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lunes, febrero 19, 2007

Inmigraciones, rechazos y barbarie de la des-civilización.

Por: Eduardo Pérsico.

Parte de la compleja historia de la humanidad la explican los datos de sus migraciones, esos gigantescos y dolientes traslados que sucedieran antes, durante y después de aquellos relatados bíblicamente y aún perduran.

Gracias Moisés, pero empujados en masa a traspasar territorios inaccesibles, desconocidos y desechas por el hambre o pestes implacables, esas forzadas epopeyas de la especie, que fueron y continúan, respondieron a la misma causa que las origina hoy: la extrema pobreza en la que dura y subsiste una parte de la humanidad.

Muchas referencias de esos traslados hoy pueden explicarnos hasta con estadísticas las pérdidas y asimilaciones culturales y étnicas que se nos ocurran, pero sería agobiador debatir estas ‘contradicciones’ de la civilización actual que sospechosamente, inquietan sólo en los discursos políticos a los países centrales.

Los personeros del Poder en las naciones más beneficiadas en el reparto y por eso más responsables de esta infamia, se distraen exhibiendo mapas, tratados de cooperación, muros en construcción y soberanías no siempre honestas; esas tontas categorizaciones culturales que al tiempo del hambre no sirven de nada, al fin coinciden, solapadamente, en agitar el temor y desprecio a los inmigrantes de quienes viven instalados en los beneficios de las grandes ciudades. De esos mismos países nunca periféricos y ganadores a pura fuerza bruta, tantas veces, que agotan sus tribulaciones en sostener un sistema que impide la llegada de nuevos invitados a la mesa.

Eso es todo, y en esa permanencia no sólo valen muros, misiles y campamentos de refugiados sino también el uso de dioses, demonios y demás fabricaciones teológicas, habituales y de las otras, que apuntalan el desprecio y el miedo a los diferentes que llegan desde lejos. A esas multitudes imprevistas y desesperadas que brotan en mayoría del continente africano, tan manejable hace menos de un siglo, ocasionan un dilema de difícil resolución. Sí, esos tipos resultan muy incómodos si uno los recibe en casa, pero modales aparte, “siempre el hambre nos conduce y explica; atraviesa montañas, facilita los mares”. Comer es ley natural, no jodamos, y como si esto ocurriera por vez primera la dirigencia del Primer Mundo habla de una ‘nueva realidad’, cuando el hombre como especie si no come y se aparea para seguir en el planeta, desaparece.

Y aunque eso moleste a rabinos, papas y ayatolas de distinta lengua o estilo, a ellos les aviso que procurarse la comida es tan inevitable como respirar, que no es poco, y que los de clase media que cambian de sitio ‘en búsqueda de nuevos horizontes’, carecen de importancia estadística entre los auténticos muertos de hambre de cada día.

Así las cosas y sin recetar paliativos sencillos para estos mortíferos malestares, igual vale pensar en ciertas consecuencias individuales de las migraciones que aunque poco relevantes en un análisis más científico, hacen también a la problemática de las migraciones. Más de lo difundido, quizá la literatura más que cualquier otra disciplina se ocupa de esta temática desde siempre, y publicidades aparte, en una ponencia de la investigadora Norma Mazzei, de la Universidad de Buenos Aires, a propósito de mi novela “De Nuevo Lejos de Uppsala” apuntó que tres de los personajes exiliados en Suecia, dos argentinos y un uruguayo, exhibían ‘un constante rechazo a la nostalgia inevitable y a la vez, un oculto modo de afirmar su pena por la patria lejana’.

Y que en esa dualidad incomprensible y profunda que encerraba un sentir intransferible al nuevo ámbito, denominó certeramente a la actitud como un juego de ‘la memoria trasterrada’. Aparte de metáforas y símbolos que nutren toda ficción, cuando alguien sale de su lugar con una formación consolidada resulta más desgarrador y alienante tomar formas de vida novedosa. Por confortable que resulte el cambio al nuevo sitio, es propio al inmigrante engancharse a las recordaciones igual a un gato que cambió de dueña, o enredarse a sorpresivas mitologías como si su nostalgia fuera más entrañable que la ajena.

Entonces el exilio, voluntario o forzoso, exige revalorizar circunstancias del entorno, aceptar que existen Otros y un diferente Imaginario Colectivo que no es el propio. Y que además podemos ir perdiendo sin remedio y cada día nuestro lugar en la fila del reconocimiento social. Acaso sea esta una de las convicciones más arduas de todo exiliado y buena la opinión del francés Jean Baudrillard, ‘el racismo no existe mientras el otro es Otro y mientras el extranjero sigue siendo Extranjero’. Y que recién empieza a existir cuando ‘el Otro se torna diferente y se instala a nuestro lado, o sea peligrosamente próximo’.

Una idea ineludible a cualquier exiliado o extranjero para ver la nueva instancia desde la óptica más dura de la realidad, con la discriminación en carne propia y el rechazo a nuestra condición de ajeno. Lejos del terruño toda alienación además de sustancial es contaminante, y su reflejo suele producir el reintegro y profundización de hábitos que quizá nunca antes fueron ejercitados. Por ejemplo, la originaria quejumbre de los argentinos exagerada en el tomar mate y escuchar tangos y música folklórica fuera de su país, llenaría renglones del manual del emigrante que, simbólicamente, descubre valores esenciales al irse de su comarca, y eso explica en parte la fenomenal cantidad de clubes de colectividades fundados en el mundo y regenteados por inmigrantes que al perpetuar ciertos signos del terruño lejano, inciden en el Mapa de Conceptos de su nuevo lugar.

Durante su exilio en los Estados Unidos, el cubano José Martí pasó por distintas etapas y la primera, de 1881 a 1884, fue signada por el deslumbramiento. Son sus años de escribir “Emerson” y una crónica laudatoria a la construcción del puente de Brooklyn, donde persigue ciertas conciliaciones posibles entre la forma de vida cubana y la norteamericana.

En la siguiente etapa empieza su radicalización al apreciar críticamente su entorno yanki, para decirlo elige la inflexión y la voz de su continente mestizo, y le canta a Walt Whitman cuando dice ‘para medir la profunda desesperación del hombre es necesario vivir desterrado de la patria o de la humanidad”.

En el campo de la literatura son muchos los ejemplos referidos al destierro, forzado o voluntario, y en “Made in Lanús” (o Made in Argentina) de Nelly Fernández Tiscornia, ‘la Yoli’, un personaje mujer que refiere al argentino más popular, dice aceptar los beneficios que le daría una sociedad más dinámica y moderna, pero sufre a cuenta de perder en su desarraigo el no ser identificada como ‘la Yoli’ por la calle, y hasta por olvidar los olores de su barrio que en definitiva son todo aquello que le conforman la vida.

Y como en su sitio del mundo come cada día, ella se queda y los demás que se vayan. Las expresiones humanas cargan una misteriosa lejanía, casi inexplicable, y según dijimos alguna vez ‘cada palabra convoca a su propia memoria’, sucede igual con la doble mirada nostálgica y rechazante por el bien perdido.

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