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martes, abril 03, 2007

CAPRICHOS PERSONALES E NTERÈS PÙBLICO

Caprichos personales e interés público
Imagínese usted que un día tengamos en México un Presidente que sea testigo de Jehová y que decidiera que, como de acuerdo con su religión, la Navidad no se debe celebrar, se elimine la fecha de los días feriados. Ya me imagino la revolución y las protestas de los católicos, dirigentes y feligreses por la indebida intromisión de asuntos personales en la cosa pública. Pero si un Presidente, un legislador o un juez católico hacen algo parecido, es decir impone sus creencias personales a los demás a través de su función pública, a todos nos parece normal. Por lo mismo, una de las cuestiones que más me ha llamado la atención acerca del debate sobre la despenalización del aborto es que muchos políticos, sobre todo los de derecha, se adentran en él a partir de posiciones personales, más que teniendo en cuenta el interés público. Como si a los ciudadanos nos debiera importar la opinión personal del Presidente de la República, o de los líderes de partidos, o de los legisladores o de los jueces, en tanto que personas y no como funcionarios. Se expresan así posturas y creencias muy válidas y muy respetables, pero que están fuera de contexto en la discusión. De esa manera, por ejemplo, si el presidente Calderón está a favor de la vida desde la concepción hasta la muerte debería ser irrelevante, para efectos prácticos, pues lo único que nos interesa es qué pretende hacer en su calidad de funcionario público, responsable de salud pública del país. Conviene pues hacer un breve repaso de por qué el Estado laico defiende idealmente la libertad de conciencia y los derechos sexuales y reproductivos y por qué no importa lo que, a título personal, piense cualquier funcionario público de cualquier poder y de cualquier nivel.

El Estado laico defiende la libertad de conciencia. Esta obligación surge de la convicción de que nadie puede ser obligado a creer en algo por la fuerza, siendo entonces necesario respetar las creencias de cada quien. Lo anterior es resultado, entre otras cuestiones, del proceso de pluralidad religiosa, lo que tiene como consecuencia la necesidad de construir un Estado que garantice a todos los ciudadanos la posibilidad de creer en lo que quieran, o de no creer en algo. Así, en la medida que no se afecten ni el orden ni los derechos de terceros, también se convierte en obligación del Estado garantizar el derecho de todos, incluidas las minorías, de vivir y practicar las acciones de acuerdo con sus creencias.

La segunda razón es que la libertad de conciencia genera inevitablemente una pluralidad de creencias, las cuales pueden ser o no religiosas, pero que obligan a la relativización de cada una de las mismas en el ámbito público y a la generación de normas morales y de conducta aceptables a todos, ajenas a una doctrina religiosa específica y por lo tanto seculares o laicas. Ello ha conducido, entonces, a la formación de un espacio público secularizado, en principio ajeno a la influencia de cualquier doctrina religiosa y basado en una moral pública decidida por la voluntad popular en función del interés público, que respeta, por supuesto al mismo tiempo, los derechos de las minorías.

La tercera razón por la que el Estado laico está ligado al respeto de esa libertad de conciencia y de las libertades civiles en general es porque la fuente de legitimidad del Estado ha cambiado. Luego entonces, las agrupaciones religiosas no son ya las que pueden influir de manera exclusiva y definitiva sobre la conformación de las leyes o definir las políticas públicas. Éstas, por el contrario, son definidas por el pueblo, a través de sus formas de representación, particularmente las parlamentarias. La soberanía popular, en el respeto de los derechos humanos, es la única que puede definir, a partir de un cierto momento, lo que es válido de lo que no lo es, lo que es permitido de lo que es prohibido.

Los legisladores y funcionarios públicos, si bien tienen sus creencias personales (religiosas o de otro tipo), no deben ni pueden imponerlas al conjunto de la población. Legisladores y funcionarios deben responder esencialmente al interés público, que puede ser distinto a sus creencias personales. Así por ejemplo, un legislador puede no estar de acuerdo en el uso del condón, pero está obligado a emitir leyes que permitan y promocionen incluso el uso del mismo, para evitar que el sida se convierta en una epidemia y por lo tanto en una problema de salud pública. De la misma manera, un legislador puede en lo personal no estar de acuerdo en el aborto bajo ciertas circunstancias, pero la salud pública obliga a que el Estado atienda un problema existente, como es el de los abortos que se hacen clandestinamente y en condiciones de insalubridad que provocan muertes entre las mujeres a las que se los practican. En suma, legisladores y funcionarios públicos no están en sus puestos a título personal, por lo que, si bien tienen el derecho a tener sus convicciones propias, en sus funciones deben responder ante todo al interés público, es decir al de todos. Eso es lo que se les ha olvidado a muchos de los participantes en estos debates. Que al público no nos interesa sus posiciones personales, sino lo que van a hacer desde sus puestos, que fue por lo que los pusimos allí.

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