gota que derramó el vaso fue la crítica que Gómez Urrutia hizo del manejo, empresarial y gubernamental, de la crisis en Pasta de Conchos y la denuncia, a toro pasado, de las condiciones leoninas en que se prestaba el trabajo. Seguramente la intención del líder era capitalizar la tragedia para sacar ventajas en las negociaciones con los empresarios señalados.

La intromisión por parte de la autoridad laboral, al desconocer arbitrariamente al dirigente sindical, en desquite –y a petición de los patrones–, cuando antes había gozado de su protección, provocó el rechazo y resistencia de la mayoría de las secciones y trabajadores mineros. Las secuelas de esa imposición tuvieron repercusiones, dos meses después, en Michoacán, con la muerte de otros dos obreros y, recientemente, con la venta de Villacero a Mittal Steel, el consorcio más poderoso de la industria acerera a nivel mundial. Empero, aún están lejos de acabar, más aún con las revisiones contractuales en puerta.

El nuevo gobierno federal, en particular el secretario del Trabajo y Previsión Social, Javier Lozano, ha heredado este conflicto y ha señalado que la investigación va a seguir, que no va a “solapar” a ningún personaje que estuviera involucrado en el fatal accidente; ha reconocido, inicialmente, que la empresa era la responsable de guardar las buenas condiciones de trabajo y que se deberán atender a los deudos, así como rescatar todos los cuerpos que aún están en el interior de la mina; en fin, que no habrá “carpetazo”. El hecho es que a un año de la tragedia de Pasta de Conchos, el drama sigue, la resistencia sindical frente a la compra de conciencias para legitimar un liderazgo espurio continúa y no hay culpables, sólo discursos y declaraciones.

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