::::
lunes, junio 11, 2007
El Violin.
El violín, de Francisco Vargas Quevedo (2006-México), con Ángel Tavira, Dagoberto Gama y Gerardo Taracena.
( Para aquellos que no han tenido la fortuna de ver esta película, difundida a cielo abierto en varias ocasiones en el Módulo de Credencialización de Plaza Universidad, les presentamos la reseña que les muestra los principales aciertos artísticos y de denuncia)
Yo también soy un gran violinista...
Pero ahora,
aquí rompo mi violín
y me callo.
León Felipe.
Por: Alejandro Rozado.
En algún lugar y en cierto tiempo, un violinista manco y viejo decide ayudar, por su propia cuenta y riesgo, a un movimiento de jóvenes guerrilleros sorprendidos por la ocupación brutal del ejército en un pueblito dentro del área de conflicto. El músico trata de llevar a los alzados cartuchos y balas en el interior del estuche de su instrumento, aprovechándose de que el viejo le simpatiza al comandante del operativo por la afición que ambos tienen por la música.
El violín es una fábula rural mexicana; es decir, está hecha para durar, pues su estructura dramática rebasa el diacronismo del tiempo humano. En ella se narran los fundamentos de la creación y las reglas del juego insensato de los hombres. Sólo que en este relato, los "hombres verdaderos" ya están muertos; deambulan por los montes y sus viejas aldeas rodeados de nubes: habitan el cielo. El cielo: ese lugar adonde los cineastas envían de cuando en cuando a los desclasados después de haber agotado todas las formas posibles para ocupar un lugar digno en la tierra. Como ocurre con los amotinados de una colonia marginal en Milagro en Milán, de Vittorio de Sica (1950). Así, la calma de los valles y montañas que recorren a pie los presurosos hombres y mujeres de El violín es como la paz de los sepulcros. Todos muertos. Sólo exponen ritualmente, con la piel pegada al hueso, la voluntad de los dioses para refrendar al mundo su cuota de sangre. El cielo es, entonces, el infierno. Es el tema de William Blake -tanto del poeta inglés como de aquel personaje de Hombre muerto, de Jarmush. Y uno de los temas, también, centrales y permanentes del cine mexicano.
El violín es un filme que dialoga en varios planos: en primer lugar, con la herencia de la tragedia rural que el cine del Indio Fernández convirtió, durante mucho tiempo, en el punto de partida (y de llegada) de todo empeño cinematográfico serio; en segundo lugar, El violín comparte identidades con otras hechuras más recientes de un cine propio y anti-hollywoodense, como Temporada de patos y En el hoyo: un cine particularmente sobrio y con alto sentido de la proporción escénica. En tercer lugar, El violín se emparenta con la narrativa latinoamericana y sus lacónicos finales. "Se acabó la música", dice don Plutarco al militar que le exige que toque su violín después de descubrirlo en su intrincada estratagema; del mismo modo, García Márquez termina su conocida novela breve: "-¿Y ahora qué vamos a comer?" "-Mierda", contesta el coronel a quien nunca le escriben... El viejo de la historia cerrando la historia, más que con su silencio, con su callar: se acabó la música. Punto.
A propósito de violines e infiernos, nadie mejor que el poeta español, citado en el epígrafe de este escrito, para redondear el diálogo con esta cinta tan principal que nos ocupa. León Felipe, igualmente viejo, se presume –a los 80 años y en su último poemario- violinista de un desafinado instrumento roto. Al discutir con los grandes poetas infernales sobre el drama de Auswitz ("Virgilio, Dante, Blake, Rimbaud… / ¡Hablad más bajo! / ¡Tocad más bajo!... ¡Chist! / ¡¡Callaos!!"), el poeta zamorano les describe lo que un infierno es de verdad –no el que ellos imaginaron-. Y les dice:
"(…) Éste es un lugar donde no se puede tocar el violín.
Aquí se rompen las cuerdas de todos
los violines del mundo. (…)"
Don Plutarco y León Felipe. Músicos destartalados hasta el final de la vida, saben cuándo hay que parar.
El violín es una de las pocas historias cinematográficas en que la música se transforma en sucesión de imágenes; las notas del viejo instrumento popular acompasan el recorrido cansino de una burrita milagrosa "que llegó solita" para transportar a don Plutarco desde el maizal donde guardaba el parque para la guerrilla hasta la zona de seguridad de los alzados, pasando temerariamente por el campamento de los militares. El ritmo de la burra es el ritmo del filme: fijo, pausado, incluso en los momentos de mayor suspenso. El suspenso no es el ritmo, sino la intensidad dramática.
Ignoro cuál sean las tecnologías que se estén empleando, pero los fotógrafos mexicanos son cada vez mejores. En el caso de Martín Boege, e l blanco y negro exhibe las texturas más poderosas de los rostros, en consonancia con la porosidad del barro con que están hechas las mujeres y marchantas de los poblados. Algunos encuadres reconocen abiertamente la herencia de nuestros clásicos: la cámara contra-picada capturando un maguey en primer plano sobre un cielo fondeado al estilo Figueroa. Y siempre, antes y ahora, el intercambio fotográfico de lo superior con lo mundano: durante la secuencia en que don Plutarco va a comprar la burra al "patrón" de un rancho, éste le presenta como contrato un papel en blanco, pidiéndole un voto de confianza al músico. Éste titubea largos instantes con la pluma en la mano, voltea al cielo, las nubes le responden y firma.
Otra lectura: en El violín se dan cita dos fuerzas antagónicas del progreso -el ejército y la guerrilla- en un escenario atemporal de campesinos, milpas y bosques. El cine vuelve a exponer el conflicto entre una tradición milenaria y una modernización que no puede imponerse más que a punta de balazos -y ni así. Se trata de un ciclo, un destino y una condena. Una estética, también. Una estética perdurable para el cine mexicano. Porque el drama del viejo violinista rural, don Plutarco (interpretado por don Ángel Tavira), es el mismo de María Candelaria (1943) y el de Pueblerina (1948) -para muchos, la mejor película mexicana, también del Indio Fernández-; y es la misma tragedia que mató a Ernestina Ascensio hace unos meses en la sierra de Zongolica, Veracruz.
La gran estética nuestra es la de los perdedores consuetudinarios, la de los pobres que intentan hacer valer su penosa vida y que no tienen cabida en la realidad; por más que se intente "modernizar" al cine mexicano con los efectos especiales tipo Guillermo del Toro o las comedias urbanas de actualidad política tipo Todo el poder, o la gran renovación de las estructuras narrativas tipo Iñárritu, el problema se vuelve a exponer una y otra vez en el cine mexicano, en forma llana y simple, lo cual habla de una constante histórica que se impone al arte. Bien o mal planteada, esa constante es la expulsión de los pueblos, desde el cine cuarentenal del Indio hasta Canoa, desde La mujer de Benjamín a Santitos (por dar sólo unos cuantos ejemplos esparcidos a lo largo de las últimas décadas). La permanencia de esos parámetros me entusiasma y tranquiliza a la vez. Significa para mí que no todo está cambiando, que existe una realidad metahistórica que no es superada ni siquiera por los vaivenes de la era de la globalización. Significa que algunos sensibles artistas no se dejan comprar por un cine-espectáculo y siguen cumpliendo con su viejo papel de problematizar la realidad inmediata en la jeta del espectador.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario