Gabriel Carbajal
Los rulos al viento, la mirada clavada en el horizonte, una frente que es el espejo de la voluntad sensible que distingue al ser humano del animal sólo en lucha por la subsistencia.
No hay nadie sobre el planeta que no sepa quién es este hombre-mujer de semblante tranquilo y resuelto, sereno y enérgico, entusiasta y crítico, célebre pero humilde.
Nadie dice “era el Ché Guevara”. Todos hablamos de él en presente.
No pocos han querido aniquilar el ascendiente espiritual y la autoridad moral de este personaje verdaderamente heroico e histórico. No son pocos los que han soñado con reducirlo a emblema grotesco de la violencia del pueblo despojada de contenidos y sentimientos; siempre habrá enemigos queriendo pintarnos en el Ché el retrato del fanatismo y la irracionalidad sin límites.
Nadie ni nada han podido convertir al Ché en ornamento comercial o imagen del ideal derrotado. Nadie ni nada han logrado disociar estos ojos que miran desde el fondo de la historia, del revolucionario que construye teoría revolucionaria y revolución desde el sacrificio y la entrega sin condiciones y sin concesiones a las propias debilidades humanas o a dogmas infalibles levantados sobre esas mismas debilidades.
Aquí está, entre nosotros, entre todos los humillados y vejados de la tierra, 83 años después de aquel nacimiento rosarino-americano de 1928, el Compañero Ernesto “Ché” Guevara (Ché con acento en la “é”), mirando, mirándonos, observándonos desde una muchedumbre en la que él no se siente ni superior ni tocado por los designios de algunos dedos divinos que conviertan en mera leyenda a alguien que vivió la vida combatiendo leyendas y mitos fabricados desde la opresión y el escarnio.
El Ché nos sigue mirando. Y sigue diciéndonos que lo suyo no es leyenda. No puede serlo.
Nos convoca, pero a la vez nos dice que la lucha es muy dura, que representa muchísimos riesgos, innumerables escollos, impredecibles y desgraciadas sorpresas llegadas desde nuestras mismas filas.
Parece querer hablarnos, explicarnos el por qué de lo que algunos consideran una inmolación simbólica sin sentido; un suicidio voluntarista al santo cuete.
Es cierto que tras su muerte, todo fue muerte, casi, para quienes intentamos seguir sus pasos rengos en el continente entero. Son ciertas las dictaduras, las rejas, los campos de concentración, la tortura salvaje, el genocidio, la cobardía, y, también, la traición que nunca falta, como en los viejos tiempos de los latigazos y las crucifixiones públicas del tenebroso imperio romano.
Es cierto que de tanto sacrificio, hoy tan sólo parecería quedar en pié la ilusión idiota de la conciliación de clases y la impunidad cómplice para detener renovados bríos de los fascistas fusilados, ya, en el odio de pueblos enteros que ni olvidan ni perdonan ni tampoco se dan por vencidos.
Es cierto, pero es mentira. Lo es, porque la leyenda, la auténtica leyenda, el verdadero mito contra el que el Ché y todas y todos levantamos los puños y apuntamos con fusiles y volantes, con huelgas y movilizaciones, con puteadas y escraches; el mito verdadero, el mito real y despiadado, sigue siendo el mito de la invencibilidad del capitalismo y la leyenda de que no hay sociedad capaz de sustituir esta mierda de sistema al que el Ché nos enseñó a odiar y confrontar hasta la muerte, si fuera necesario.
Del Ché y de todo el sacrificio habido y por haber, quedan en pié, sobre todo, la certeza y la fe reafirmada de que no hay condición humana posible, sin librarnos de la opresión que de hecho nos ha dejado a la humanidad entera en la condición de animales de carga que lo seguiríamos siendo si nuestro destino fuese solamente buscar el alimento para no perecer de hambre.
El Ché, revolucionario y libertario, nos dejó la más valiosa de las enseñanzas: hay que saber rebelarse ante todo lo que se nos presenta como infaliblemente dispuesto, incluídos muchos de nuestros prejuicios revolucionarios y muchas de nuestras verdades teóricas convertidas en catecismo o recetario esclavizante.
El Ché vive, y lucha, y fracasa y triunfa, y vuelve a fracasar y a triunfar, porque palpita (sin descanso, sin conformismo, sin rendir tributo a la fuerza de la costumbre), su espíritu rebelde y crítico, victorioso más allá de las derrotas, entero más allá del asma ideológico que nos aqueja desde que no hemos podido resolver la enorme contradicción de pueblos enteros que escupen a la burguesía en las urnas y los plebiscitos y a la vez delegan su propio e intransferible poder en representaciones que en sí mismas son la negación del poder popular y de la potencialidad revolucionaria que únicamente anida en los de abajo.
El Ché vive y lucha porque es un libertario intransigente desde mucho antes de la revolución, desde el mismo instante en que sus brazos continentales empuñaron la causa de la revolución como la causa de libertad.
El Ché vive porque es libre y nos sigue enseñando la libertad como la única manera de ser comunistas no solamente en lo económico, sino también, y sobre todo, en lo único que definitivamente hará que no seamos pobres animales atrás del alimento: la conquista permanente e innegociable de la libertad absoluta.
Su ser libertario y perpetuamente irreverente, es lo que ha impedido que lo convirtieran en mito o leyenda, tanto los enemigos como los que deliran con tránsitos “civilizados” y conciliaciones de clase, mientras la miseria y la represión nos dicen todos los días –por más que los medios deseen ocultarlo- que la libertad de la especie humana (esa libertad que nace de la insurrección obstinada y sencilla de los obreros y los más humildes y humillados) será fruto de la lucha a brazo partido contra los que únicamente conciben la libertad como “libertad de mercado”.
"Nuestro sacrificio es consciente, es el pago por la libertad que estamos construyendo” (Ché).No hay nadie sobre el planeta que no sepa quién es este hombre-mujer de semblante tranquilo y resuelto, sereno y enérgico, entusiasta y crítico, célebre pero humilde.
Nadie dice “era el Ché Guevara”. Todos hablamos de él en presente.
No pocos han querido aniquilar el ascendiente espiritual y la autoridad moral de este personaje verdaderamente heroico e histórico. No son pocos los que han soñado con reducirlo a emblema grotesco de la violencia del pueblo despojada de contenidos y sentimientos; siempre habrá enemigos queriendo pintarnos en el Ché el retrato del fanatismo y la irracionalidad sin límites.
Nadie ni nada han podido convertir al Ché en ornamento comercial o imagen del ideal derrotado. Nadie ni nada han logrado disociar estos ojos que miran desde el fondo de la historia, del revolucionario que construye teoría revolucionaria y revolución desde el sacrificio y la entrega sin condiciones y sin concesiones a las propias debilidades humanas o a dogmas infalibles levantados sobre esas mismas debilidades.
Aquí está, entre nosotros, entre todos los humillados y vejados de la tierra, 83 años después de aquel nacimiento rosarino-americano de 1928, el Compañero Ernesto “Ché” Guevara (Ché con acento en la “é”), mirando, mirándonos, observándonos desde una muchedumbre en la que él no se siente ni superior ni tocado por los designios de algunos dedos divinos que conviertan en mera leyenda a alguien que vivió la vida combatiendo leyendas y mitos fabricados desde la opresión y el escarnio.
El Ché nos sigue mirando. Y sigue diciéndonos que lo suyo no es leyenda. No puede serlo.
Nos convoca, pero a la vez nos dice que la lucha es muy dura, que representa muchísimos riesgos, innumerables escollos, impredecibles y desgraciadas sorpresas llegadas desde nuestras mismas filas.
Parece querer hablarnos, explicarnos el por qué de lo que algunos consideran una inmolación simbólica sin sentido; un suicidio voluntarista al santo cuete.
Es cierto que tras su muerte, todo fue muerte, casi, para quienes intentamos seguir sus pasos rengos en el continente entero. Son ciertas las dictaduras, las rejas, los campos de concentración, la tortura salvaje, el genocidio, la cobardía, y, también, la traición que nunca falta, como en los viejos tiempos de los latigazos y las crucifixiones públicas del tenebroso imperio romano.
Es cierto que de tanto sacrificio, hoy tan sólo parecería quedar en pié la ilusión idiota de la conciliación de clases y la impunidad cómplice para detener renovados bríos de los fascistas fusilados, ya, en el odio de pueblos enteros que ni olvidan ni perdonan ni tampoco se dan por vencidos.
Es cierto, pero es mentira. Lo es, porque la leyenda, la auténtica leyenda, el verdadero mito contra el que el Ché y todas y todos levantamos los puños y apuntamos con fusiles y volantes, con huelgas y movilizaciones, con puteadas y escraches; el mito verdadero, el mito real y despiadado, sigue siendo el mito de la invencibilidad del capitalismo y la leyenda de que no hay sociedad capaz de sustituir esta mierda de sistema al que el Ché nos enseñó a odiar y confrontar hasta la muerte, si fuera necesario.
Del Ché y de todo el sacrificio habido y por haber, quedan en pié, sobre todo, la certeza y la fe reafirmada de que no hay condición humana posible, sin librarnos de la opresión que de hecho nos ha dejado a la humanidad entera en la condición de animales de carga que lo seguiríamos siendo si nuestro destino fuese solamente buscar el alimento para no perecer de hambre.
El Ché, revolucionario y libertario, nos dejó la más valiosa de las enseñanzas: hay que saber rebelarse ante todo lo que se nos presenta como infaliblemente dispuesto, incluídos muchos de nuestros prejuicios revolucionarios y muchas de nuestras verdades teóricas convertidas en catecismo o recetario esclavizante.
El Ché vive, y lucha, y fracasa y triunfa, y vuelve a fracasar y a triunfar, porque palpita (sin descanso, sin conformismo, sin rendir tributo a la fuerza de la costumbre), su espíritu rebelde y crítico, victorioso más allá de las derrotas, entero más allá del asma ideológico que nos aqueja desde que no hemos podido resolver la enorme contradicción de pueblos enteros que escupen a la burguesía en las urnas y los plebiscitos y a la vez delegan su propio e intransferible poder en representaciones que en sí mismas son la negación del poder popular y de la potencialidad revolucionaria que únicamente anida en los de abajo.
El Ché vive y lucha porque es un libertario intransigente desde mucho antes de la revolución, desde el mismo instante en que sus brazos continentales empuñaron la causa de la revolución como la causa de libertad.
El Ché vive porque es libre y nos sigue enseñando la libertad como la única manera de ser comunistas no solamente en lo económico, sino también, y sobre todo, en lo único que definitivamente hará que no seamos pobres animales atrás del alimento: la conquista permanente e innegociable de la libertad absoluta.
Su ser libertario y perpetuamente irreverente, es lo que ha impedido que lo convirtieran en mito o leyenda, tanto los enemigos como los que deliran con tránsitos “civilizados” y conciliaciones de clase, mientras la miseria y la represión nos dicen todos los días –por más que los medios deseen ocultarlo- que la libertad de la especie humana (esa libertad que nace de la insurrección obstinada y sencilla de los obreros y los más humildes y humillados) será fruto de la lucha a brazo partido contra los que únicamente conciben la libertad como “libertad de mercado”.
::Democracia Ya, Patria Para Todos. Apoyando al Lic. Andrés Manuel López Obrador en 2011::
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