Pedro Miguel (La Jornada)
Nadie  resiste el llamado: gobernantes y opositores, funcionarios y  empresarios, jefes de policía y cabezas de ONG, periodistas y  encuestadores, todos por igual, acuden ante diplomáticos de Estados  Unidos para contarles lo que deseen saber sobre los asuntos de México.  La embajada y los consulados de Washington son confesionario, diván,  ventanilla de gestiones y paño de lágrimas, para la clase política y  para los notables.
En  no pocas ocasiones, políticos y altos funcionarios comunican a los  diplomáticos estadounidenses cosas que no se atreverían a sostener en  público; les adelantan, además, intenciones legislativas, les consultan  esbozos de programas oficiales o les exponen situaciones de las que la  sociedad mexicana no tiene conocimiento. Los representantes de Estados  Unidos acreditados en México son, en conjunto, el más importante  interlocutor en la vida institucional de este país. Posiblemente no sea  una revelación, pero resulta, en todo caso, una confirmación de lo que  siempre se ha sospechado y dicho, y que ahora se documenta en un paquete  de dos mil 995 cables informativos, redactados por diplomáticos  estadounidenses de diverso rango y que fueron enviados al Departamento  de Estado desde México o desde terceros países.
Este  material informativo fue proporcionado a La Jornada por Sunshine Press  Productions, que preside Julian Assange, portavoz y fundador de  Wikileaks, y abarca cables fechados desde 1989 hasta 2010. 24 de ellos  están clasificados como "secretos"; 461 se consideran "confidenciales";  870 son "clasificados" y mil 588 han sido "desclasificados". Es  razonable suponer que se trata de un segmento de algo más amplio; así lo  deja ver la disparidad numérica por años de emisión (un solo cable de  1989, 38 de 2005 y mil 206 de 2009, por ejemplo) y las referencias a  documentos que no están en el conjunto. El material recibido consiste,  en su gran mayoría, de reportes sobre pláticas con personalidades  políticas, administrativas, mediáticas, policiales y militares, informes  de reuniones, análisis regionales o temáticos de distinto calado y  extensión, apuntes sobre pequeñas gestiones o bien simples reseñas  insípidas de los medios nacionales. Lo que los documentos revelan, en  forma aislada o leídos en conjunto, es lo siguiente:
Clase política de informantes
Existe  una casi absoluta disposición de políticos, legisladores y funcionarios  mexicanos para informar extensamente a los diplomáticos del gobierno  estadounidense, así como una generalizada obsecuencia para con sus  interlocutores de esa nacionalidad; resulta un tanto sorprendente que  ninguno de los cables consigne, por parte de los informantes mexicanos,  una sola crítica hacia Estados Unidos, prácticamente ningún reclamo y ni  una sola expresión de hostilidad. En varios casos, los connacionales  citados comparten con sus interlocutores extranjeros la preocupación por  eventuales reacciones adversas de la opinión pública local hacia el  gobierno del país vecino, y se esfuerzan por presentarse como socios  confiables. En ocasiones, y con tono de disculpa, advierten de antemano a  sus entrevistadores que tendrán que formular, en público, alguna  divergencia con respecto a Washington, a fin de no parecer demasiado  proestadounidenses ante la sociedad.
En  no pocos de los cables se consigna la sorpresa de los autores por la  inesperada expresividad y el espíritu de colaboración de sus  entrevistados, quienes por lo general responden a cuanta pregunta se les  haga, pero no formulan ninguna. La masa de documentos proporcionados a  este diario por Sunshine Press Productions no incluye comunicaciones  relativas al espionaje propiamente dicho, pero queda claro que la  locuacidad de políticos, funcionarios y comunicadores mexicanos casi  podría ahorrarles el trabajo a los espías procedentes de la otra orilla  del río Bravo.
De  la lectura del material se desprende que en México, por lo que toca a  la clase política, el tan citado sentimiento antiestadounidense es un  mito urbano. Hace medio siglo, las izquierdas, el centro y hasta las  derechas convergían en una animadversión variopinta hacia Estados Unidos  que se originaba, respectivamente, en el antimperialismo, en el  nacionalismo revolucionario y en el rechazo católico y castizo al  protestantismo anglosajón. Bajo esas expresiones ideológicas subyacía  una constante incuestionable de la realidad: a lo largo de la historia  de México como nación independiente, las más graves y abundantes  amenazas a su seguridad, integridad y soberanía han provenido del vecino  del norte.
A  lo que puede verse, la era del Tratado de Libre Comercio ha producido  en México una casta dominante que, o bien se quedó sin memoria  histórica, o bien perdió el sentido de pertenencia a su propio país. Los  entrevistados hablan mal unos de otros; los funcionarios estatales y  municipales acuden directamente a los representantes de Washington para  pedir ayuda ante la inseguridad y el acoso de la delincuencia, y se  brincan olímpicamente a la Federación; los empleados federales se quejan  de los estatales y municipales; en el curso de los contactos, cada cual  vela por sus propios intereses –nadie invoca la defensa o la promoción  del interés nacional– y la vista de conjunto podría describirse con la  expresión "cada quien para su santo".
El proconsulado, al desnudo
En  contraste, los representantes diplomáticos estadounidenses operan, casi  invariablemente, con un sentido de Estado y con una cohesión que sólo  se rompe en lo estilístico. Una expresión recurrente: "en beneficio de  nuestros intereses". Más allá de eso, el material informativo pone de  manifiesto la insaciable curiosidad de los personeros de Washington, su  avidez –casi podría decirse: su morbo– por conocer a detalle los asuntos  mexicanos, y su obsesión por armar visiones de conjunto de los temas de  nuestro país. Paradójicamente, el rigor empeñado en la recopilación de  información no necesariamente se traduce en agudeza de entendimiento:  con frecuencia, los diplomáticos dejan de ver el bosque por observar los  árboles. Dan por sentado que los fenómenos delictivos se corregirán  mediante acciones meramente policiales y militares; se empeñan en hurgar  en el desempeño en materia de derechos humanos de miles de policías,  militares y funcionarios, aunque olvidan averiguar sus antecedentes  penales; en primera intención, suelen observar a sus interlocutores con  distancia y escepticismo, pero acaban por creer lo que éstos les  platican y, con una inocencia casi conmovedora, informan a Washington  que los problemas están en vías de solución gracias al programa fulano,  que hay voluntad política para enfrentar los obstáculos y terminan, de  esa forma, por convertirse en creyentes casi únicos de un credo dudoso:  el discurso oficial.
Otra  inconsecuencia notable es el prurito de los diplomáticos del norte por  mostrarse "neutrales" en materia de política partidista mientras que, al  mismo tiempo, exhiben una insistencia monolítica en promover, en lo  económico, las "reformas" que preconiza la doctrina neoliberal. De los  documentos se infiere que sus redactores realmente creen que el Consenso  de Washington es consenso, y no alcanzan a ver que las tomas de  posición en favor o en contra del neoliberalismo se traducen en  programas partidistas; en consecuencia, ellos, los diplomáticos, se  convierten en instrumentos de una flagrante intervención de su gobierno  en asuntos políticos de México.
A  la embajada de Estados Unidos en México, es decir, a la representación  del Departamento de Estado, no parece importarle que el poder público se  tiña de azul, de tricolor o de amarillo, siempre y cuando la autoridad  resultante se conduzca con apego a las tendencias privatizadoras,  desreguladoras y depredadoras vigentes en forma declarada desde 1988. En  ese punto, la injerencia es descarnada y abierta, y los funcionarios  estadounidenses actúan como procónsules y, en no pocas situaciones, como  gestores de los intereses empresariales de su país en un territorio  intervenido desde hace lustros, no mediante el despliegue de fuerzas  militares, sino por medio de la firma del Tratado de Libre Comercio de  América del Norte.
En  los días que corren, la intervención extranjera resulta particularmente  inocultable en materia de seguridad y de combate a la delincuencia y al  tráfico de drogas. En este terreno, los estadounidenses no se cuidan de  guardar las formas y se revelan, una y otra vez, como los verdaderos  conductores de la "guerra" contra la criminalidad organizada. Esa  "guerra" es el más reciente conducto para la injerencia y el creciente  control de Estados Unidos sobre México. Muy anterior a ella es el  sometimiento voluntario a Washington por parte de políticos  representantes populares, funcionarios, mandos policiales y castrenses,  así como de algunos comentaristas y directivos de medios. Eso se ha  dicho muchas veces y en muchos tonos, y se ha evidenciado, una vez más,  en las declaraciones formuladas el lunes por el subsecretario de la  Defensa del país vecino, Joseph Westphal, y complementadas el martes por  la secretaria de Seguridad Interior, Janet Napolitano, sobre  perspectivas de ocupación militar masiva. Los casi tres mil cables  diplomáticos que Sunshine Press Productions facilitó a La Jornada  permiten corroborar que la intervención política y económica se  adelantó, por mucho, a tales escenarios.

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