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jueves, febrero 08, 2007

Opinión - Ramon Guzman Ramos

Nuestro Pais

Jornada Jalisco

México no ha sido un país de leyes. Es verdad que ha tenido una de las Constituciones más avanzadas del mundo en términos de derechos y garantías individuales. La Constitución que nos rige actualmente, aunque ha sufrido reformas que han deteriorado considerablemente su espíritu original, fue producto del movimiento revolucionario que se inició con la insurgencia electoral maderista de 1910. De manera que podíamos presumir de tener un régimen jurídico de plenas libertades democráticas. Pero estas leyes se quedaron atrapadas en el papel y casi nunca atravesaron el umbral de la realidad.


México no es un país que haya podido desarrollar una cultura de la legalidad. A final de cuentas, el sistema político que terminó por imponerse hizo florecer la impunidad como una forma preponderante de vida. No ha habido ley que no se someta a quienes tienen el poder para violarla y usarla en su interés particular. La sociedad ha tenido que bregar constantemente para que las conquistas históricas más importantes, como la seguridad social y la educación, por ejemplo, sean respetadas también en los hechos.

Así y todo, la Constitución de 1917 ha sido desde sus inicios un estorbo para quienes quisieran que el país estuviera sujeto a otras leyes supremas, como la de la oferta y la demanda, la del libre mercado, la que cosifica todo lo que toca y lo convierte en mercancía. La derecha vivió agazapada durante décadas en sus trincheras doctrinarias, en sus cavernas clandestinas. Ahora que se ha hecho del poder político se apresta a eliminar de la Constitución toda garantía que proteja los derechos humanos y la riqueza de la nación.

Una Constitución es producto de un pacto entre los sujetos sociales que en determinadas coyunturas le imprimen al movimiento de la historia un impulso inusitado. A partir de la elección presidencial de 1988 y el movimiento ciudadano que se produjo como consecuencia del fraude electoral, la realidad de nuestro país, como la habíamos estado viviendo y padeciendo, quedaba rebasada. Un nuevo potencial de cambio se mostraba por todas partes y ponía en evidencia las contradicciones irresolubles del sistema. Fue cuando se empezó a hablar de la necesidad de una reforma a fondo de Estado y la creación de un nuevo Congreso Constituyente.

Y es que tanto en la letra como en los hechos se estaban perdiendo muchas de las conquistas históricas que protegían los derechos de los sectores menesterosos de la sociedad. Los campesinos se quedaban si tierra que trabajar, sin los apoyos del gobierno para hacer rentable la labor del campo, obligados a abandonar hasta los pueblos para ir a probar su suerte al otro lado de la frontera. Los trabajadores asalariados se veían obligados a reducir incluso sus ingresos en aras de conservar sus fuentes de empleo. Muy pocos pensaban ya en sindicalización, en contratos colectivos de trabajo, en el derecho a la huelga, en el reparto puntual de utilidades, en todas esas prerrogativas de que gozaban por acumulación de revisiones salariales.

La justicia nunca bajó de sus pedestales y sólo tienen acceso a ella quienes pueden comprar a quienes tendrían que garantizar su procuración igualitaria y equitativa. El derecho a la libre expresión de las ideas, a la organización independiente, a la manifestación pública, al cuestionamiento de los gobiernos que nos desgobiernan, se hace polvo de pronto ante la arremetida de las tanquetas y los toletes, incluso de las balas que arrebatan vidas y siembran de dolor pero también de indignación los caminos y las calles de México. Somos un país de leyes que no se aplican. Un país donde manda el dinero.

Pero esto no quiere decir que tenga que ser así por los siglos de los siglos. Más allá del cambio de siglas en el gobierno, el poder no ha cambiado de manos ni de intereses específicos. El orden jurídico que hemos tenido ha servido solamente para proteger a quienes se apropian cada vez más de nuestras riquezas naturales. Desde luego que hace falta hacer una revisión a fondo de nuestra Constitución. Rescatar lo que no ha podido ser destruido en sus fundamentos originales y plantearse la creación de un nuevo régimen jurídico.

Hay dos visiones sobre el tipo de legalidad que debemos tener en nuestro país. Los que quieren una nueva Constitución de corte neoliberal para eliminar todo obstáculo jurídico en el propósito de conseguir los mejores compradores para entregar el país. Ellos se encuentran ya en el poder y desde allí operan todos los controles para que las reformas que permitan lo anterior pasen. Y está la visión que se propone recuperar la soberanía nacional y defender a toda costa nuestras riquezas naturales, nuestras culturas locales y nacional, nuestra identidad histórica, nuestro derecho a insertarnos en el concierto mundial de las naciones sin tener que doblegarnos ante el más fuerte.

Es preciso que el debate sobre el país que tenemos y el que quisiéramos tener, el que podemos construir entre todos, se coloque en todos los espacios públicos. México es responsabilidad de todos los mexicanos y no sólo de quienes nos gobiernan. Para poner en riesgo nuestra soberanía tanto alimentaria como energética, o política, o económica, incluso territorial, es necesario que el pueblo se pronuncie. Nadie puede invocar el espíritu de Santa Anna y suponer que otros espíritus poderosos, como el de Juárez o Morelos, o Zapata o Cárdenas, no pudieran volver a impregnar de frescura y rebeldía los vientos que no han dejado de recorrer México desde siempre.

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