Tiempos canallas son los nuestros. Vivimos un infierno social, una insomne pesadilla. México es camposanto de muertos a la mala, enorme cementerio rulfiano donde tanto los matados como los matadores están muertos, país de jóvenes a la intemperie, nación en ruinas… ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Cómo salir del moridero?
El remedio no vendrá de los dueños del país y sus paleros políticos, que son quienes nos llevaron al baile. La salida hay que buscarla en las “fuerzas vivas”, en las mexicanas y los mexicanos de a pie, en el pueblo llano. Y ahí, a ras de tierra, encontramos motivos de esperanza: socialidades alternas en las rendijas del sistema, utopías en curso hechas a mano, zonas liberadas…
Porque a pesar de los pesares la gente no se conforma con soñar futuros felices. Aquí y ahora los mexicanos rasos edificamos mundos habitables a contrapelo de la obscenidad dominante: arcadias acosadas pero tercas y persistentes, huequitos calientes donde germina la esperanza.
“El siglo XX no es de ideologías o de utopías – escribe Alain Badiou–; es la pasión de lo real, de lo que puede hacerse aquí y ahora. No es un siglo de promesas sino de culminaciones. Un siglo del acto, de lo efectivo, del presente absoluto, no un siglo de anunciación y de futuro. Los actores del siglo XX relegan el culto de lo sublime del infeliz romanticismo del siglo XIX. Nos dicen: las derrotas se han acabado, ¡ahora es tiempo de las victorias!”.
Pero ¿no será que con la posmodernidad y el nuevo milenio murió el espíritu victorioso del siglo de las grandes revoluciones populares? Pienso que no, y lo pienso por las mismas razones con que Badiou abona su optimismo: “Esta subjetividad victoriosa sobrevive a todos los aparentes fracasos, no es empírica, es constitutiva”.
En efecto: la subjetividad victoriosa nos es consustancial. En un orden infausto como el nuestro, es la inaudita resiliencia social lo único que impide que las fuerzas destructivas se impongan del todo, es la confianza en la victoria posible lo que nos mantiene vivos. En este mundo cabrón, quien no resiste no existe.
La historia del capitalismo es la historia de la resistencia al capitalismo. Porque el veneno produce su antídoto pero también porque, sin oposición, el mercantilismo absoluto se devora a sí mismo.
El orden gran dinero nos subsume y nos margina alternadamente en una recurrente expulsión social por la que todos formamos parte del sistema y a la vez no formamos parte, por la que somos incluidos al tiempo que excluidos, por la que estamos y no estamos.
A veces nos descubrimos fuera porque el capital que nos tragó nos regurgita, nos hace a un lado, nos margina; otras porque siempre hay no-lugares, puntos ciegos que escapan a su mirada y sus engranes; otras más porque resistimos, porque desobedecemos, porque nos rebelamos. Y en ocasiones estamos fuera porque edificamos órdenes alternos y solidarios, socialidades en vilo ciertamente acosadas y casi siempre efímeras, pero generosas y estimulantes.
Las escapadas al mar: la capacidad de evadir a la joda de vez en cuando es precondición ontológica de la esperanza, es –en breve– lo que nos mantiene vivos.
Los otromundistas no somos poquiteros, nos mueve un gran sueño, una magna ilusión civilizatoria. Pero lo nuestro no son añoranzas del porvenir. Los utopistas miramos al futuro, sí, pero actualizamos a diario la esperanza resistiendo y construyendo. Porque también hay utopías modestas, humildes, utopías de andar por casa.
Ya lo sabía Herman Melville, gran perseguidor de ballenas metafísicas que al mismo tiempo era acosado por penurias cotidianas. Y así lo expresa su alter ego, el capitán Ahab, protagonista de su magna saga literaria. “Aun concediendo que la ballena blanca incite plenamente los corazones de esta mi salvaje tripulación, mientras que por su amor persiguen a Moby Dick, deben también tener alimento para sus apetitos más cotidianos. Si se hubieran atenido a su único y romántico objetivo final, demasiados habrían vuelto la espalda a este romántico objetivo final”.
La capacidad de alimentar mitos y perseguir utopías al tiempo que se trabaja en satisfacer del mejor modo posible los “apetitos cotidianos” es propia de los campesinos. Orilleros crónicos a los que el capitalismo dejó en stand by entre la plena subsunción y la total exterioridad. Y en este escarnecido limbo la vida es una batalla perpetua por sobreponerse a los embates del sistema, por mantenerse fuera y dentro, por ceder lo necesario y nunca transigir del todo.
Los campesinos son gente de frontera, sobrevivientes hechos a la mala vida. Pero son también hombres y mujeres en estado “natural” que habitan un mundo encantado repleto de significados y valores de uso. Personas rústicas cuya condición humana aún se muestra a flor de piel. Ni mejores ni peores que los demás, resultan sin embargo inspiradores.
Desobedientes natos, los campesinos son fieles al Principio de Bartleby, la norma que inspira la conducta del rejego escribiente concebido por el ya citado Herman Melville en uno de sus cuentos.
“Preferiría no hacerlo” es la frase con que Bartleby rechaza todas y cada una de las órdenes, instrucciones, sugerencias, insinuaciones que por voz de su empleador, el titular de la Oficina de Registros de Nueva York, le hace llegar el sistema. “Preferiría no hacerlo”, una fórmula suave pero explosiva por la que el introvertido escribiente neoyorquino devino epítome de la resistencia. “Preferiría no hacerlo”, repiten los campesinos, “Preferiría no hacerlo”, proclaman todas las disidencias, todas las rebeldías, todas las resistencias.
Y si hemos de creer a Melville, los desobedientes heredaremos el mundo. Aterradora conclusión a la que llega el angustiado empleador de Bartleby: “Y se me ocurrió que quizá llegara a vivir largos años, y seguiría ocupando mis instalaciones, haciendo mofa de mi autoridad, desconcertando a mis visitantes, escandalizando mi reputación profesional… para finalmente sobrevivirme y reclamar la posesión de mi oficina por derecho de ocupación perpetua”.
::Democracia Ya, Patria Para Todos. Apoyando al Lic. Andrés Manuel López Obrador en 2011::
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