Cucaracha
La Jornada Jalisco - 05/01/07
En su visita a Michoacán, a donde acudió el miércoles pasado para hacer un balance del operativo antinarco que se lleva a cabo en esta entidad desde hace casi un mes, el presidente Felipe Calderón Hinojosa pasó revista a las fuerzas armadas vestido con chamarra y gorra militares. No ha pasado desapercibido el hecho de que sus contactos más frecuentes desde que tomó posesión de su cargo han sido con las corporaciones policiacas y con el Ejército Mexicano. Es la imagen de fuerza que se difunde como sello de lo que probablemente será el rasgo más distintivo de su gobierno.
La Presidencia de la República se había debilitado en extremo como una de las instituciones principales del Estado mexicano. Esta condición de vulnerabilidad permitió, entre otras cosas, que el crimen organizado floreciera al amparo de la impunidad y se extendiera a casi todo el territorio nacional. A últimas fechas, el narco se proponía incluso ocupar espacios de control territorial que no pueden sino corresponder al aparato de gobierno con que cuenta el Estado. El Estado mismo se hallaba en un riesgo grave de sobrevivencia. Hacía falta, entonces, una acción radical para combatir en serio este desafío que contra el Estado hacían las organizaciones delictivas.
Felipe Calderón, que llegó a la Presidencia a través de un proceso electoral radicalmente cuestionado, no podía haber hallado mejor justificación para hacerse de la legitimidad que no alcanzó a obtener en las urnas y para imponer un estado de fuerza en el país, a fin de disuadir cualquier intento de rebelión popular organizada, como en menor escala sucedió en Oaxaca. Pero esta clase de operativos militares y policiacos estarían buscando también la aceptación de la sociedad, que en efecto se halla presa del temor por la inseguridad que padece, para que el partido del gobierno, el PAN, pueda ganar las elecciones locales que se llevarán a cabo en varios estados este año, entre ellos Michoacán y Baja California, precisamente.
Podríamos estar no sólo ante operativos militares de gran envergadura para combatir el narco y provocar lo que se conoce como el efecto cucaracha, esto es, que aunque no se erradique totalmente el fenómeno al menos desaparezca temporalmente de los espacios que tenía bajo su control absoluto y se vaya a otros territorios, se expanda y se vuelva más discreto, menos violento, sino ante una especie de precampaña con la imagen de la fuerza por delante. Los operativos, que se extienden ya a Tijuana y podrían llegar a otros estados de la República, le sirven al presidente para hacerse de la legitimidad que tanto le urge, activar un dispositivo de disuasión política contra la oposición radical, y hasta para ganar territorios locales en los comicios de este año que comienza como puede.
El florecimiento del narco y su expansión a casi todo el territorio nacional no se concibe sin la creación de amplias redes de complicidad con las propias instituciones del Estado. Y es éste, precisamente, el elemento que está haciendo falta en los informes y balances que se dan parcialmente, como el de Apatzingán, Michoacán, este 3 de enero pasado, precisamente. Todo hace pensar que se trata de un operativo efectista, con un amplio respaldo mediático, para provocar el efecto cucaracha y dejar que los responsables más importantes encuentren la ocasión y los corredores para salir librados. Lo que falta en estos informes es el descubrimiento de estas redes de corrupción entre el narco y las instituciones del Estado.
El gobierno de Felipe Calderón ha privilegiado el uso casi exclusivo de la fuerza para combatir un fenómeno tan delicado como éste, que ha provocado en México índices de violencia y descomposición social mayores incluso que en otros países que han padecido también este flagelo, como es el caso de Colombia, por ejemplo. Pero se trata de un problema cuyas causas tocan necesariamente otros ámbitos de la vida pública y privada. No sólo ha sido la indolencia del Estado para llevar a cabo esta lucha a tiempo y poder sofocar el problema allí donde se presente, sino que el olvido se ha extendido también hacia la realidad de miseria y marginación, de ausencia cada vez mayor de oportunidades, que padece la inmensa mayoría de la población.
A grandes franjas de la población sólo les queda como alternativa, para no sucumbir ante la adversidad, la migración o el narcotráfico. El Estado no ha sido capaz de reactivar la economía del país a favor de los más necesitados, de crear las fuentes de empleo que tan urgentemente se están necesitando, de generar una cultura de la participación y la corresponsabilidad social en el ejercicio del poder.
No estamos ante un Estado de bienestar social, que procure condiciones de vida con dignidad y calidad para todos, que proteja nuestras riquezas naturales y las explote racionalmente para beneficio de todos los mexicanos, que apoye decididamente los rubros que están relacionados directamente con el desarrollo y el progreso del país, como la educación, la investigación, la ciencia y la tecnología, así como el fomento a la cultura y las artes. Por el contrario, lo que hace el gobierno es tratar de sustituir esta responsabilidad social con el uso casi exclusivo de las fuerzas armadas.
Todo hace pensar que las cucarachas saldrán corriendo en desbandada hacia otras regiones del país, que las más inteligentes cambiarán su estrategia y tratarán de evitar las guerras fraticidas, que esperarán un tiempo prudente para volver a instalarse allí donde encuentren o vuelvan a crear las condiciones. Después de los operativos militares, sean cuales fueren los resultados, no habrá operativos sociales de la misma envergadura para llevar a cabo otro combate que es decisivo: el combate a la pobreza, a la injusticia, a los atropellos de los poderosos, a la corrupción, a la miseria, a la desesperación de millones de mexicanos a quienes se les ha clausurado dramáticamente su horizonte.
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