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sábado, mayo 01, 2010

¿Hizo bien Silvio Rodríguez, o hizo mal...?



Cubarte


Entre finales de marzo y mediados de abril, a partir de una pregunta lanzada por Silvio Rodríguez a Carlos Alberto Montaner en un texto aparecido en Rebelión, se desató entre ambos una batalla verbal de la que todavía se habla, y no es aventurado decir que se hablará. No me detendré en los textos de ese debate, pues son conocidos y cada quien tendrá sobre ellos sus propias valoraciones, sino en algunas cuestiones de carácter general de la polémica. Lo primero es que, gracias a ella, por lo menos durante unos días en los medios dominantes no estuvieron solamente las calumnias que lanzaban y siguen lanzando contra Cuba servidores del imperio como el terrorista Montaner.

Los medios dominantes siguen privilegiando en sus espacios a los contrarrevolucionarios. Esa es su política editorial, y en función de ella aplican una celosísima censura. Pero el trovador revolucionario consiguió que en alguna medida sus refutaciones se vieran frente a las mentiras lanzadas contra su patria, y le propinó varios badajazos al agente de la CIA. Creo que fue el poeta cubano Roberto Friol quien dijo que la lengua es el badajo del alma. También lo es del cuerpo, que tiene además otros. Silvio le dio a su adversario hasta con el forro de la campana, y lo hizo con elegancia natural, sin necesidad de mentir.

Los medios dominantes, que siguen en lo suyo, quisieron presentar como expresión de imparcialidad el haber difundido también, esta vez, la defensa de Cuba, aunque metida dentro de los constantes infundios que ellos propalan contra el país caribeño. Y entre nosotros hay quienes todavía discuten si Silvio hizo mal o hizo bien. Las opiniones parecen divididas, y las causas. Los azares quizás también.

Es verdad que Silvio —asumiendo el riesgo de intentar un diálogo con alguien que no está preparado para dialogar, sino para las mentiras y las tergiversaciones, que son ahora el equivalente de las bombas que puso en La Habana en 1960— le regaló al terrorista la posibilidad de codearse, como de tú a tú, con un artista de alto nivel, y revolucionario. Con un intelectual de verdad.

Ya había escrito este artículo, y lo preparaba para su edición, cuando apareció un texto en que el ingeniero Francisco Martínez también le recuerda al trovador una anécdota que yo había citado en el mío: Rubén Darío rehusó contestarle a un gacetillero que tenía como deporte, y quizás como fuente de ingresos, el estar perdigoneándolo frecuentemente. El argumento del autor de Azul… fue tan jocoso, y coqueto quizás, como aplastante: no le contestaría al gacetillero porque, de hacerlo, podría inmortalizarlo.

La concisa respuesta del trovador al ingeniero valida esencialmente la conjetura que me había permitido hacer, rehuyendo la indelicadeza de las comparaciones. El lúcido Silvio es quien le dice a Martínez acerca de Darío: “Yo ni remotamente tengo su estatura, por lo que no viene al caso ponerme en su lugar”. Menos aún se trata de comparar al trovador con el contrarrevolucionario, a quien el primero no podrá inmortalizar: supongo que eso no haya dios que lo consiga. Lo que me había permitido conjeturar, y lo ha corroborado Silvio, es que este se lanzó al ruedo porque no lo estaban insultando personalmente a él, o a sus canciones, sino a su patria, a su pueblo.

“Habría que ver”, le dice el trovador al ingeniero amigo, “si, en vez de un ataque personal, las diatribas de aquel pobre diablo hubiesen sido ofensas a la dignidad de una causa que Darío considerara más grande que sí mismo. Mucho más si una y otra vez esa causa fuera atacada con todo tipo de infundios y sólo respondiera silencio y más silencio”. Pero lo que a esas palabras añade el autor de Rabo de nube requiere, si cabe, mayor atención aún: “En cualquier caso perdónenme tú, y otros preocupados porque yo rompa el sonoro cristal, pero sólo he corrido el riesgo de romperlo, como creo que muchos deberían hacerlo en su momento”.

He ahí un llamamiento insoslayable, avalado además por la manera como quien lo hace asumió la responsabilidad de romper el cristal. Se le podrá “regañar” con el argumento de que los medios dominantes manipularon sus palabras, como era previsible; pero por ese camino perderíamos la facultad de hablar, pues la manipulación dolosa es una condición esencial de esos medios, cuyo exterminio no está a la vista. Esta vez esgrimieron su “imparcialidad” para decir que publicaron a Silvio y nosotros no publicamos a Montaner. Pero seguirán privilegiando a Montaner, no a Silvio.

Montaner no es alguien que meramente discrepe de la Revolución Cubana: es un terrorista que escapó de la justicia en Cuba, su país de nacimiento, contra el cual sirve a una potencia enemiga, la mayor de la historia; y el trovador es una persona decente. Condena el bloqueo imperialista contra su patria porque es un acto criminal, no para mejorar oportunistamente su imagen personal en una discusión. Pero va y hasta sea necesario reconocer que, a golpe de badajo, el trovador ha conseguido que el terrorista contrarrevolucionario deje ya ubicada su voz entre las que desaprueban el bloqueo, y va y eso acaba contribuyendo al bien, aunque los fines del terrorista sean malos.

Hasta pudiera ser que de la polémica el terrorista saque otro regalo para sí: que el imperio le aumente la remuneración por convencerlo de que le conviene librarse de la tunda que año tras año en la Asamblea General de la ONU le da el voto contra el bloqueo. ¿No dicen que el gobierno cubano lo usa como pretexto para justificar sus errores y sus deficiencias? Pues que lo levanten, ¡y adiós los pretextos para los tozudos comunistas cubanos!

Pero Silvio no se limitó a contestar a los enemigos de la Revolución Cubana, a quienes sabe que sería ingenuo intentar cambiar con unas cuantas palabras. Con su enfoque de la realidad propuso o propone también replanteamientos saludables hacia el interior de nuestra patria. No rehúye temas peliagudos, ya sea la tragedia de un trasbordador —con víctimas que lo fueron de muchas cosas a la vez: en primer lugar, de los actos y la propaganda imperialistas—, la relación de nuestro país con lo que él define como “un fingido prócer”, o la incivilizada pero a veces necesaria pena de muerte. Evidentemente no creyó, no cree, que la autoinhibición paralizante pueda ser más fértil que asumir la realidad y ponerle a cada cosa a o cada quien sus atributos, o los que él considera que lo son, pues nadie es dueño de la verdad absoluta.

Las palabras del trovador muestran confianza en nuestro pueblo: por razones como su capacidad para seguir defendiendo y tratando de mejorar contra todos los obstáculos un sistema justiciero, y por el aporte dado a otros pueblos del mundo, como en la lucha contra el apartheid en África; o en la colaboración médica y educacional, algo que nuestros enemigos silencian o calumnian. Aunque ahí esté el ejemplo de Cuba frente a la tragedia del pueblo haitiano, y estén miles de seres humanos que gracias a esa colaboración han recuperado la vista; o han aprendido a leer y a escribir, como ahora mismo ocurre en Sevilla, no solamente en países del llamado tercer mundo.

El trovador se batió con el contrarrevolucionario hasta el punto en que ya este incorporaba la polémica a la rutina de su trabajo cotidiano, orientado y pagado por el imperio. Y quizás la interrupción del braceo les haya venido bien a los dos contrincantes: al trovador, porque, cumplido su deber de enfrentar directamente a los enemigos de su patria, podrá dedicarse mejor a sus composiciones y a las tareas de promoción cultural y producción disquera con que enriquece nuestra música, nuestra cultura, nuestra vida; al contrarrevolucionario, porque en medio de su servicio al imperio tal vez necesite tiempo para arreglárselas de manera que no lo afecten públicamente casos de corrupción que le pican muy cerca dentro de la misma mafia.

A nuestros enemigos los regocijaría que nosotros, convencidos de que ellos carecen de fundamento moral y de razón histórica, pensáramos que no necesitamos responderles ni denunciar y combatir todo lo que, fuera o dentro de nuestro país, pueda hacerles el juego. Las mismas reacciones, a veces con algo de azoro, que suscitó el hecho de que Silvio rompiera “el sonoro cristal”, apunta a la necesidad de remover las bases en que puedan haberse asentado determinadas prácticas o inercias informativas entre nosotros. Lo que debamos hacer no será para complacer ni para demostrarles nada al imperio y a los medios que le sirven, sino para que nuestro pueblo esté cada vez mejor informado; para que, por ejemplo, conozcamos nuestras respuestas y qué estamos respondiendo.

Que, aunque fuera solamente en contadas ocasiones, la información sobre determinados hechos inocultables o significativos que ocurren en el país le llegue a nuestro pueblo por rumores o por medios ajenos, y no por los nuestros, es un mal síntoma. Un pueblo que ha dado las muestras de resistencia y de intuición política que mayoritariamente ha dado el nuestro, y que —para ceñirnos al tema de este artículo— están en la base de la actitud de Silvio, merece una prensa que lo informe no solamente bien, sino cada vez mejor.

Siempre habrá una manera de rectificar lo que deba rectificarse en una información o en el intento de informar. Pero lo que no se rectifique de la realidad, en la realidad queda. Y cada vez que ocurren hechos sobre los cuales no se informa adecuadamente a la población, se generan sombras o vacíos que difícilmente pasen sin dejar efectos indeseables.

Hace algunos años se planteó entre nosotros la necesidad de dar una arremetida contra el llamado síndrome del silencio, y en pos de prácticas que no imitaran lo que en otros lares se manipuló con el nombre de transparencia informativa, rótulo que merece perdurar como aspiración legítima a un sistema de información cada vez más eficaz. Si aquellos términos están o por lo menos parecen estar olvidados, o se han engavetado, no será porque las realidades a las que apuntaban, y de las cuales nacieron, hayan desaparecido o sean insignificantes. Deben ser enfrentadas, con los términos pertinentes.

Tomar el toro de la realidad por los cuernos para no sufrir cogidas mortales, implica encarar desafíos, presentes por lo general en todo lo que vale la pena. En aquellos años, el líder de la Revolución Cubana, compañero Fidel Castro, se refirió a la soltura informativa que era necesario alcanzar sin caer en las trampas de prácticas que en otros lares acabaron sirviendo al desmantelamiento del socialismo; y planteó las cosas en términos de libertad o falta de ella. Desde esa perspectiva concluyó que los peligros del exceso de libertad son preferibles a los peligros de la falta de libertad.

No abogaba por los despelotes del libertinaje, sino por una soltura que, como en José Martí, supone una gran responsabilidad, una gran vocación de servicio a la patria y a la sociedad, un gran sentido ético, en el que se inscribe centralmente la convicción de que la palabra se hizo para decir la verdad, aunque tenga su precio, no para encubrirla. La verdad —y es lo que en esa escuela recuerda el trovador— es revolucionaria no necesariamente porque lo sea en sí misma, ni porque lo haya establecido un dirigente comunista, sino porque sólo con su conocimiento, y con los valores adecuados para asumirla o enfrentarla, pueden tomarse las medidas necesarias para la transformación revolucionaria de la realidad. Y ello exige estar mejor preparados en el necesario enfrentamiento a nuestros enemigos.

Con su actitud, que no hay que reducir a potestad de grandes artistas y otras personalidades relevantes, sino en todo caso promover como virtud ciudadana, el creador de Pequeña serenata diurna consiguió que no cayera una vez más el silencio sobre la agresión mediática a nuestra patria, y puso contra las cuerdas, a propósito del bloqueo y de otros hechos de gran significación, a uno de los servidores del imperio. No habrá que atribuirle por eso la tonta sugerencia de que pongamos de moda el “dialogar”, ni siquiera retóricamente, con tales servidores, aunque el diálogo es una virtud que debemos practicar: en primer lugar con nosotros mismos. Lejos de proponer modas inútiles, el trovador mostró la utilidad y el valor que puede haber, o hay, en el acto de romper ciertos cristales. Vistas así las cosas, podríamos retomar la pregunta del título, para la que cada quien tendrá su respuesta: “¿Hizo mal Silvio Rodríguez, o hizo bien?”

Fuente:http://www.cubarte.cult.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=14823

Tomado de Rebelion.org

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