RAFAEL DÍAZ-SALAZAR
07/12/2009
El País
España necesita una cultura de la laicidad para mejorar la convivencia nacional. Nuestra división ideológica, cultural y moral constituye un reto para aprender a resolver ciertos problemas de forma civilizada. Los antagonismos existentes pueden afrontarse de dos maneras: mediante el enfrentamiento cultural con implicaciones políticas que refuerza el cainismo de las dos Españas o a través de la deliberación ética y el diálogo razonable que hagan posible establecer la amistad cívica entre ciudadanos con identidades diversas.
Hoy conviene retomar el discurso de Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona en julio de 1938. En él recomendaba para el futuro paz, piedad y perdón por "si alguna vez sienten los españoles que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción". Nuestro país necesita darle cuerpo a una cultura de la paz, la piedad y el perdón para cerrar de una vez por todas la crispación como medio de afrontar nuestras discrepancias.
La cultura de la laicidad crea las virtudes de tolerancia activa, libertad de conciencia y diálogo intercultural e interreligioso, y, por eso, debe extenderse con mayor fuerza entre nosotros. Pero el aprendizaje de la laicidad no es fácil en un país que lleva siglos enfeudado en dogmatismos e intolerancias de diverso signo. Tenemos que aprender a ser laicos, lo cual requiere la predisposición previa a ponerse en el lugar del otro. En este sentido, Habermas ha afirmado que "el reconocimiento recíproco significa que los ciudadanos religiosos y laicos están dispuestos a escucharse mutuamente y a aprender unos de otros en debates públicos". En esta misma línea, Norberto Bobbio nos ha dado un gran testimonio de civismo: "He aprendido a respetar las ideas ajenas, a detenerme ante el secreto de cualquier conciencia, a intentar comprender antes de discutir, a discutir antes de condenar".
Los antagonismos culturales e ideológicos tienen entre nosotros varios orígenes, pero quienes más han activado en los últimos años el enfrentamiento cultural y ético con claras repercusiones políticas han sido la Conferencia Episcopal y el sector católico que sigue sus recomendaciones. Sin embargo, no ha logrado impedir que millones de católicos sepan distinguir entre el seguimiento de Jesús de Nazaret y la obediencia a los obispos en cuestiones discutidas que no pertenecen al núcleo de la fe cristiana.
Para intentar superar el enfrentamiento existente me parece que es útil seguir las recomendaciones de Habermas para ver qué aprendizaje podemos realizar para articular una cultura nacional de la laicidad. La tolerancia activa es la piedra angular, pues se basa en el reconocimiento del límite de cada identidad y en la apertura a los valores positivos de otras identidades.
Los ciudadanos religiosos deben respetar la autonomía del Parlamento y desechar cualquier intento de eclesiastizar la política y el ordenamiento jurídico. Tienen que aprender a distinguir entre ley y moral, pues las leyes tienen una finalidad específica que las diferencia de los imperativos éticos. Sería conveniente que reconocieran el valor de la moral autónoma. La libertad religiosa no puede impedir el desarrollo de la libertad de conciencia de quienes no son religiosos.
En una sociedad que busca espiritualidad y se plantea temas de fondo sobre la vida y la muerte, resulta paradójico contemplar cierta incapacidad eclesial para desempeñar roles espirituales y responder a preguntas metafísicas, mientras algunos obispos se convierten en guardianes de la recta política, la correcta legislación y la verdadera moral.
Los ciudadanos no religiosos también tienen que aprender a ser laicos. La proclamación de la identidad laica no vacuna contra la intolerancia. El fundamentalismo laicista es tan rechazable como el integrismo religioso. Por esto, Regis Debray afirma que hemos de pasar de una laicidad de ignorancia o desprecio del hecho religioso a una laicidad de comprensión y reconocimiento de las aportaciones de las religiones a las culturas. Desde esta posición, se entiende su defensa de una enseñanza laica de la religión en las escuelas públicas y su afirmación de que la libertad religiosa es más que libertad de cultos.
Hay que superar la concepción de la religión como un asunto privado que no ha de tener ningún papel en los debates sociopolíticos y culturales en las democracias. La religión es una cuestión pública y las confesiones religiosas tienen todo el derecho a participar en estos debates. No debe despreciarse la demanda de sectores cristianos de incrementar la precaución moral a la hora de legislar sobre algunos problemas sociales. Ese mundo es plural y es de justicia reconocer el rol positivo de bastantes comunidades cristianas. Desde la lógica de la laicidad, cabe apelar a una apertura a aportaciones éticas de las religiones, como hizo Aranguren, y una mayor atención a la racionalidad de las convicciones religiosas, como hace Habermas.
El diálogo entre las diversas culturas cívicas es escaso y este hecho tiene un reflejo en el clima incivil en el que se desarrollan las relaciones políticas. Para revertir esta situación necesitamos aprender la gramática de la laicidad.
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Rafael Díaz-Salazar es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense. Especializado en sociología de las desigualdades internacionales y en sociología de la religión, recibió el premio extraordinario de doctorado por su tesis sobre el pensamiento de Gramsci. Pertenece al consejo asesor de la Revista Internacional de Sociología. Es profesor invitado en diversas universidades de América Latina. Entre sus libros destacan Redes de solidaridad internacional, Trabajadores precarios, El factor católico en la política española, Justicia Global. Las alternativas de los movimientos del Foro de Porto Alegre, y La izquierda y el cristianismo (Taurus, 1999).
::Democracia Ya, Patria Para Todos. Apoyando al Lic. Andrés Manuel López Obrador en 2009::
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