Una izquierda sin contenidos
Jornada Jalisco
Tiene algún significado hablar de grupos de izquierda en América Latina a inicios del siglo XXI? Para responder a lo anterior, pueden ser útiles tres imágenes recientes, acontecidas en el Continente Americano: la primera imagen sucede en abril de 2006, cuando la secretaria de Estado estadunidense Condoleezza Rice, en una comparecencia ante el Subcomité de Operaciones Exteriores del Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, asegura que su país “no tiene problemas en Latinoamérica con los gobiernos de izquierda, mientras gobiernen democráticamente y les importe mejorar la vida de sus pueblos”, y continúa diciendo: “Estados Unidos mantiene muy buenas relaciones con Brasil, un gobierno de izquierdas y excelentes con Chile, donde recientemente asumió al poder la socialista Michelle Bachelet”; además aclara que Washington tiene “una serie de relaciones fuertes en Centroamérica cimentadas por el Tratado de Libre Comercio”. En conclusión, el que un gobierno pertenezca a la izquierda no significa mucho para el poder hegemónico estadunidense, ¿por qué?, porque la izquierda ha dejado de ser peligrosa.
La segunda imagen: se desarrolla el 2 de febrero de 2007, cuando el presidente venezolano, Hugo Chávez, anuncia la “nacionalización de las asociaciones para el mejoramiento de crudos extrapesados de la faja petrolífera del Orinoco”. En otras palabras, Chávez proclama una nueva expropiación petrolera, práctica nacionalista que tuvo sus orígenes hacia 1930 cuando se constituían los grandes Estados de bienestar, la diferencia es que esta nacionalización se realiza a principios del siglo XXI. Dicho cambio de escenario no es menor, como veremos a continuación. “He dado instrucciones” -–dice Chávez-– “para que el primero de mayo amanezcan bajo control nuestro todos esos campos”. Detrás de las cuatro asociaciones que explotan la faja del Orinoco en Venezuela, según información del periódico argentino Momarandu, se encuentran las siguientes mega empresas: British Petroleum, Exxon Mobil, Chevron Texaco, ConocoPhillips, la francesa Total y la noruega Statoil. El anuncio chavista es la reacción de un Estado con proyecto de nación, que por ser soberano e independiente, por lo menos dentro de los supuestos del liberalismo internacional, tiene las atribuciones legales para realizar acciones de este tipo; el problema es que atenta contra los intereses del capitalismo global. Y eso sí es peligroso.
Finalmente, la tercera imagen se trata de la reacción del presidente George W. Bush después del anuncio de las nacionalizaciones del petróleo venezolano –y de paso del gas boliviano–: “me preocupa el deterioro de las instituciones democráticas”, dice Bush, “y estamos trabajando para evitar que eso pase”, señala en conclusión. Para contextualizar estas declaraciones, es necesario señalar que tanto en el discurso de Condoleezza Rice como en el de George Bush, el término “democracia” es tomado como un sustituto directo de la palabra “negocios” y la idea de “libre comercio” es sencillamente el sinónimo de “comercio controlado” o de “mercantilismo corporativo” como lo llama Noam Chomsky. Entonces el sentido queda claro: ser de izquierda, a principios del siglo XXI, es algo que en el fondo ya no le afecta al poder; pero ser un defensor del Estado y de la soberanía nacional sí. Lo que está al centro del juego son los intereses de la élite de los negocios a nivel global.
Como lo ha señalado el propio Chomsky: “aunque a todo esto se lo llame liberalización y libre comercio... las grandes corporaciones, que suelen ser más poderosas que muchos Estados, llevan a cabo un comercio interno controlado, administrado. Esto implica también un comercio internacional... ellas planifican las inversiones, la producción, las interacciones comerciales, la manipulación de los precios y naturalmente lo hacen a favor de sus intereses... es a los gobiernos a los que no se les permite entrar al juego. Los poderes occidentales no ponen objeción alguna al comercio controlado, sólo que no quieren que lo realicen los gobiernos, porque éstos tienen una peligrosa característica que las corporaciones no tienen: pueden caer bajo la influencia de fuerzas populares, aunque habitualmente hasta cierto punto. Pero también, hasta cierto punto, siempre existe ese temor, que no toca a las corporaciones. Las corporaciones son inmunes a cualquier forma de control público o, incluso, de supervisión”.
El signo de los tiempos se nos vuelve inequívoco: la tensión entre izquierdas y derechas, que caracterizó y justificó los conflictos tanto internacionales como civiles, a lo largo del siglo XX, llegando incluso a dividir el mundo en dos bloques, uno socialista y otro capitalista; está siendo rebasada por una nueva modalidad de contradicciones, la cual posee raíces históricas más profundas y, por lo tanto, implica un mayor impacto en la organización de la sociedad planetaria: se trata de la tensión entre los Estados nacionales y el poder capitalismo global. Esta tensión es más profunda porque implica la posible desaparición de los Estados-nación a favor de un planeta organizado por las empresas, o bien, de un más agudo sometimiento de los Estados-nación con el fin de ser utilizados como simples herramientas de control ciudadano, a favor de las élites del dinero mundial. Ambos escenarios han sido siempre el ideal del sueño capitalista, convertir al capitalismo en la única lógica que gobierna el mundo, como dice el historiador Fernand Braudel: “el capitalismo sólo triunfa cuando llega a identificarse con el Estado, cuando es el Estado”.
Se podría decir, de alguna u otra forma, que los Estados-nación siempre han sido utilizados como herramientas a favor del poder del capital global. Esta noción es tan vieja como la percepción de Carlos Marx, elaborada hacia 1848, de que en el mundo capitalista es la economía y no la política la clave del poder y de que el proceso de acumulación de capital es la base de la estructura del mundo moderno occidental, del cual las ideologías –de derecha o de izquierda– así como los Estados no son más instrumentos para controlar a las masas. Sin embargo, si le damos perspectiva histórica a esta noción que parece tan clara en el contexto actual, podremos ver que esto no fue siempre así.
Hacia la década de los años 30 del siglo pasado se vio surgir en el mundo un nuevo tipo de Estado que se hacía cargo de una serie de funciones sociales básicas para la población como la salud, la vivienda y la educación pública. Este tipo de organización estatal fue conocido como el “Estado benefactor”. Los Estados benefactores llegaron a acumular poder suficiente, incluso para regular la actividad empresarial y económica, si bien nunca para suprimirla, ya que el papel de las grandes trasnacionales siguió siendo el de un poderoso negociador de las políticas nacionales. Desde los años 60 el modelo del Estado benefactor comenzó a declinar y a partir de la década de los 90, las llamadas políticas neolibarales se han encargado de desmontar al Estado benefactor con todos sus sistemas se seguridad social, por medio de una serie de privatizaciones que convierten a los servicios públicos en un gran negocio particular.
Es a que regrese el modelo del Estado benefactor a lo que le temen los amos del dinero mundial; en otras palabras, a que el bienestar social de los pueblos soberanos llegue al grado de interferir con sus negocios. Por eso Hugo Chávez es más peligroso que Michelle Bachelet: porque habla de nacionalismo y no de izquierdas. Ya que la izquierda, ésa que pretendió cambiar las cosas con el poder del Estado, se está quedando sin contenidos.
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