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martes, junio 12, 2007

Opinión - Manuel Garcia Urrutia

Ley Televisa, la desvergüenza del Ejecutivo y Legislativo

La Jornada Jalisco

La travesía de la llamada ley Televisa hasta su desenlace en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) es realmente un recuento de vergüenzas y subordinaciones al poder real de los oligopolios que controlan los medios de comunicación y, finalmente, de la pequeña luz que hace que no se termine de perder toda la fe en las instituciones, explicando, en parte, por qué este país no se ha caído aún en pedazos –aunque poco le hace falta.

Hace más de un año, en diciembre de 2005, cuando de manera sorprendente apareció una iniciativa de ley sobre medios diferente a la que existía “congelada” en el Senado –presentada desde 2002–, la Cámara de Diputados aprobaba por unanimidad y al vapor leyes federales de Radio y Televisión y Telecomunicaciones. Lo grave fue la opacidad y la rapidez inusitada con que esa ley se cabildeó, así como la falta de consulta y análisis de su contenido. Para la historia negra de la izquierda partidaria quedarán las penosas disculpas de Pablo Gómez, coordinador de la fracción de diputados del Partido de la Revolución Democrática (PRD), que reconoció que jamás leyó la ley y aun así votó, junto con su bancada, a favor de ella, aceptando de manera implícita que la negociación se dio por fuera de los espacios institucionales.

Eran tiempos electorales y nadie quería confrontar los intereses de Televisa y Televisión Azteca –en aquel entonces, se decía tras bambalinas que los tres principales candidatos a la Presidencia también fueron comparsas y habían dado su anuencia a los cambios legales que se proponían, a fin de evitar desavenencias con los poderosos dueños de los medios de comunicación, dominantes en el espectro nacional–. Vicente Fox y su gobierno, asimismo, empujaron con todo esa contrarreforma y cuando llegó a la Cámara Alta quisieron volver a aplicar la táctica del fast track, pero principalmente tres senadores se opusieron y desenmascararon la maniobra y pretensiones que estaban atrás de esa aparente ley “modernizadora” y, como todas las que hoy promueve y defiende el gobierno como “estructurales”, (disque) promotora de inversiones, empleos y progreso.

Gracias a Javier Corral, del Partido Acción Nacional (PAN); a Manuel Bartlett y Dulce María Sauri, del Revolucionario Institucional (PRI), que fueron quienes denunciaron la trampa y quienes tuvieron (y tienen) que soportar la andanada de ataques de los principales “líderes de opinión”, de los sicarios de los dueños de los medios, fue que la sociedad pudo darse cuenta, a medias, de lo que se estaba fraguando: una ley a modo para asegurar sus concesiones y su poder. El pasado de esos personajes políticos salió a relucir, en especial el de los priístas que no podían presentar cartas credenciales de demócratas aunque en esta lucha tuvieran la razón de su parte. Ellos vivieron en carne propia la traición y los ataques de sus compañeros de bancada y el apoyo tardío y precario de un sector de senadores del PRD. Triste, muy triste papel el de un Poder de Estado que se dejó avasallar por intereses económicos poderosos y, como en los peores tiempos del priísmo más servil, se dejó llevar por la consigna, los argumentos viles y prepotentes para así hacer valer la mayoría mecánica, la “democracia” pueril –sin transparencia y sin capacidad de análisis–. No obstante, esos senadores fueron capaces de liderar y reunir las firmas necesarias entre sus colegas para promover el juicio de inconstitucionalidad de la ley Televisa ante la SCJN. Pequeño acto de dignidad parlamentaria.

El otro poder, el Ejecutivo, estuvo seis años coqueteando y haciéndoles favores a los dueños de los medios, a los otrora “soldados del PRI” –hoy, en los tiempos modernos, tal parece que el gobierno panista prefirió ser su subordinado–, así que no cayó de sorpresa su conducta –habría que recordar que Fox, desde el inicio de su sexenio, fue generoso con ellos en materia de concesiones y de exenciones fiscales–. Desde esa lógica, era imposible que fuera el propio Ejecutivo, mediante la Procuraduría General de la República (PGR), como abogado de la nación, que pudiera promover algún juicio contra la ilegalidad de la ley aprobada, en marzo de 2006, por el Senado, a pesar de las flagrantes violaciones constitucionales. El Ejecutivo era un aliado incondicional, un cómplice, de Televisa y TV Azteca.

Ahora con Felipe Calderón, se ha deslizado, después del fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que el Presidente de la República habría dado su anuencia a la sentencia de los magistrados, lo que insinuaría una peligrosa dependencia del único Poder (el Judicial) que, en este caso, ha rescatado la credibilidad en las instituciones del Estado y, peor, indicaría que el Ejecutivo cabildeó con del duopolio televisivo y que buscaría la manera de resarcir la ilegalidad con que se aprobó la llamada ley Televisa. Preocupa que si no hay actores sociales y políticos independientes, si no hay transparencia, el pueblo se queda en estado de indefensión ante leyes injustas y contrarias a la Carta Magna y autoridades que pueden actuar a su arbitrio.

El año pasado escribía que la ley aprobada por el Poder Legislativo era diferente a la iniciativa presentada por el senador chihuahuense Javier Corral (en 2002), que fue consensuada y enriquecida, mediante reuniones, con diversas iniciativas ciudadanas en las que participaron especialistas, redes de medios públicos, estaciones comunitarias, universidades, pequeños y medianos propietarios, pero que fue vetada por el duopolio televisivo y la Cámara de Industriales de la Radio y la Televisión.

Entre las críticas que hacía el año pasado a la ley Televisa, era que se privilegiaba la concentración de las concesiones en favor de las grandes empresas televisivas; se fijaban reglas para que discrecionalmente los actuales propietarios extendieran sus servicios a otras áreas de la comunicación; se hacían distinciones entre las normas aplicables a los actuales propietarios de medios y las concesiones futuras que se sujetarían a subastas al mejor postor; se otorgarían facilidades a los grupos televisivos que no gozarían otros sectores de la comunicación, particularmente el radiofónico para su modernización (digitalización) y se omitían criterios de pluralidad, fundamentales en este tipo de concesiones; el Estado renunciaba a beneficios de carácter económico en las concesiones y omitía la posibilidad de hacer crecer y mejorar la red pública existente que cubre una función social destacada con muy pocos recursos; se desplazaba a las radios comunitarias condenándolas, en los hechos, a su extinción al olvidar su regulación plena y su fomento; era nula la presencia ciudadana y de sectores populares en el acceso a medios comunitarios, pero también en la vigilancia del desempeño responsable de los medios de comunicación –garantizando siempre la libre expresión–; la Comisión de Telecomunicaciones se volvía, en su integración y en sus funciones, en un títere del Ejecutivo y de los dueños de las telecomunicaciones y, finalmente, que no se procuraban reglas especiales que debían regir para sectores de la población que no tienen capacidad económica para competir (y defenderse) de los grandes grupos económicos.

Cabe citar y recordar lo anterior porque en cada uno de esos puntos la SCJN hizo apuntes para resarcir la ilegalidad de las regulaciones aprobadas con total falta de responsabilidad por el Legislativo.

Santiago Creel, uno de los protagonistas desde el gobierno de la contrarreforma, ha aceptado que hubo presiones generadas por la coyuntura política para pasarla como se aprobó. Independientemente de que otros representantes populares, que danzan de un cargo a otro por la vía plurinominal –porque serían incapaces de ganar un elección–, lo desmientan sin ninguna calidad moral para hacerlo, como Emilio Gamboa o Héctor Larios, lo cierto es que el desaseo quedó al descubierto y la fragilidad de nuestra democracia en evidencia, a pesar de contar hoy con Congresos divididos.

No basta, por eso, reconocer la pluralidad si no se cambian las prácticas y formas viciadas de hacer política, que antes veíamos como mal de un solo partido pero que hoy permean en toda la clase política. La ética y la razón son parte de cambios culturales que la modernidad, representada por la democracia liberal, le debe a la sociedad mexicana y, siendo honestos, creo que pasará tiempo para que a nuestros gobernantes les caiga el veinte o se los recuerde la beligerancia social que muestra hastío frente a la hipocresía de nuestro marco jurídico –que no se diseña de manera transparente ni se aplica de manera justa y pareja–. Luego nos quejamos de que no se respeta el estado de derecho; ahí está la Ley del ISSSTE como otro ejemplo de prepotencia legislativa. Pero síganle haciendo leyes así.

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