En este texto, la gran poeta nicaraguense recuerda los años en los que participó en la gestación de la revolución sandinista, y entre esos recuerdos salta uno: el de algunas velada a solas con Fidel Castro.
Un extraño encuentro con Fidel.
Por: Gioconda Belli.
¿Te gustaría ir a Cuba? –me preguntó Modesto (Henry Ruiz, dirigente sandinista) una tarde en Panamá, con una sonrisa seductora de mago a punto de conceder su deseo a Aladino. Los cubanos invitaban a un representante de la GPP (Guerra Popular Prolongada, facción del Frente Sandinista de Liberación Nacional) a la celebración del XX Aniversario de su Revolución. Si disponía de dos semanas, yo sería la persona indicada para viajar a la isla en los últimos días de diciembre.
Por lo general procuraba no ausentarme de mi casa más que dos o tres días. Mis viajes eran cortos pero frecuentes. A pesar de ello, acepté la propuesta de Modesto. Cuba era entonces el faro de la revolución en América latina; el primer territorio libre de América. ¿Qué más podía desear yo que hacer aquel viaje?
Volví a Panamá a finales de diciembre para tomar el vuelo a La Habana. A última hora Modesto, quien planeaba viajar conmigo, decidió no ir. Al día siguiente de llegar tuvimos una discusión irracional e intempestiva. Salí, pues, triste y destemplada en el vuelo de Cubana. (...)
Al acercarse la fecha del aniversario, las recepciones oficiales ocuparon las noches. En la primera de ellas, una fiesta multitudinaria en el imponente y moderno Palacio de los Congresos, estreché la mano de Fidel Castro.
–¿Dónde te han tenido escondida los sandinistas? –me preguntó, mirándome de arriba abajo.
Me encontraba al lado de Doris Tejerino, mujer legendaria dentro del sandinismo, que vivía en Cuba en ese tiempo. Bromeaba con Fidel, y él se quedó largo rato conversando con ella y mirándome a mí, que hablé poco, apabullada por el sólo hecho de tenerlo cerca.
Fidel es un hombre físicamente imponente. Alto, fuerte. La tela de su uniforme de gala verde olivo impecable tenía un lustre a nuevo, sus zapatos relucían. Todo él emanaba un aire de autoridad, seguridad, conciencia de ser el personaje más importante en el salón. En su rostro de facciones muy españolas, la expresividad de los ojos era caribe, tropical, penetrante, juguetona. Sin dejar de prestarnos atención, no perdía detalle del ambiente circundante. Al poco rato, más personas se acercaron para escucharlo. El preguntaba, pontificaba sobre la realidad de tal o cual país. Actuaba como Moisés en el Sinaí con las Tablas de la Ley entre sus brazos: líder de los pueblos en su recorrido a la Tierra Prometida. Finalmente se alejó entre la multitud. Me sentí halagada de que se fijara especialmente en mí.
La noche siguiente, en una recepción más pequeña para las delegaciones de América latina, conversaba con Mario Benedetti cuando Fidel se acercó de nuevo a saludarme. Lo acompañaban otros invitados y funcionarios del Partido Comunista de Cuba. Me vi en un círculo de hombres que me sonreían con picardía cómplice debido a la atención que me dispensaba su jefe. Mario lo puso al tanto de que era poeta, reciente ganadora del premio Casa de las Américas.
–¿Y cómo hago yo para leer tu libro? –me preguntó mientras las sonrisas de los demás se hacían más anchas. Me reí también. Sería fácil, le dije. Se lo haría llegar.
–Pero quiero que me escribas una dedicatoria –añadió.
–Claro que sí, comandante, lo haré encantada –le dije.
Fidel continuó la conversación sin dejar de mirarme con sus ojillos penetrantes. Traté de mantenerme calma, segura de mí y de actuar con naturalidad bajo el escrutinio de su mirada.
–¿Y cómo puedo yo verte a ti? –me preguntó–. Llegar a tu hotel sería difícil, soy demasiado conocido.
Lo miré azorada. Los demás rieron. Supuse que sería una broma.
–Me está viendo, comandante –dije, uniéndome a la broma, disimulando mi incomodidad.
Poco después Fidel continuó su recorrido por la fiesta, saludando a antiguos conocidos, caras nuevas. La fiesta se ofrecía en una casa de protocolo grande y blanca. En el jardín de exuberante vegetación tropical las mesas estaban colocadas bajo los árboles, esparcidas aquí y allá. Por todas partes departían amablemente líderes guerrilleros del MIR chileno, del ERP argentino, de los Tupamaros de Uruguay, salvadoreños, guatemaltecos, fugitivos cuyas cabezas tenían un alto precio en sus países. Anduve entre los invitados saludando a personas que conocía, conversando. Divertida, me percaté de que Fidel intentaba repetidamente aproximarse a mí. Apenas lo lograba, sin embargo, nos rodeaban de nuevo.
–¿Te fijas? No me dejan hablar contigo –me dijo en una de ésas, con expresión resignada.
Yo disfrutaba la situación. ¿Cómo no disfrutar de la atención nada menos que de Fidel Castro?
A la hora de la cena, Fidel se sentó a la mesa al fondo del jardín. Poco después un movimiento de hombres corriendo, de carros que partían, anunció que el comandante se había marchado. El ambiente se distendió sensiblemente. Los compañeros sandinistas de la mesa bromearon sobre las atenciones del comandante en jefe para conmigo. Nos reímos. Servían el postre cuando se sentó a mi lado Ulises, un alto funcionario del Departamento América del Partido Comunista de Cuba, a quien conocía de Panamá.
–Ven –me dijo–, Fidel quiere hablar contigo.
Sin saber qué otra cosa hacer, me levanté y lo seguí hasta su carro, curiosa y temerosa a la vez.
Fidel me esperaba en una casa que tenía el aire frío de un lugar sólo habitado ocasionalmente; una sala mal iluminada que parecía sacada de un escenario teatral, las paredes tapizadas de verde con cuadros con marcos dorados aquí y allá, ilustrando antiguas escenas de caza. Recordé el incidente con Torrijos. Ojalá Fidel, mi ídolo, no me hiciera algo semejante. Me tranquilicé cuando vi que lo acompañaba Manuel Piñeiro, "Barbarroja", uno de sus compañeros de Sierra Maestra, el jefe del Departamento América. Piñeiro era un hombre difícil de descifrar. Sus ojos café eran intensos, maliciosos, ligeramente amenazantes. Parecía saberlo todo o creer que lo sabía. Me senté junto a Fidel en un sofá largo junto a la pared, mientras Piñeiro observaba la escena sentado en otro sillón.
–Perdona que te haya hecho venir –me sonrió Fidel–, pero ya viste, no habría podido hablar contigo de otra forma.
De la primera parte de esa conversación guardo vagos recuerdos. Fidel me preguntó muchas cosas personales: mi origen de clase, mis padres, cuándo me había hecho sandinista, poeta. Hablar de uno mismo es fácil, de modo que me explayé, sintiendo que mientras conversáramos estaría segura. Le conté de Marcos, de Sergio, de mis hijos. Fue al abordar el tema de la coyuntura de Nicaragua cuando surgieron las discrepancias. No pude evitar darle mi opinión. No comprendía por qué ellos –Cuba– apoyaban con obvia preferencia a la tendencia Tercerista, los hermanos Ortega, cuyo comportamiento político era a mi parecer arriesgado a largo plazo e inescrupuloso. Fidel se agitó y empezó a gesticular con su dedo índice. Subía y bajaba la voz hasta llegar al susurro. Sus tonos altos sonaban a regaño dulzón, pero afilado.
–¿Cómo puedes dudar tú de mis intenciones? Yo he sido el más decidido defensor de la unidad. Me he pasado noches con tus dirigentes, discutiendo con ellos para lograr la unidad –y me miraba con sus ojos penetrantes.
–Pero, ¿de dónde sacas tú eso? –y volvía a repetir que él apoyaba la unidad, que él confiaba en los dirigentes de la GPP. No tenía dudas de que Modesto, Tomás y Bayardo eran hombres de principios. Acaso no me daba cuenta de que esas inquietudes que yo expresaba sobre los Ortega justificaban que él quisiera estar cerca de ellos, ayudar a encausarlos mejor.
–Pero lo que hace es fortalecerlos –argumentaba yo, terca como una mula. Decírselo era mi manera de demostrar respeto por su inteligencia. Como me sucedería a menudo en mi vida al tratar con hombres en posiciones de liderazgo, lentamente caí en la cuenta de que no quería oírme, sino que lo oyera. Alzaba la voz. Su tono bordeaba lo iracundo. Era evidente que consideraba mi postura como un desafío y quería convencerme de mi error.
Por esos días llegó Modesto a La Habana. Me mandó a buscar. Lo vi la tarde del mismo día en que me reconcilié a medias con mi aversión a las armas en el polígono de tiro. Estaba alojado en las afueras de La Habana, solo, en una casa extraña, grande y con muchas habitaciones. Nerviosa, hablé sin parar de mis impresiones de Cuba, temiendo que cuando me callara me dijera que ya no me quería. Pero en menos de una hora nos reconciliamos, como si el disgusto hubiera sido sólo el pretexto para reencontrarnos con la intensidad de quienes recuperan un cielo que creían haber perdido para siempre.
La fiesta del 31 de diciembre fue inolvidable. Cientos de mesas fueron colocadas en la pequeña y empedrada Plaza de la Catedral de La Habana Vieja. Los edificios que flanquean los cuatro costados de la plaza, magníficamente iluminados, eran el marco en el que se desarrollaba la fiesta, amenizada por un espectáculo musical de ritmos afrocaribeños: el danzón, la guaracha, la guantanamera. A medianoche estallaron los brindis. Brindé con revolucionarios de todo el mundo, cuyas causas no siempre me eran familiares. Y, claro, con mis compañeros sandinistas. Brindamos por el fin de las tiranías, los triunfos populares, las revoluciones. Los nicaragüenses nos emocionamos. Mil novecientos setenta y nueve sería el año decisivo para nosotros. Lo sabíamos.
Se acercaba el día de mi regreso al capitalismo y al exilio. Leía en mi habitación del hotel cuando me telefoneó un funcionario del partido para pedirme que no saliera de allí. Ignoraba el motivo de su extraña petición, pero supuse que era algo relacionado con Modesto –a quien los cubanos trataban con mucha deferencia–. A las ocho de la noche volvió a llamarme y me indicó que bajara y lo encontrara en el vestíbulo del hotel. Mi acompañante no dijo adónde íbamos cuando partimos en su auto, y no sospeché de qué se trataba ni siquiera cuando vi que nos acercábamos a la sede del Partido Comunista de Cuba, un edificio alto, moderno, en la Plaza de la Revolución. Creo que estábamos dentro del edificio cuando finalmente me informó que Fidel quería verme otra vez. (...)
Me contó la historia de la Revolución cubana, cómo escribía sus discursos.
–Leo a Martí –me dijo–. Es mi fuente de inspiración.
Y sacó los libros de Martí. Me leyó pasajes. Yo estaba subyugada por sus emanaciones de héroe. No podía creer la suerte que me permitía compartir ese tiempo con Fidel. La tranquilidad, el silencio de aquel edificio dormido.
En medio de todo esto me insinuó que podía ayudarle facilitándole cierta información. Quería saber detalles sobre la reacción de la GPP ante la entrega de un cargamento de armas a los Terceristas. Recordé los exabruptos, la furia de Modesto al salir de la reunión donde se enteró de que, a pesar de las promesas cubanas, las armas no se habían repartido equitativamente entre las tres tendencias.
–Si tú me dices lo que sabes, te lo puedo explicar –propuso Fidel–. Te lo puedo explicar todo, pero sólo si tú lo sabes, porque si no, ¿qué caso tiene darte una explicación?
Aquel día, Modesto me había hecho jurar que pasar lo que pasara, jamás comentaría con nadie su reacción. Me pareció extraña tanta insistencia sobre mi silencio, pero no había vuelto a pensar en eso hasta que Fidel empezó a interrogarme. Me pregunté si Modesto se habría imaginado que Fidel Castro en persona querría saberlo. ¿Sería algo que Fidel debía saber?, me pregunté. Fidel tendría que darle las explicaciones a Modesto, no a mí. A mí no me correspondía revelar nada. Yo era una simple mortal en aquel juego de dirigentes.
Con ceniceros y objetos de su escritorio, Fidel me explicó que, según su tesis, conducir una guerra de posiciones clásicas en el sur de Nicaragua empantanaría al ejército somocista y facilitaría la toma del poder por los sandinistas. Para ello era clave que el Frente Sur dispusiera de armas para una guerra regular.
Antiaéreas, antitanques, cañones. Esa era su idea. Estaba seguro de que era la estrategia militar indicada. Era fascinante verlo apasionarse, volver a hacer la revolución otra vez. Sólo que los sandinistas éramos tercos. Respetábamos a los cubanos, pero nuestra guerra la queríamos hacer nosotros. (...)
–No sé nada de lo que ustedes quieren saber –repetí.
Al fin se rindieron. Fidel volvió a sus gestos y actitud tranquila. Me despidió cariñosamente en la puerta.
–Me saludas a Camilo –fue lo último que me dijo. Me asombró que recordara el nombre de mi hijo. Sonreí. (...)
Volví a ver a Fidel después del triunfo de la Revolución Sandinista. Me saludó cortés, pero frío.
Aunque el significado de esa noche sigue siendo inexplicable para mí, atesoro el recuerdo como una de esas cosas mágicas y ligeramente perversas que le pasan a uno en la vida. A la luz de los años, el episodio, en vez de aclararse, se ha oscurecido. ¿Necesitaba Fidel que yo le diera información? Parece improbable. Contaría con medios suficientes para enterarse sin mi concurso. Modesto se lo habría dicho sin duda. ¿A qué obedecía entonces su insistencia? ¿Quiso simplemente tener un pretexto para justificar su deseo de verme, hablarme, examinarme como mariposa bajo el microscopio, estudiar mi reacción ante el poder que él blandía? ¿Quería seducirme? No lo sé. Supongo que nunca lo sabré.
A mí solo me quedado este recuerdo.
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