La Feria
La Jornada Jalisco - 04/01/07
- Una vieja película expone finalmente la miseria en EU
- Nada es lo mismo si se vive atrás en la marginación
- Los paisajes oscuros poco se difunden en los medios
Ayer veía en el reproductor de DVD la película Vacaciones permanentes (1980), la ópera primera de Jim Jarmusch (EU, 1953), quien a últimas fechas dirigió Flores rotas (2005) y Café y cigarrillos (2004). La película, realizada con muy bajo presupuesto y el apoyo de algunas asociaciones promotoras del arte, muestran un trozo de la vida de un joven adolescente neoyorquino que se las ingenia, sin aspavientos ni melodramas, para continuar su vida en los barrios bajos de la ciudad de los rascacielos.
Su historia, de la que apenas conocemos el principio y presentimos el final, es una especie de recorrido por un mundo generado por la miseria y la marginación, muy cerca de la locura. Nueva York no es, desde esa óptica, la capital del mundo; en cambio, es una ciudad post apocalíptica, agobiada, con amplias zonas imposibles de regenerar, en cuyos laberintos habitan seres que lo han perdido casi todo aquello que los hace humanos y que, no obstante, se aferran a la subsistencia.
El joven protagonista vaga por esas calles y esos barrios que sin duda son reales y en donde se encuentra, entre otros personajes, con un veterano de la guerra de Vietnam que vive entre ruinas y arbustos del Central Park y cree que los aviones vuelven para bombardearlo; con una muchacha loca de habla hispana que se pasa cantando o vocifera cerca de la puerta de su casa; con su propia novia, una joven adolescente que habita un cuartucho de algún edificio desvencijado, sin más deseo que acabar con su soledad y su tristeza. Y, en fin, con su propia madre, que en un cuarto de un asilo para dementes no es capaz de reconocer cabalmente a su hijo. Y mientras, otra loca, compañera de habitación, se carcajea espantosamente cada que el muchacho habla.
Cada cuadro está logrado con gran fineza y mucho tacto. Los personajes son reales. No hay grandilocuencia ni aspavientos; sólo un dolor cotidiano que los va aniquilando. Los tonos son sobrios y mesurados. La fotografía, excepcional, hace un pausado recuento de barrios ruinosos y entes agobiados de la Gran Manzana; la tragedia, más que la tristeza, está presente. Una tragedia muda, aceptada, que se ha convertido en forma de vida; Una tragedia que se manifiesta en el desfiguramiento paulatino de los rostros, en la resignación cotidiana, en la caída de los seres humanos al abismo de la miseria, con todas sus lacras y la violencia social que esto engendra.
Todo esto viene al caso porque esta película constituye un testimonio de la que la miseria existe, de que es real, de que cuando se cierne sobre los seres humanos los transforma, los desfigura, los convierte en una especie de monstruos que construyen, cada uno a su modo, sus propios caminos de supervivencia.
En el filme no aparecen los paisajes rosas de la ciudad; los parques con florecitas y mariposas; las amplias avenidas comerciales; las rúas saturadas de restaurantes de lujo y de bares exclusivos. Todo se ha transfigurado en la mirada de los desposeídos. Y es muy curioso que una de las críticas que se hicieron a esta película haga hincapié en que la escenografía en la que se desenvuelve el protagonista está formada por “paisajes imposibles”, aún cuando reconoce que fue filmada en escenarios reales. La lente de Jaramusch nos permite entender que el mundo de la marginación es muy distinto a éste otro, en el que habitamos, por ejemplo, los tapatíos de clase media.
Nos queda claro que el mundo que describe al detalle Jaramusch no es el que revelan a diario los medios de comunicación. La televisión abierta, por ejemplo, construye una realidad en donde la miseria es sólo la excepción; la gran mayoría de los programas que nos ofrece parecen escritos para niños y para ignorantes; pero, lejos de ser inocuos, inciden en el pensamiento de las personas y las llevan a creer que lo mostrado a través de la pantalla chica constituye la “realidad” en la que nos movemos, nos desarrollamos, nos relacionamos.
Los males que genera la miseria en la vida diaria de las personas, son dejados a un lado en forma tan violenta que se nos olvida que existen. La crueldad de los crímenes, la ola delictiva, el crecimiento del narcotráfico se difunden sólo como “espectáculo informativo” y como resultado de mentes perversas, pero nunca como producto de los males sociales generados por la miseria, por la falta de oportunidades, por las deficiencias educativas, por los insuficientes apoyos sociales. Sólo se toca lo coyuntural, sin pasar a lo estructural.
El argumento televisivo fundamental, que se confirma a cada programa como si fuera real, es que la democracia nos ha hecho libres y que cada quien es dueño de su propio destino. Aunque este argumento actúa como real para ciertos fines prácticos, en el fondo no hay nada más falso. Cuarenta millones de mexicanos desposeídos, habitantes de suburbios citadinos oscuros y temibles, de miserables villas campesinas, de miles de casuchas levantadas en los cinturones de miseria, no tienen “libertad” siquiera para comer lo necesario, para educarse, para vivir tranquilos. La “libertad” de nuestra “democracia” la tiene quien posee los recursos suficientes para ejercerla. Sin alimentos para que los hijos cenen, ni la noche estrellada (que es gratuita) puede disfrutarse.
De ahí el valor testimonial de esta película, que escarba en el corazón de Nueva York para mostrar a los ojos del espectador abrumado el peso de la miseria generada por la sociedad neoliberal estadounidense. Jaramusch, pues, expone sin miramientos los detritus de la urbe más importante del país más poderoso del mundo, en una lección silenciosa y discreta que nos deja entender que bien podrá Estados Unidos ser muy rico; pero que eso no evita que millones de sus ciudadanos sean menos aún que miserables. Y eso es todo por ahora, nos leemos mañana en esta página.
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