Es inútil pretender que lo que ha sucedido, obviamente, no ha ocurrido en realidad. La parte superior del 1 por ciento de los estadounidenses recibe casi una cuarta parte de la renta de la nación cada año. Si hablamos de riqueza en vez de renta, el 1 por ciento de la población detenta el 40 por ciento de la riqueza. Su suerte en la vida ha mejorado considerablemente. Hace veinticinco años, las cifras correspondientes fueron del 12 por ciento y el 33 por ciento. Una respuesta podría ser celebrar el ingenio y la suerte que tienen estas personas, que afirman que cuando sube la marea suben todos los barcos. Pero la respuesta estaría equivocada. Mientras que el 1 por ciento han visto como sus ingresos aumentan en un 18 por ciento en la última década, la clase media ha visto disminuir sus ingresos.
Para los hombres que sólo han llegado a un nivel de enseñanza de secundaria, el descenso ha sido precipitado -el 12 por ciento en sólo el último cuarto de siglo. Todo el crecimiento en las últimas décadas -y más- se lo han quedado los de arriba. En cuanto a la igualdad de ingresos, América va a la zaga de cualquier país en la vieja, anquilosada Europa de la que el presidente George W. Bush solía burlarse. Nuestros colegas más cercanos son Rusia con sus oligarcas, e Irán. Mientras muchos de los antiguos polos de desigualdad en América Latina, como Brasil, han estado luchando en los últimos años, con bastante éxito, para mejorar la situación de los pobres y reducir las brechas en los ingresos, Estados Unidos ha permitido que la desigualdad vaya en aumento.
Los economistas hace mucho tiempo que justifican las enormes desigualdades que parecían tan preocupantes a mediados de siglo XIX, unas desigualdades que no fueron sino una pálida sombra de lo que estamos viendo en América hoy. La justificación que se les ocurrió fue llamada "teoría de la productividad marginal." En pocas palabras, esta teoría justifica el aumento de los ingresos asociándolos a una mayor productividad y a una mayor contribución a la sociedad. Es una teoría que siempre ha sido apreciada por los ricos. La evidencia de su validez, sin embargo, sigue siendo muy delgada. Los ejecutivos de las empresas que ayudaron a provocar la recesión de los últimos tres años, cuya contribución a nuestra sociedad, así como a sus propias empresas, ha sido masivamente negativa, pasó a recibir grandes bonos. En algunos casos, las empresas estaban tan avergonzadas de llamar "premios" a estos "bonos de ejecución" que les cambiaron el nombre por el de "bonos de retención" (incluso si lo único que ha habido es una “mala ejecución”). Aquellos que han contribuido con grandes innovaciones positivas para nuestra sociedad, desde los pioneros de la investigación genética a los pioneros de la era de la información, han recibido una miseria en comparación con los responsables de las innovaciones financieras que llevaron a la economía global al borde de la ruina.
Algunas personas se dan cuenta de la desigualdad de ingresos y se encogen de hombros. ¿Y qué, si esta persona gana y pierde esa otra persona? Lo que importa, dicen, no es cómo el pastel se divide, sino el tamaño del pastel. Este argumento es fundamentalmente erróneo. Una economía en la que la mayoría de los ciudadanos van de mal en peor año tras año -una economía como la de los USA- no es probable que vaya bien en el largo plazo. Hay varias razones para esto.
En primer lugar, la creciente desigualdad es la otra cara de otra cosa: Cada vez que disminuye la igualdad de oportunidades significa que no estamos usando algunos de nuestros más valiosos activos, nuestra gente, de la manera más productiva posible. En segundo lugar, muchas de las distorsiones que conducen a la desigualdad, tales como las relacionados con el poder de monopolio y el tratamiento fiscal preferencial para los intereses especiales, socavan la eficiencia de la economía. Esta nueva desigualdad va a crear nuevas distorsiones, que socavan aún más la eficiencia. Para dar sólo un ejemplo: ahora muchos de nuestros jóvenes de más talento, atraídos por los beneficios astronómicos, se quieren dedicar a las finanzas en lugar de inclinarse por campos que conducen a una economía más productiva y saludable.
En tercer lugar, y quizás más importante, una economía moderna requiere "acción colectiva". Es decir, un gobierno que invierta en infraestructuras, educación y tecnología. Los Estados Unidos y el mundo se han beneficiado enormemente de la investigación patrocinada por el gobierno que condujo a Internet, a los avances en salud pública, y así sucesivamente. Pero Estados Unidos ha sufrido durante mucho tiempo una falta de inversión en infraestructuras (ver el estado de nuestras carreteras y puentes, nuestros ferrocarriles y aeropuertos), en investigación básica, y en la educación en todos los niveles. Y nos esperan recortes adicionales en estas áreas.
Nada de esto debería ser una sorpresa, es simplemente lo que sucede cuando la distribución de la riqueza de una sociedad llega a ser tan desigual. Cuanto más se divide una sociedad dividida en términos de riqueza, más reacios se vuelven los ricos a gastar dinero en las necesidades comunes. Los ricos no necesitan confiar en el gobierno para disfrutar de parques o de educación, o de atención médica, o de personal de seguridad: todo eso lo pueden comprar por sí mismos. En el proceso, se vuelven más distantes de la gente común, y se pierde la empatía que alguna vez pudo haber existido. También les preocupa un gobierno fuerte, porque podría utilizar su poder para ajustar el balance, tomar algo de su riqueza, e invertir en el bien común. El 1 por ciento superior puede quejarse del tipo de gobierno que tenemos en América, pero la verdad es que les gusta: demasiado paralizado para volver a distribuir, demasiado dividido como para hacer otra cosa que bajar los impuestos.
Los economistas no están seguros sobre cómo explicar la creciente desigualdad en Estados Unidos. El recurso al papel tradicional de la oferta y la demanda sin duda ha desempeñado un papel: las tecnologías que ahorran trabajo han reducido la demanda de mucha clase media y trabajadores “buenos”. La globalización ha creado un mercado en todo el mundo, enfrentando trabajadores no cualificados de América con los trabajadores no cualificados y más baratos en el extranjero. Los cambios sociales también han desempeñado su papel -por ejemplo, la disminución de la sindicación, que una vez representó a un tercio de los trabajadores estadounidenses y ahora sólo representa alrededor del 12 por ciento.
Pero una gran parte del motivo que tenemos para tanta desigualdad es que el 1 por ciento de la población lo quiere de esa manera. El ejemplo más obvio se refiere a la política fiscal. La reducción de los tipos impositivos sobre las ganancias del capital, que es como los ricos reciben una gran parte de sus ingresos, ha dado a los estadounidenses más ricos la posibilidad de no pagar casi nada. Los monopolios y los oligopolios siempre han estado cerca de una fuente de poder económico --desde John D. Rockefeller a principios del siglo pasado a Bill Gates en la actualidad. Una aplicación laxa de las leyes antimonopolio, especialmente durante las administraciones republicanas, ha sido una bendición para el 1 por ciento más rico. Gran parte de la desigualdad de hoy se debe a la manipulación del sistema financiero que ha cambiado las reglas, que ha comprado y pagado la industria financiera, y que ha resultado ser una de sus mejores inversiones. El gobierno presta dinero a las entidades financieras a un tipo de interés de prácticamente el 0 por ciento y les rescata con generosidad, en condiciones favorables, cuando todo lo demás ha fallado. Los reguladores hacen la vista gorda a la falta de transparencia y a los conflictos de intereses.
Cuando nos fijamos en el volumen de riqueza controlada por el 1 por ciento en este país, es tentador ver nuestra creciente desigualdad como un éxito esencialmente estadounidense: empezamos muy por detrás de la manada, pero ahora nuestra desigualdad está al nivel de los primeros de la clase a escala mundial. Y parece que vamos a mantener este logro en los próximos años, porque lo que lo hizo posible se refuerza a sí mismo. La riqueza engendra el poder, que genera más riqueza. Durante el escándalo de ahorros y préstamos de la década de 1980 (un escándalo cuyas dimensiones, para los estándares de hoy, parece casi pintoresco) el banquero Charles Keating fue interrogado por un comité del Congreso si con los 1.5 millones de dólares que había repartido entre unos pocos funcionarios clave, podría haber comprado influencias. "Eso espero", respondió. El Tribunal Supremo, en su reciente caso de los Ciudadanos Unidos, ha consagrado el derecho de las empresas a comprar el gobierno, mediante la eliminación de limitaciones en los gastos de campaña. Lo personal y lo político están hoy en día en una alineación perfecta. Prácticamente todos los senadores de los EE.UU., y la mayoría de los representantes en la Cámara, ya son miembros de la parte superior del 1 por ciento cuando llegan, se mantienen en el cargo con el dinero de la parte superior del 1 por ciento, y saben que si sirven al 1 por ciento van a ser recompensados por el 1 por ciento cuando salgan de la oficina. En general, los políticos clave del ejecutivo en comercio y la política económica también vienen de la parte superior del 1 por ciento. No debería extrañar por tanto que las compañías farmacéuticas reciban un billón de dólares de regalo al aprobarse la legislación que prohíbe al gobierno, el mayor comprador de medicamentos, negociar a la baja el precio de los mismos. No debería ser motivo de asombro. Ni debería dejarnos con la boca abierta que el Congreso no pueda legislar sobre impuestos a menos que signifiquen grandes recortes de impuestos para los ricos. Dado el poder de la parte superior del 1 por ciento, ésta es la forma que se puede esperar que el sistema funcione.
La desigualdad en los Estados Unidos distorsiona nuestra sociedad en todos los sentidos imaginables. Hay, por un lado, un bien documentado estilo de vida de la gente que forma parte del 1 por ciento, y que cada vez vive más allá de sus posibilidades. La economía del “trickle-down” (efecto goteo) puede ser una quimera, pero el conductismo que provoca puede ser muy real. La desigualdad masiva distorsiona nuestra política exterior. El 1 por ciento no suele servir en las fuerzas armadas -la realidad es que el Ejército de voluntarios no paga lo suficiente para atraer a sus hijos e hijas, y con el patriotismo no va muy lejos. Además, la clase más adinerada no siente el pellizco del aumento de impuestos cuando la nación va a la guerra: con el dinero prestado ya se pagará todo. La política exterior, por definición, trata del equilibrio entre los intereses nacionales y los recursos nacionales. Si quien decide es el 1 por ciento de la población que no paga ningún precio, la noción de equilibrio y moderación se va por la ventana. No hay límite a las aventuras que pueden llevar a cabo, y las empresas y contratistas sólo pueden ganar. Las reglas de la globalización económica están también diseñadas para beneficiar a los ricos: fomentan la competencia entre países para los negocios, con lo que argumentan se deben disminuir los impuestos de sociedades, debilitar la protección en salud y medio ambiente, y socavar lo que solía ser visto como derechos laborales "fundamentales", que incluyen el derecho a la negociación colectiva. Imagínense lo que podría suceder si las normas se diseñaran a favor de los trabajadores. Los gobiernos competirían por prestar seguridad económica, bajos impuestos sobre los salarios ordinarios, buena educación, y un medio ambiente adecuado… Todas esas cosas que preocupan a los trabajadores…. Pero el 1 por ciento que manda no lo considera necesario.
O, más exactamente, piensan que no es necesario. De todos los costos impuestos a nuestra sociedad por el 1 por ciento, quizás el más grande sea ese: la erosión de nuestro sentido de identidad, en el que el juego limpio, la igualdad de oportunidades y un sentido de comunidad son tan importantes. América siempre se ha enorgullecido de ser una sociedad justa, donde todos tienen la misma probabilidad de salir adelante, pero las estadísticas indican lo contrario: las posibilidades de un ciudadano pobre, o incluso a un ciudadano de clase media, de ascender en la escala social, son en Estados Unidos mucho menores que en muchos países de Europa. No tienen buenas cartas. Es este sentido de un sistema injusto, sin oportunidades, lo que ha dado lugar a los levantamientos en el Medio Oriente: el aumento de precios de los alimentos y el desempleo juvenil creciente y persistente simplemente son los detonantes. Con el desempleo juvenil en los Estados Unidos en torno al 20 por ciento (y en algunos lugares, y entre algunos grupos socio-demográficos, del doble), con uno de cada seis estadounidenses que desean un empleo a tiempo completo sin poderlo conseguir, con uno de siete estadounidenses con bonos de comida (y al mismo número que sufren "inseguridad alimentaria"), existe una amplia evidencia de que alho ha bloqueado la tan cacareada economía de "trickle down” (efecto goteo) desde el 1 por ciento superior hacia el resto. Todo esto está teniendo el efecto previsible de disminuir la participación de los votantes de 20 años que en las últimas elecciones se situó en un 21 por ciento, comparable a la tasa de desempleo.
En las últimas semanas hemos visto a millones de personas en las calles protestando por las condiciones políticas, económicas y sociales y las condiciones de opresión de las sociedades que habitan. Han sido derribados los gobiernos de Egipto y Túnez. Han estallado protestas en Libia, Yemen y Bahrein. Las familias gobernantes en otras partes de la región se preguntan con nerviosismo desde sus áticos con aire acondicionado si van a ser las próximas en caer. Tienen razón para preocuparse. Estas son las sociedades en las que una fracción minúscula de la población -menos del 1 por ciento- controla la parte del león de la riqueza; donde la riqueza es un determinante fundamental del poder; donde la corrupción arraigada es una forma de vida, y donde los más ricos se oponen de forma activa a políticas que podrían mejorar las condiciones de vida de las personas.
Al observar el fervor popular en las calles, podríamos preguntarnos ¿cuándo va a llegar a los Estados Unidos? En muchos sentidos, nuestro país se ha convertido en uno de esos lugares distantes, que tienen serios problemas.
Alexis de Tocqueville, describió lo que entendía como genio peculiar de la sociedad estadounidense como "egoísmo bien entendido". Las dos últimas palabras son la clave. Todo el mundo es egoista: ¡quiero lo que es bueno para mí, ahora mismo! Pero el egoísmo "bien entendido" es diferente. Significa que reconoce que prestar atención al interés de los demás -es decir, al bien común- es de hecho una condición previa para el propio bienestar. Tocqueville no venía nada noble ni idealista en ello, sino más bien sugiere lo contrario. Se trata de una muestra del pragmatismo americano. Los estadounidenses astutos entendieron un hecho fundamental: mirar por los otros no sólo es bueno para el alma: es bueno para los negocios.
El 1 por ciento de la población tiene las mejores casas, la mejor educación, los mejores médicos, y los mejores estilos de vida. Pero hay una cosa que el dinero no parece haber comprado: el entendimiento de que su destino está ligado a cómo vive el 99 por ciento restante de la población. A lo largo de la historia, esto es algo que el 1 por ciento aprende con el tiempo. Demasiado tarde.
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